Jesús, dirigiéndose a quienes lo estaban escuchando, dice: “Yo soy el Pan de vida; el que viene a mí nunca tendrá hambre, y el que cree en mí nunca tendrá sed”. Aprendí que la ley del deseo es la insatisfacción, nada te llena, siempre estás en tensión. En estas condiciones, no es extraño que el cansancio aparezca y, con él, también el vacío, la desesperanza y la renuncia al sentido de la vida. Una vez un monje visitó al Maestro Gensha para saber dónde estaba la entrada al camino de la verdad. Gensha le preguntó: ¿Oyes el murmullo del arroyo? Sí, lo oigo, respondió el monje. Pues allí está la entrada, le dijo el Maestro.
La vida espiritual se vuelve consistente cuando tiene como fundamento, una experiencia fundante, auténtica. Por experiencia fundante entendemos: “aquella experiencia personal que tiene la capacidad de convertirse en una convicción que, enraizada en los estratos más profundos de la afectividad, posibilita un nuevo modo de sentir, de pensar y de vivir, que da estructura y columna vertebral a la existencia y la vida cotidiana. La experiencia fundante se convierte en el punto de referencia hacia el que siempre podemos volver para tomar fuerza y seguir avanzando; de manera especial, cuando la oscuridad comienza a cubrir el alma arrebatándole la esperanza. Así, como el cuerpo necesita calmar el hambre, también el alma. El alimento adecuado cubre una de las necesidades de sobrevivencia más importante. El hambre es un impulso o un afán irresistible que nos mueve hacia la acción. En sentido figurado, podemos tener hambre de fama, de dinero, de prestigio, etc. El impulso es una fuerza que nos induce a actuar de manera inmediata, sin reflexionar. Si una persona es incapaz de controlar sus impulsos puede hacer daño a otros o a sí misma. Tanto el cuerpo como el alma necesitan cuidar de sí mismos para evitar acciones que pongan en riesgo la integridad propia o de otros. De ahí, la importancia de un buen alimento, algo que calme, que le dé sentido y dirección a nuestros impulsos, a nuestro actuar, a nuestras búsquedas. Hoy, la sensación de agotamiento, de vacío, de cansancio y el deseo de desconectarse están presentes en la vida de muchas personas. Todo lo anterior, deja en el alma un residio de desesperanza que, cuando no se atiende adecuadamente, termina arrastrándonos hacia las oscuridad y la impotencia frente a la vida y frente a todo lo que acontece, incluso, ante aquello que antes nos llenaba de entusiasmo y hacia vibrar tanto al alma como al corazón. Cuando el alma siente hambre comienza a moverse en la dirección de querer encontrar algo que le devuelva la ilusión, las ganas de volver a creer, esperar y amar. El alma cuando se siente insatisfecha y vacía busca el alimento, el pan, que calme su hambre y le permite sentirse satisfecha. Todos sabemos que, sin alimento no podemos vivir. En medio del Desierto, Dios procuró a su pueblo el maná, el alimento o pan, necesario para que pudieran mantenerse vivos, fuertes y con ánimos suficientes para realizar la travesía. La espiritualidad toma el símbolo del pan para referirse a Cristo como el verdadero pan para la vida. Jesús quiso darnos a conocer su deseo y voluntad de quedarse para siempre entre nosotros como Aquel capaz de consolarnos, de animarnos, de llenar de sentido todas nuestras fatigas. En medio de todas las dificultades, adversidades y oscuridades que nos toca vivir, podemos estar ciertos de que, si tenemos a Cristo como alimento, siempre saldremos no solo victoriosos sino también, fortalecidos. Cuando el Pan, el alimento, es consumido; casi de inmediato, el cuerpo y todo nuestro ser, se siente recargado de energía. Escribe Mirza Deras: “Las palabras de Jesús: “Yo soy el pan que da la vida verdadera” nos desafían a reconsiderar nuestras prioridades y a reconocer que las satisfacciones temporales del mundo no pueden compararse con la plenitud que Cristo ofrece. Al afirmar Jesús que, esta es la voluntad del que me ha enviado: que yo no pierda nada de lo que él me dio, sino que lo resucite en el último día, nos recuerda que nuestra fe en Él nos lleva a una esperanza más allá de esta vida terrenal”. Nadie encuentra el verdadero sentido de la vida por fuera del amor. Es más, quien cree que mintiendo, haciendo el mal, destruyendo las relaciones, creyéndose privilegiado, vive plenamente solo puede estar loco para poder afirmarlo. Cuando Jesús parte el pan y lo entrega a sus discípulos diciéndoles: “Hagan esto en memoria mía” también los invita a vivir entregándose, siendo consuelo para los que están tristes, fortaleza para los que se sienten vencidos, luz para los que andan en la oscuridad y amor para quienes se sienten explotados, abandonados y deprimidos. El que tiene a Cristo como el Pan de su vida también está invitado a ser pan para el mundo. De esta forma, encontramos la verdadera satisfacción y el gozo que expande el alma, la saca de su agotamiento y la anima a encontrar a Dios en su propia vida. Hablando sobre el pan, el Papa Francisco Escribe: “Jesús afirma que el verdadero pan de salvación, el que transmite la vida eterna, es su propia carne; que para entrar en comunión con Dios (…) es necesario vivir una relación real y concreta con Él. Porque la salvación ha venido por Él, en su encarnación. Esto significa que no debemos buscar a Dios en sueños e imágenes de grandeza y poder, sino que debemos reconocerlo en la humanidad de Jesús y, por consiguiente, en la de los hermanos y hermanas que encontramos en el camino de la vida”. La teología nos enseña que, el verdadero Señor no es el que ostenta el mayor poder, sino el que está en la mesa como el que sirve y lava los pies de sus discípulos. El verdadero Señor es el que parte el Pan dándonos a entender que Él permanece en la vida que se entrega, que no se resiste a ser, sino que ama y transforma el dolor propio y, el de quienes están cerca. La única imagen admisible de Cristo es la de Aquel que, tanto en la vida, como en la mesa y en la Cruz siempre ama y se entrega. El que está al servicio de quien sufre y, de manera especial, el que se ofrece como el Pan que sacia el vacío, el sinsentido, la vanidad, la desconexión, el afán de sacar a flote nuestro poder. Darle sentido a la vida es la mayor satisfacción que un ser humano pueda experimentar. Pan para saciar el hambre de todos. Amasado despacio, cocido en el horno de la verdad hiriente, del amor auténtico, del gesto delicado. Pan partido, multiplicado al romperse, llegando a más manos, a más bocas, a más pueblos, a más historias. Pan bueno, vida para quien yace en las cunetas, y para quien dormita ahíto de otros manjares, si acaso tu aroma despierta en él la nostalgia de lo cierto. Pan cercano, en la casa que acoge a quien quiera compartir un relato, un proyecto, una promesa. Pan vivo, cuerpo de Dios, alianza inmortal, que no falte en todas las mesas (José María Rodríguez Olaizola, sj)Francisco Carmona
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