Aquello que llevó grabado en el corazón se convertirá en nuestra consciencia. Lo que guardamos celosamente en el corazón, terminará convirtiéndose en la norma que guíe nuestros pasos. En realidad, nosotros vivimos y juzgamos a los demás conforme a la Ley que llevamos inscrita en lo más íntimo de nuestro ser. Ser conscientes de nuestra propia identidad es un acto profundamente íntimo que no sólo sirve de carta de presentación ante los demás, sino también, frente al mismo Dios. Dice un hombre santo: “No se aflijan por perder la paz interior. Más bien, esfuércense por caminar siempre en el amor de Cristo que, murió en la Cruz para que estemos libres del pecado, de la ley de esclavitud que llevamos en el corazón, para que caminemos libremente, como corresponde a la dignidad de hijo de Dios”. La voz se propagó a través de la campiña, sobre el sabio hombre santo que vivía en una casa pequeña encima de la montaña. Un hombre de la aldea decidió. hacer el largo y difícil viaje para visitarlo. Cuando llegó a la casa, vio a un viejo criado al interior, que lo saludó en la puerta. Quisiera ver al sabio hombre santo, le dijo al criado. El sirviente sonrió y lo condujo adentro. Mientras caminaban a través de la casa, el hombre de la aldea miró con impaciencia por todos lados en la casa, anticipando su encuentro con el hombre santo. Antes de saberlo, había sido conducido a la puerta trasera y escoltado afuera. Se detuvo y giró hacia el criado: ¡Pero quiero ver al hombre santo! Usted ya lo ha visto, dijo el viejo. A todos a los que usted pueda conocer en la vida, aunque parezcan simples e insignificantes… véalos a cada uno como un sabio hombre santo. Si hace esto, entonces cualquier problema que usted haya traído hoy aquí, estará resuelto.
La ley interior es comparable al programa de vida que observamos juiciosamente durante cada jornada o etapa de nuestra vida. Escribe Carl Gustav Jung: “No podemos vivir la tarde de la vida de acuerdo con el programa de la mañana de la vida, porque lo que era grande durante la mañana será pequeño en el ocaso, y lo que era verdad por la mañana en el ocaso se convertirá en mentira”. Aquello que un día tomamos como verdadero y nos ayudó a crecer, nos dio la fuerza para conquistar el éxito en muchas áreas de la vida, cuando vamos creciendo, enraizándonos en la vida y dándonos cuenta de la verdad que hay detrás de cada cosa y acontecimiento, un día, se convierte en un obstáculo y en una herramienta que, en lugar de continuar ayudándonos, impide nuestro crecimiento y encuentro con la verdad. Nuestra verdadera identidad se encuentra en el interior. Es decir, en el corazón. Aquello que llevamos en el corazón, vuelvo e insisto, configura nuestra identidad. Su custodiamos las heridas del pasado, ese dolor nos llevará a acciones y manifestaciones que revelarán lo que sucede en nuestra vida y el destino que vamos forjando. Los destinos trágicos y difíciles se van construyendo en la dureza de un corazón que se resiste a dejar el dolor, la ofensa, el maltrato en el lugar que corresponden, para poder abrirse, desde un lugar diferente, a la vida. La verdadera santidad y relación con Dios son la expresión de un corazón que ha logrado experimentar que en el amor es lo más próximo e íntimo que podemos estar de Dios. Los seres humanos podemos seguir guiados en la vida por la necesidad, por el deseo o por el dolor que no cura. Cualquiera de ellos puede actuar como la ley interior que orienta nuestros pasos y determina las decisiones que tomamos con respecto a la vida y a las relaciones con los demás. Esa ley configura nuestro destino. Recordemos que, por ley se entiende la norma fija a la que está sometida nuestra naturaleza. La doctrina cristina señala que el pecado puede ser la ley que los seres humanos guardan y observan en su corazón. Es a partir de la ley que pueden llegar a ser juzgados nuestros actos y los sentimientos que habitan en nuestro interior. San Pablo, en la carta a los Romanos, llega a decir: “El pecado se provechó de la Ley, usando en mi contra los mandamientos para despertar en mí toda clase de malos deseos, pues el pecado no tiene poder cuando no hay ley”. Muchos se amparan en los mandamientos para cometer el pecado y arrastrar a otros al mal. Al escribir lo anterior, pienso en esos hijos que animados por el deseo de cuidar y dignificar la vejez del anciano padre, se vuelven celosos contra sus hermanos y apartan al padre de sus hijos y llegan a decirle que los demás hijos no lo quieren y, por eso no lo visitan e intentan convencerlo de que, si no fuera por ellos, sería un anciano abandonado. De esta forma, el mandamiento honrar al padre sirve de pretexto para enorgullecerse, maltratar y hacer daño tanto al padre como al resto de la familia. Cristo dejo como Ley el amor. Los evangelios nos definen muy bien en que consiste la Ley del amor. En primer lugar, orar por los que nos hacen daño, por los que intentan destruirnos interiormente. En segundo lugar, acoger a todos porque somos hijos de un mismo Padre. Dios no hace distinción de personas, para él todos son hijos. En tercer lugar, ponerse la toalla en la cintura y, en lugar de ir por el mundo esparciendo rencor y venganza, dedicarse a sanar las heridas y anunciar la reconciliación. En cuarto lugar, partir el pan y compartir la mesa con los hermanos porque, ante todo, el amor crea fraternidad y esta dispuesto a superar la división. Recuerdo las palabras de Willigis Jäger: “Un camino espiritual que no conduzca a la vida cotidiana es un camino errado. Religión es vida cotidiana. Lo que llamamos tradicionalmente religión es tan sólo la celebración extraordinaria de la vida cotidiana”. Llevamos a Cristo en el corazón cuando nos esforzamos en vivir según su mandato: “Amar como Él nos amó”. Todo lo que está por fuera de este mandato también está por fuera de Cristo. Cuando nos dejamos arrastrar por la fuerza de nuestros impulsos y pasiones desordenadas nos apartamos del amor, la consciencia se oscurece y la relación de intimidad con Dios se pone en entredicho. No hay nada que nos aparte más del amor que el juicio y la condena sobre el hermano. Dice el Apóstol san Pablo (Rm 2,1): “Si eres capaz de juzgar, ya no tienes disculpa. Te condenas a ti mismo cuando juzgas a los demás, pues tú haces lo que estás condenando" Pensaba que todo podía, que yo me bastaba, que siempre acertaba, que en cada momento, vivía a tu modo y, así me salvaba. Rezaba con gesto obediente en primera fila, Y una retahíla de méritos huecos era solo el eco de un yo prepotente. Creía que solo mi forma de seguir tus pasos era la acertada. Miraba a los otros con distancia fría porque no cumplían tu ley y tus normas. Me veía distinto, y te agradecía ser mejor que ellos. Hasta que un buen día tropecé en el barro, caí de mi altura, me sentí pequeño descubrí que aquello que pensaba logros era calderilla. Descubrí la celda, donde estaba aislado de tantos hermanos por falsos galones. Me supe encerrado en el laberinto de la altanería. Me supe tan frágil… y al mirar adentro tú estabas conmigo. Y al mirar afuera, comprendí a mi hermano, supe que sus lágrimas, sus luchas, errores, caídas y anhelos, eran también míos. Tan solo ese día mi oración cambió. Ten compasión, Señor, que soy un pecador (José María R. Olaizola, sj)Francisco Carmona
0 Comentarios
Dejar una respuesta. |
Una producción de Francisco Carmona para acompañar a quienes están en busca de su destino.
Visita los canales de podcast en la plataforma de spotify y reproduce todos los episodios.
Haz parte de nuestro grupo de suscriptores y recibe en tu WhatsApp la reflexión diaria.
Escanea o haz clic en el siguiente enlace
Filtrar Contenido
Todos
|