Cuando resulta imposible descubrir la presencia de Dios en el desierto, este espacio se convierte en un lugar de muerte, en una tierra hostil, árida y donde nadie tiene asiento, ni paz y, menos aún, armonía. Muchas personas huyen del silencio, de la soledad, del encuentro consigo mismas porque temen verse obligadas a transformar su corazón y a desprenderse de sus máscaras. En el libro del Deuteronomio, encontramos la razón por la cual Dios nos hace caminar por el desierto sin experimentar su cercanía. “Acuérdate del camino que Yahvé, tu Dios, te hizo recorrer en el desierto por espacio de cuarenta años. Te hizo pasar necesidad para probarte y conocer lo que había en tu corazón, si ibas o no a guardar sus mandamientos. Te hizo pasar necesidad, te hizo pasar hambre, y luego te dio a comer maná que ni tú ni tus padres habían conocido. Quería enseñarte que no sólo de pan vive el hombre, sino que todo lo que sale de la boca de Dios es vida para el hombre” Ir al desierto es disponernos para el encuentro no sólo con nuestra esclavitud, nuestros demonios internos, sino también con lo que da sentido y fundamento a nuestra libertad. Muchos, nos quedamos prisioneros de nuestra imagen. Terminamos viviendo para sostener la imagen y llegamos a sacrificar nuestra alma y nuestro Sí-mismo. Al final, termina siendo más importante el reconocimiento y el aplauso que vivir y caminar en la verdad, como lo enseña santa Teresa. Cuando el desierto es experimentado como ausencia de Dios es porque nuestro corazón ha convertido el desorden afectivo en la guía de nuestros pasos, decisiones y vínculos. La tierra es el símbolo de la conquista del Sí-mismo, de la realización de la meta definitiva de nuestro camino, que no es otra que, ser nosotros mismos. Cuando en lugar de preocuparnos por ser nosotros mismos, lo que implica sanar el corazón, nos dedicamos a ostentar riqueza, poder y prestigio, en lugar de llevar a Dios en el corazón, estamos rindiendo culto a falsos dioses, imágenes falsas de Dios, creadas a partir de nuestra vanidad, orgullo, prepotencia y soberbia.
El desierto también representa la lucha interior que, cada uno de nosotros libra con los opuestos que habitan en su alma e intentan apoderarse de ella buscando convertirse en su Dios, en su razón de ser. Un autor cristiano dice: “El Dios que sacó al pueblo de la esclavitud de Egipto; en el desierto, tiene la tarea de sacar a Egipto del corazón de su pueblo”. Salir de Egipto es una tarea que Dios puede hacer fácilmente. Pero, sacar a Egipto de nuestro corazón es una labor que se realiza a otro precio. Paulo Freire mostró como el esclavo, cuando tiene la posibilidad, actúa ante sus hermanos de esclavitud, como lo hacen los amos. En el desierto, la invitación principal es a convertir el corazón. Escribe Pablo Sánchez: “Hay momentos vitales y en la fe, en los que nos vemos envueltos en una noche que penetra en lo más profundo de nuestro corazón. Parece que todo se detiene, nuestras fuerzas fallan y el valle verde se convierte en un desierto duro. Deseamos parar, comenzamos a mirar atrás, pensando si desandar el camino ya andado. Nos sentimos solos, y no sabemos reconocer en el otro nada más que una compañía que muchas veces sentimos vacía. La desolación se convierte en un eco constante en nuestro interior y comienzan a surgir preguntas. Preguntas que nos alejan de la esperanza, del hermano y de Dios. Todo es noche. Todo es tragedia. Todo es cruz. O eso pensamos. Pero los planes de Dios son mucho mayores que nuestras percepciones y realidades. Él traspasa la oscuridad, o más bien la disipa, porque la luz, muchas veces escondida, siempre está detrás de la tormenta que ocupa y preocupa nuestro pobre corazón. Y en silencio, poco a poco, muchas veces sin darnos cuenta, comienza a darnos un poco de calor y a despejar las nubes negras que creíamos permanentes. Una luz que penetra, que nos mantiene vivos y nos recuerda que Él siempre desea estar con nosotros”. Y esto es lo que ocurre cada vez que el sol se levanta y nosotros cantamos: “Alegre la mañana que nos habla de ti. Alegre, la mañana”. Cuenta una antigua leyenda, que en la Edad Media un hombre muy virtuoso fue injustamente acusado de haber asesinado a una mujer. En realidad, el verdadero autor era una persona muy influyente del reino, y por eso, desde el primer momento se procuró un “chivo expiatorio”, para encubrir al culpable. El hombre fue llevado a juicio ya conociendo que tendría escasas o nulas esperanzas de escapar al terrible veredicto: ¡La horca! El juez, también comprado, cuidó, no obstante, de dar todo el aspecto de un juicio justo, por ello dijo al acusado: Conociendo tu fama de hombre justo y devoto del Señor, vamos a dejar en manos de Él tu destino: vamos a escribir en dos papeles separados las palabras ‘culpable’ e ‘inocente’. Tú escogerás y será la Mano de Dios la que decida tu destino". Por supuesto, el mal funcionario había preparado dos papeles con la misma leyenda: ‘CULPABLE’. Y la pobre víctima, aún sin conocer los detalles, se daba cuenta que el sistema propuesto era una trampa. No había escapatoria. El juez ordenó al hombre tomar uno de los papeles doblados. Este respiró profundamente, quedó en silencio unos cuantos segundos con los ojos cerrados, y cuando la sala comenzaba ya a impacientarse, abrió los ojos y con una extraña sonrisa, tomó uno de los papeles y llevándolo a su boca, lo engulló rápidamente. Sorprendidos e indignados, los presentes le reprocharon: Pero, ¿qué hizo...?, ¿y ahora...?, ¿cómo vamos a saber el veredicto...? Es muy sencillo, respondió el hombre, es cuestión de leer el papel que queda, y sabremos lo que decía el que me tragué. Con un gran coraje disimulado, tuvieron que liberar al acusado y jamás volvieron a molestarlo. El desierto en la espiritualidad cristiana es el espacio liminal desde el cual Dios se da a conocer. Por liminal entendemos aquella experiencia donde lo que ha sido está desapareciendo y lo que está por llegar, apenas comienza a dejarse ver. Lo liminal es un estado de transición. Dios descubre el corazón del ser humano. Aparece ente nuestros ojos el carácter ambiguo de nuestra existencia. Por un lado, queremos entregarnos a Dios, realizar su voluntad y autorrealizar nuestra existencia y, por otro lado, estamos con miedo, sentimos que, dejar atrás los viejos patrones de conducta despierta unos sentimientos difíciles de abandonar porque no sólo nos llenan de temor y de angustia, sino que nos hacen creer que, sin ellos estamos muertos, a la deriva. En el desierto descubrimos, vuelvo e insisto, a un Dios que siempre está presente en nuestra vida, nos acompaña, nos reconcilia y nos sana. El desierto nos prepara para la misión, revela las falsas motivaciones y purifica el corazón de aquellos sentimientos que, enquistados mantienen el alma atada al pasado. De cara a la misión, Dios descubre nuestras tentaciones, engaños, idealizaciones y falsas expectativas. El obrar humano concentrado en la ausencia, en el riesgo y en desear un lugar en medio del público es conectado con la experiencia de Dios que las convierte en Presencia, palabra que sana y acompaña y Cercanía amorosa que reconcilia. El desierto, como el lugar donde aterrizamos para revaluar el camino que llevamos andado en la vida nos sirve como paradigma para experimentar el amor de Dios en medio de la vulnerabilidad y debilidad. También como el lugar donde podemos comprender nuestra vida, los pasos dados, las decisiones tomadas y las renuncias hechas y a nombre de quien ha sucedido todo. En el desierto, podemos ver como muere el héroe despertado por el Ego y el nacimiento del ser humano guiado por el Espíritu Santo. Finalmente, el desierto es el espacio donde contemplamos la transformación del ser humano que, venciendo sus demonios, resistiendo sus tentaciones y abandonándose en las manos de Dios, se levanta como el sol que, cada mañana con su luz recorre el mundo llenándolo de alegría. Eterno Señor, y Creador de todas las cosas: seguiremos buscando fronteras, para superarlas con tu Palabra que tira muros, que ofrece puentes, que forja encuentros. Nuestra casa, el mundo, nuestro más, tu reino. Pidiéndolo todo nos llamas de nuevo. Prometes hacer de nosotros fuego. Así que arderemos, si Tú eres la lumbre de hogueras que pongan calor en el frío, fulgor en las brumas, de noche, sosiego. Tras tu huella iremos, dejando olvidados los malos amores, intereses grises y quereres ciegos. Por bandera, un todo, por causa los pobres, por fe, tu evangelio. Con los pies de barro y la vida en juego nos basta tu gracia para alzar el vuelo (José María R. Olaizola, sj) Francisco Javier Carmona
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