Jesús, antes de subir al cielo, le dice a los discípulos: “Me voy a la casa del Padre. Allí, hay muchas moradas. Prepararé una morada para ustedes. Así, donde Yo estoy también estarán ustedes que son mis amigos”. El Padre, según el evangelio de Juan, es Aquel que inspira las acciones de Jesús. Según esto, el Padre no es otro que el Amor. El amor tiene su morada en el corazón de cada ser humano y, la tarea del ser humano es habitar en su corazón, permanecer en contacto con éste, si desea que sea el amor, no otra fuerza, la que inspire, anime, guie y de forma a su vida. La bandera del Padre de Jesús, siguiendo el lenguaje ignaciano, no es otra que la Compasión y la Misericordia. Si queremos ser imagen y semejanza del Padre estamos invitados a tomar su bandera; de lo contrario, lo que decimos que es amor, termina siendo algo muy diferente: egoísmo, narcicismo, soberbia, etc. Cada día, gracias al trabajo que realizo de acompañamiento a través de las Constelaciones, la terapia, las reflexiones y los cursos descubro que, muchos de nosotros hemos habitado, durante años, en la morada de la humillación, la traición, la injusticia, el rechazo, el abandono o la desvalorización. Al convertir el sufrimiento en nuestra morada, sin ser nuestro deseo, nos hemos ido convirtiendo en seres que temen las relaciones, que desconfían de sus capacidades, que ven el mundo como una amenaza, que temen ser exitosos, etc. El dolor o el sufrimiento ha sido abrazado como amor de padre; entendiendo que este amor no viene de Dios sino del Ego, quien a través de las historias que nos cuenta, nos mantiene esclavos, distantes de nosotros mismos y, lógicamente, incapaces de ver y reconocer el Amor que sí, viene de Dios.
En una ocasión Bankei estaba trabajando en su jardín. Llegó un buscador, un hombre que buscaba un Maestro, y preguntó a Bankei: Jardinero, ¿dónde está el maestro? Bankei se rió y dijo: Espera. Atraviesa esa puerta, dentro encontrarás al Maestro. El hombre dio la vuelta y entró. Vio a Bankei sentado en un trono, era el mismo hombre que había visto fuera, el jardinero. El buscador preguntó: ¿Estás tomándome el pelo? Baja de ese trono. Lo que haces es sacrílego, ¿es que no tienes respeto por tu maestro? Bankei bajó, se sentó en el suelo y dijo: Bueno, ahora lo tienes difícil. No vas a encontrar a ningún maestro por aquí, porque yo soy el Maestro. Al hombre le resultaba difícil ver que un gran Maestro pudiera trabajar en el jardín, que pudiera ser ordinario. Se fue. No pudo creer que aquel hombre fuera el Maestro; perdió su oportunidad. El Ego, para mantenernos bajo su dominio, nos cuenta una historia desfigurada de nuestra vida. Así, vamos por la vida creyendo que estamos desfigurados, incompletos, que algo no está bien en nosotros. Una joven viene a constelaciones, quiere constelar la relación con su padre, de quien le habían dicho que, desde que se enteró que la mamá estaba en embarazo, se había ido y no había querido responder por ella porque era un sinvergüenza. A medida, que fue transcurriendo la constelación, veíamos que, el hombre nunca supo que iba a ser papá; por esa razón, nunca la había buscado, ni se había acercado. Curiosamente, la mamá de la joven estaba presente y, por iniciativa propia, contó: “yo quería ser mamá, no me interesaba la relación permanente con ningún hombre, así que, él me pareció un buen hombre, me aseguré de quedar embarazada y, después de la relación sexual, me perdí. Fui yo quien contó la historia porque tenía miedo que este hombre viniera, me la quitara o me robara su amor”. Ahora, la vida ponía a la joven frente al padre y su corazón estaba en un mar de confusiones. Pasamos años, incluso décadas, caminando por la vida con un malestar o vacío en el alma y en el corazón que, cuando nuestra consciencia despierta, descubrimos que nunca habían existido tal imperfección o vacío porque jamás habíamos dejado de estar completos, pese a las experiencias difíciles y dolorosas que nos había tocado vivir y enfrentar. El Ego nos ha contado su historia, ha distorsionado nuestra percepción y ha confundido el corazón para lograr que el alma, la vida, le pertenecieran. Escribe Alice Walker: “Somos un pueblo muy, muy antiguo que […] ha sido asustado, coaccionado, engañado y sobornado para que se aleje de la Fuente de su mayor fortaleza: el conocimiento exacto de lo que somos”. Carolyne Hobbs escribe: “La Acacia puede verse desde la ventana de mi habitación. Está en plena floración tardía. Es junio. Cada mes de abril, mientras el arce chino y el álamo temblón sacan brotes y florecen antes incluso que la nieve se derrita, la Acacia permanece inactiva. Esta primavera, un vecino que pasaba sugirió amablemente que cortásemos ese viejo árbol muerto. Pero yo confío en el ritmo de la Acacia. Y lo que es aún más importante, la Acacia confía en su propio ritmo, en su sabiduría interior, independiente de lo que hagan los otros árboles: sabe esperar hasta que la nieve pase, hasta que las noches sean cálidas, antes de empezar a florecer”. Cito esta contemplación porque, a menudo, escucho palabras que dicen: “¿hasta cuándo tendré que esperar para ver que solté el dolor o para ver que salí de la oscuridad?” Como las Acacías, nuestro corazón también tiene, en su interior, una fuerza o sabiduría interior que marca el ritmo del propio florecimiento sin necesidad de sujetarse al ritmo de otros. El corazón tiene su propio ritmo. Fuimos entrenados, curiosamente, para desconfiar de nuestra sabiduría interior, de nuestro propio ritmo de crecimiento y maduración; de ahí, la fuerza e intensidad que cobra, cada día, la ansiedad, en la vida de muchas personas. Las buenas intenciones de nuestros cuidadores fallan cuando nos enseñan a creer que las cosas que ocurren afuera, en la vida de los demás, son las correctas. Esas intenciones hacen que busquemos en los demás, antes que en nosotros mismos, la aprobación, la aceptación, la validación de lo que somos, de nuestro destino. Para llegar a habitar en el amor necesitamos dejar de creer que la verdad viene de afuera. También es importante aceptar que, para conectar con el corazón, con la divinidad, con el Espíritu, no es necesario alterar la consciencia y utilizar medios que, a la larga fomentan la disociación y la fragmentación psíquica. Carolyn Miss enseña que, la verdadera espiritualidad nace del contacto con la revelación de Dios antes que, de la intuición. Basarnos en la intuición para acceder al corazón puede prestarse para que sea, una vez más el Ego, quien tome la dirección de nuestra vida. En la revelación conocemos el amor como realmente es, no como lo imaginamos que es. En la morada del amor se encuentra la reconciliación, la compasión, la misericordia, el deseo de respetar el propio ritmo y vocación, el asentimiento a la vida y a los otros como son, la bondad, la confianza y la fortaleza, entre otras fuerzas. En la morada del amor podemos ser nosotros mismos; en ese lugar, no hay espacio para la hipocresía y, el afán de humillar y maltratar a los demás. Cuando habitamos en el amor, somos capaces de amarnos a nosotros mismos como somos porque ahí, está nuestra perfección. ¿A dónde nos está guiando el Espíritu? ¿Desde dónde y con quién nos interpela? Dejarnos interpelar, dejarnos desarticular, así pasar de la disconformidad a la creatividad, de los miedos y las rabias a nuevas esperanzas. Reconocernos interpelados para generar espacios de encuentro, lugares de discernimiento, hogares de Reino. Comprometernos con una justicia discernida. Comprometernos con esa justicia formulada desde nuestras comunidades. Desde este ser interpelados, ¿qué luchas estamos acompañando? ¿De quienes estamos aprendiendo? ¿Cuáles son las heridas que intentamos sanar? ¿A dónde nos está guiando el Espíritu para seguir siendo portadores de este Mensaje de Esperanza? (Marcos Alemán, SJ)Francisco Carmona
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