El evangelio de Juan nos cuenta: “El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro”. En otro pasaje, hablando de la resurrección de Lázaro, Juan, de nuevo, narra: “Dijo Jesús: Quitad la piedra. Marta, la hermana del que había muerto, le dijo: Señor, hiede ya, pues lleva cuatro días. Jesús le dijo: ¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios? Entonces quitaron la piedra de donde el muerto había sido puesto”. Por su parte, Mateo nos da la siguiente versión: “Al día siguiente, es decir, el sábado, los jefes de los sacerdotes y los fariseos fueron juntos a ver a Pilato, y le dijeron: Señor, recordamos que aquel mentiroso, cuando aún vivía, dijo que después de tres días iba a resucitar. Por eso, mande usted asegurar el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vengan sus discípulos y roben el cuerpo, y después digan a la gente que ha resucitado. En tal caso, la última mentira sería peor que la primera. Pilato les dijo: Ahí tienen ustedes soldados de guardia. Vayan y aseguren el sepulcro lo mejor que puedan. Fueron, pues, y aseguraron el sepulcro poniendo un sello sobre la piedra que lo tapaba; y dejaron allí los soldados de guardia”. El monje Kinji fue a visitar a un Hugen a lo alto de una colina para que lo admitiera como su alumno. Deseo aprender de ti, dijo el monje. Hugen miró fijamente a Kinji y lanzó una interrogación al aire: ¿Qué harías si un furioso toro te fuera a embestir en este mismo instante? Me subiría a un árbol, respondió el monje. Y si no hubiera árboles. Treparía una barda. Y si no hubiera bardas. Correría muy fuerte. Pero si estás atado. Hubo silencio. No lo sé, me doy por vencido, maestro. Fue su última respuesta y se marchó decepcionado. Al paso de los años Kinji volvió con Hugen gritando: ¡El toro ha muerto maestro, el toro ha muerto! Hugen lo admitió como su alumno.
Al parecer, la piedra pone una distancia entre la tumba y el mundo externo. La piedra a la entrada de la tumba representa el deseo de sepultar para siempre aquello que nos incomoda, que percibimos como un obstáculo para la vida. Para los que rechazan a Jesús es importante que la piedra no sea removida por ningún motivo. De esta manera, creen dejar atras todo lo vivido, lo escuchado, lo visto de Aquel hombre. Si la piedra no es removida, Jesús, su vida y su mensaje quedan sepultados para siempre. Muchas veces, el corazón quiere sepultar la verdad; bien sea, porque no la soporta o porque no está preparado para vivir orientado por ella. Jesús nos reveló que la verdad nos hace libres. También nos advirtió que, muchos prefieren la esclavitud, la oscuridad y sus obras, a la vida en plenitud. La resurrección nos muestra que, el amor y la verdad nunca pueden dejarse atrás, nunca quedan sepultados por nuestras acciones. La tumba es el signo de lo que nosotros queremos sepultar para siempre porque no lo soportamos, porque no nos interesa o, simplemente, porque nuestra arrogancia y soberbia no soporta el llamado a ser humildes para poder caminar en la verdad. La piedra que se pone a la entrada de la tumba representa los mecanismos de defensa que construimos para evitar que, aquello que un día enterramos vuelva a incomodarnos, a exigirnos integrarlo y, hacerlo parte de nuestro camino hacia el destino. Muchos, convierten los mecanismos de defensa en la verdadera razón de su vida y, todo el tiempo están vigilando que nada ni nadie los amenace o revele la vida inauténtica que llevan. Los mecanismos de defensa, nos dice la psicología, intentan liberar al Yo de la angustia que las demandas provenientes de las necesidades profundas del alma y los imperativos morales de la sociedad generan en ella. En el libro el “palacio del vacío de Thomas Merton” escrito por James Finley, se encuentra el siguiente párrafo: “La vida de Thomas Merton no fue una vida romántica con un hagiógrafo escondido tras cada árbol tomando nota cada vez que Merton se sonaba la nariz. Su vida solitaria fue pobre, como han de serlo todas las vidas solitarias. Se levantaba antes del amanecer con una mentalidad no del todo reconciliada con estar fuera de la cama. Comía, trabajaba, caminaba en el bosque y oraba. En el invierno pasaba frío y en el verano, calor. Y ese es el verdadero yo. Es un yo que no es nadie, que es común y pobre. Es ese yo ordinario es, el que es extraordinario porque, uno con el momento, uno con la realidad concreta de cada día, es el yo que Dios creó, el yo pobre que se hace rico en la indigencia de la cruz” En el momento más intenso de su dolor, Job exclama: “Por qué no morí al momento de nacer? ¿Por qué no morí cuando salí del vientre? ¿Por qué hubo rodillas que me recibieran y pechos que me amamantaran? Ahora, estaría yo descansando en paz; estaría durmiendo tranquilo entre reyes y consejeros de este mundo, que se construyeron monumentos que ahora yacen en ruinas; entre reyes que poseyeron mucho oro y que llenaron de plata sus mansiones. ¿Por qué no me desecharon como un abortivo, como a esos niños que jamás vieron la luz? ¡Allí cesa el afán de los malvados!¡Allí descansan los que no tienen fuerzas! También los cautivos disfrutan del reposo, pues ya no escuchan los gritos del capataz. Allí el pequeño se codea con el grande y el esclavo se libera de su amo” (Job 3, 11-19) Cuando la vida se hace insoportable porque la indigencia de nuestra condición no calla entonces, deseamos sepultar la vida y hacernos los indiferentes. No hay nada más difícil para el que se cree justo, para el que cree que está por encima de los demás que verse indigente, vulnerable. Sepultar a Jesús es desear quitar del medio todo aquello que nos recuerda el valor autentico de la vida. Nos aferramos de tal modo a la esclavitud que las voces de la libertad nos aturden y enceguecen hasta el punto que nos llenamos de ira y, elegimos la oscuridad antes que, la Luz. A veces, encuentro personas que calumnian, mienten, inventan realidades con tal de no conectar con la vida y asumir los retos que ellos nos plantea. Nada hay que infunda más temor en el Ego que, la indigencia propia de nuestra condición de seres humanos, que transitan por la vida animados y sustentados en el anhelo del amor y la compasión de Dios. La resurrección es la aceptación del llamado de Dios y de la vida a salir de nuestras tumbas, a remover las piedras que nos impiden un contacto honesto y abierto con la realidad que somos. La resurrección sólo se vive y experimenta en el silencio y la soledad de la propia oscuridad. Escribe Thomas Merton: “El don de la Pascua es un gran silencio, una inmensa tranquilidad y un limpio sabor en el alma. Es el sabor del cielo, pero no el cielo de alguna exaltación desaforada. La visión pascual no es turbulenta ni embriaga el espíritu, sino que consiste en un descubrimiento del orden sobre todo orden, un descubrimiento de Dios y de todas las cosas en Él. Es un vino que no emborracha, una alegría sin ningún veneno oculto en ella. Es vida sin muerte. Al saborearla un momento, nos sentimos capaces, brevemente, de ver y de vivir todas las cosas, según su propia verdad, y de poseerlas en su sustancia que se halla oculta en Dios, más allá de todo sentido. El deseo se aferra en vano al aspecto exterior y al accidente de las cosas, pero la caridad las posee en la sencilla profundidad de Dios” Dame la libertad y la esperanza frente al poder y el odio cada día. Tómame de las manos y endereza mis sendas hacia Ti cuando me pierdo. Quiero besar tu nombre, releerlo en la piedra, en el agua, en la mirada llena de golondrinas y luceros de los niños al sol, solos y frágiles. Lavo mi frente hoy de la tristeza, mis manos de recuerdos y delitos. Pongo mis pies en medio de tus sendas y extiendo el corazón ante tus ojos. Señor, antiguo amigo, novio ausente y cercano a la vez, bajo mis noches de atribulada luna, vengo a amarte a espaldas de los hombres y los árboles (Valentín Arteaga)Francisco Carmona
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