La puerta es el símbolo que representa el punto de acceso a una realidad diferente que, puede ser superior o inferior. Una vez que atravesamos la puerta, algo queda atrás y, algo aparece frente a nosotros. Al atravesar la puerta podemos pasar de la muerte a la vida, de la oscuridad a la luz, del engaño a la verdad, etc. La puerta es el símbolo de la transición. Una vez un monje visitó al maestro Gensha para saber dónde estaba la entrada al camino de la verdad. Gensha le preguntó: ¿Oyes el murmullo del arroyo? Sí, lo oigo – respondió el monje. Pues allí está la entrada – le dijo el maestro.
En la tradición cristiana, la puerta es el símbolo de aquello que, al atravesarla, nos permite conocer la revelación de Dios, la forma como Dios se comunica a la humanidad. En ese sentido, podemos decir que Jesús es la puerta que nos conduce a la vida auténtica, aquella que se llena de sentido al abrirse generosamente al amor y a la entrega. Jesús, especialmente en el evangelio de san Juan, se presenta como la Puerta. Sin una relación íntima con Jesús, es difícil conocer a Dios, como Padre de la humanidad, como autor y único señor de la vida. En el interior de cada uno habita la verdad sobre quienes somos. Nuestro corazón permanece lleno de ruido la mayor parte del tiempo. La vida trae consigo muchas contrariedades y adversidades, desesperados por resolverlas, caemos con facilidad en el afán y el inmediatismo. Entonces, nos volcamos hacia fuera convencidos de que, aquello que necesitamos proviene de otros, antes que, de nosotros. La inmensa mayoría de las personas deciden seguir el ruido del mundo, en lugar de conectar con su corazón. Jesús nos revela que, sus palabras pueden sanar nuestro corazón y conducirnos a nuestro interior que es el verdadero lugar donde habita la verdad que necesitamos acoger para transformar nuestra existencia. Dice Jakusho Kwong: “La verdad está siempre a nuestro alcance, en nuestro interior. Sólo tenemos que despertarla”. En el interior está nuestra verdadera identidad. La máscara oculta nuestra realidad interior y, cuando nos aferramos a ella con todas las fuerzas, terminamos convencidos que somos la imagen que la máscara refleja. En estas circunstancias, es cuando necesitamos escuchar la voz de Jesús que, como el pastor, el guía de nuestras almas, nos va conduciendo a las fuentes tranquilas de la sabiduría, de la contemplación y de la meditación propias de quien ha dispuesto el corazón para escucharse más a sí mismo que al mundo. Jesús se compara a sí mismo con alguien que cuida y protege a su rebaño. Esta imagen evoca un profundo sentido de amor, cuidado y dirección en nuestras vidas. Él no sólo conoce nuestro interior sino que nos consuela en nuestras dificultades y nos anima cuando todo amenaza ruina. Jesús nos invita a reconocerlo en medio del ruido del mundo y de las voces que nos prometen una felicidad que nunca llega porque obedece más al Ego que al amor. Jesús como guía de nuestras almas hacia el destino, nos advierte del peligro que representan las voces que, en lugar de ayudarnos a conectar con nosotros mismos, nos alejan, nos confunden y terminan desviando el alma de su verdadero propósito. Antes de aceptar cualquier invitación que comprometa nuestra alma, Jesús nos invita a discernir. No siempre lo que llega a nuestra mente y a nuestro corazón es verdadero. Recordemos que, en nuestro interior, también tienen voz los traumas, el Ego, los recuerdos dolorosos del pasado y, lógicamente, Dios. Muchos creen que, porque lo sienten, lo vieron, lo escucharon, en un momento de silencio y meditación, ya es verdad. San Ignacio nos recuerda que el mal también sabe vestirse de ángel de Luz. Jesús nos recuerda que, las cosas que vienen de Dios traen vida en abundancia, paz y regocijo en el alma. Si lo anterior no sucede, con toda seguridad, estamos siendo engañados por el mal. En el evangelio, san Juan nos cuenta que, los discípulos estaban en la casa, con la puerta cerrada porque tenían miedo a los judíos. En esos momentos, dice el Evangelio, Jesús entra en la casa y saluda diciendo: “La paz este con ustedes”. El resucitado tiene la capacidad de atravesar nuestras puertas y, por más aseguradas que estén, llegar a nuestro interior y regalarnos su paz. Los discípulos cuando experimentan que su corazón está lleno del Espíritu Santo, por la fuerza misma del amor de Dios que da vida entonces, por iniciativa propia abren las puertas y salen al mundo a predicar la resurrección. En estas condiciones, el miedo queda atrás y, lo que realmente importa es anunciar que el amor está vivo y tiene la capacidad de hacer que los muertos vuelvan a la vida. Mientras permanecemos encerrados en nosotros mismos, muchas cosas interesantes suceden allá afuera. El que vive encerrado en sí mismo está cuidando el dolor como si fuera su tesoro más preciado. Mientras más tiempo custodia el dolor, más desconectado de sí mismo y de la vida. En el encierro no solo nos vamos esclavizando sino que, muchas de nuestras partes sanas comienzan a debilitarse y, en ocasiones, incluso llegan a morir. La desconexión interior revela que, dejamos a un lado el amor, para abrazarnos a nosotros mismos porque nos dejamos de ver cómo somos realmente para poder sentirnos víctimas de los demás, de la vida y, en consecuencia, poder actuar llenos de odio, deseos de venganza, desde patrones destructivos de conducta. Cuando la espiritualidad nos invita a permanecer fuertes en la fe también quiere advertirnos del peligro que corre nuestra alma cuando pierde la esperanza y la conexión consigo misma. Atrincherarnos en el miedo, no nos hace fuertes, sino agresivos, violentos, descorteses, manipuladores, etc. Atrincherarnos puede hacernos sentir seguros y, también incapaces de amar en libertad y de acogernos como realmente somos, hijos amados por Dios. La resurrección nos invita a abrir las puertas de nuestro interior para que entre la vida como una corriente que logra purificar y reanimar todo lo que está muerto dentro de nosotros y nos impide sentirnos a gusto con nosotros mismos y con lo que nos rodea. Hoy me rindo a darte las gracias. Gracias por mostrarme que nuestro todo eres Tú. Tú sosteniéndonos en el sufrimiento y llamándonos constantemente a la reconciliación. Tú sencillo y cotidiano y no por ello menos entregado. Siempre Tú, hasta los rincones más oscuros de mi propio engaño. Gracias por entrar a avivar las brasas, aun cuando estoy a puerta cerrada (Fran Delgado sj)Francisco Carmona
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