Hace muchos años, conocí una mujer que, a pesar de su enfermedad, ceguera, pobreza y soledad era capaz de conservar la alegría, la serenidad y la calma. Quienes la conocían no sólo admiraban su carácter, también daban testimonio de la coherencia que había en esta sencilla mujer. Cada vez que recuerdo a esta mujer; de inmediato, recuerdo las palabras del Evangelio: “Allí, donde está tu tesoro también esta tu corazón”. Letizia Magri, comentando el texto de Lucas 12, 34, dice: “El corazón se refiere a lo más íntimo que tenemos, lo más escondido y vital; el tesoro es lo que tiene más valor, lo que nos da seguridad para el hoy y para el futuro. El corazón es también donde residen nuestras virtudes, es la raíz de nuestras opciones concretas, el lugar secreto en el que decidimos el sentido de la vida: ¿qué ponemos realmente en primer lugar?” A una estación de trenes llega una tarde, una señora muy elegante. En la ventanilla le informan que el tren está retrasado y que tardará aproximadamente una hora en llegar a la estación. Un poco fastidiada, la señora va al puesto de diarios y compra una revista, luego pasa al kiosco y compra un paquete de galletitas y una lata de gaseosa. Preparada para la forzosa espera, se sienta en uno de los largos bancos del andén. Mientras hojea la revista, un joven se sienta a su lado y comienza a leer un diario. Imprevistamente la señora ve, por el rabillo del ojo, cómo el muchacho, sin decir una palabra, estira la mano, agarra el paquete de galletitas, lo abre y después de sacar una comienza a comérsela despreocupadamente. La mujer está indignada. No está dispuesta a ser grosera, pero tampoco a hacer de cuenta que nada ha pasado; así que, con gesto ampuloso, toma el paquete y saca una galletita que exhibe frente al joven y se la come mirándolo fijamente. Por toda respuesta, el joven sonríe... y toma otra galletita. La señora gime un poco, toma una nueva galletita y, con ostensibles señales de fastidio, se la come sosteniendo otra vez la mirada en el muchacho. El diálogo de miradas y sonrisas continúa entre galleta y galleta. La señora cada vez más irritada, el muchacho cada vez más divertido. Finalmente, la señora se da cuenta de que en el paquete queda sólo la última galletita. No podrá ser tan caradura, piensa, y se queda como congelada mirando alternativamente al joven y a las galletitas. Con calma, el muchacho alarga la mano, toma la última galletita y, con mucha suavidad, la corta exactamente por la mitad. Con su sonrisa más amorosa le ofrece media a la señora. ¡Gracias!, dice la mujer tomando con rudeza la media galletita. De nada, contesta el joven sonriendo angelical mientras come su mitad. El tren llega. Furiosa, la señora se levanta con sus cosas y sube al tren. Al arrancar, desde el vagón ve al muchacho todavía sentado en el banco del andén y piensa: Insolente. Siente la boca reseca de ira. Abre la cartera para sacar la lata de gaseosa y se sorprende al encontrar, cerrado, su paquete de galletitas... ¡Intacto!
Desde hace un año, mi familia está sumida en un conflicto que, día a día, toma unas proporciones que llaman la atención. La necesidad de abandonar el mito de la familia perfecta, de los hermanos reunidos y unidos, del respeto de los unos por los otros, ha ido también desapareciendo con el paso de los días. Somos una familia compuesta por seres humanos frágiles, débiles y necesitados todos de la misericordia y compasión de Dios. Entender que, somos barro que, cuando se aparta del amor de Dios, aunque su nombre lo tengamos todo el día en los labios, termina endureciéndose y lo que podría servir para moldear una bella obra de alfarería termina convirtiéndose en la piedra con la que se rompen los lazos familiares. No hay familias perfectas, sólo hay familias compuestas por seres vulnerables, todos en igual medida y, con una enorme necesidad de experimentar la bondad, compasión y misericordia de Dios. En estos movimientos del alma familiar, no han faltado personas que, sin ningún escrúpulo han intentado intervenir, manipulando, rompiendo los órdenes de la ayuda y queriendo tomar lugares que nos les corresponden porque no hacen parte del sistema. Bien señalan el orden del equilibrio: “El que interviene inadecuadamente en un sistema familiar, está tomando algo que no le pertenece, rompe el equilibrio y, el sistema para recomponerse, tomará de la vida de quien inadecuadamente intervino” Si queremos avanzar armoniosamente por la vida tenemos que asumir la tarea de rescatarnos del fango. Melissa Cornejo escribe: Uno de los principales mitos que distorsionan nuestras creencias sobre las relaciones familiares, —y que más frustra y limita—, radica en que estos vínculos, por su naturaleza, deben surgir, mantenerse y arreglarse de manera natural, sin esfuerzo, porque está en nuestro ADN. Muchos creen que, podemos llevarnos bien con los hermanos así nomás porque su sangre corre por nuestras venas”. Esta forma de pensar crea mayores dificultades y sentimientos de culpa innecesarios. Somos familia, pero ninguno de nosotros es responsable de las decisiones que los demás hermanos toman con respecto a su vida. Creer que sí, es un signo evidente del entrampamiento de la mente en el mito familiar y del héroe. Constelaciones Familiares me han enseñado a mirarme y a mirar a mi sistema familiar compuesto por personas que tienen una historia, dolores sin resolver, sombras que aún no se integran y heridas muy profundas que se llevan en silencio y, que nada o muy poco tienen que ver conmigo, con nosotros. Pues, fracasos o éxitos en las relaciones de pareja, en el desarrollo profesional, en las relaciones al interior de sus propios sistemas parentales tienen que ver, por un lado, con el destino de cada uno y, por otro, con lo que cada uno ha decidido trabajar o ignorar con respecto a su vida, al sistema familiar, al destino o al mismo Dios. Nadie puede hacerse responsable, sin sufrir las consecuencias, por la libertad y autonomía con la que cada uno de los miembros del sistema familiar intenta responderle a la vida y a sus exigencias. Nuestros padres han hecho lo que han podido con los recursos que tenían a la mano y, lógicamente, desde su propia historia personal que, sirve de marco de referencia para decidir, vincular, amar y educar. Dice Melissa: “¿Y si nos tomáramos un momento para ver la relación desde otro lado? ¿Y si pensáramos en nuestros familiares como seres humanos con aciertos y errores, con fracasos y heridas que probablemente nunca compartirán con nosotros? ¿Y si pensamos en nuestros padres, —o cuidadores primarios—, como personas que hicieron lo mejor que pudieron hacer con lo que tenían y sabían en ese momento? ¿Cambiaría algo? Uno de los ejercicios que más me gusta hacer, y que más me ha servido a la hora de reparar este y cualquier otro tipo de vínculos, es imaginarme a la persona en cuestión como un niño, adolescente, o joven adulto que quizá en algún momento necesitó comprensión, afecto, —o todo eso que no fue capaz de darnos cuando lo precisamos—, y no lo recibió. Por nuestra cercanía con la persona, es muy probable que estemos seguros de que así fue en la mayoría de los casos. Y si esa persona no lo recibió, —ni supo cómo trabajarlo posteriormente— ¿cómo podríamos exigírselo?” La espiritualidad cristiana nos enseña: “Cristo es el centro de toda vida cristiana. El vínculo con Él ocupa el primer lugar entre todos los demás vínculos, familiares o sociales”. Si Cristo es nuestro tesoro, seguramente, junto a Él estará nuestro corazón. Si queremos reconstruir los vínculos rotos, sin entrar en paisajismos heroicos, necesitamos entrar en el corazón de Cristo que es compasivo y misericordioso. La compasión de Cristo se manifiesta en la certeza de que, en cada uno de nosotros, reside la fuerza que nos levanta y nos pone en camino. Esa fuerza se llama fortaleza. La misericordia invita a vivir sin juzgar, sin creernos mejores, sin pretender que el otro haga o viva como nosotros queremos o decimos. La misericordia renuncia al Ego. Donde hay Ego, la compasión y la misericordia no tienen espacio en el corazón. El mejor servicio que podemos prestar a la vida es la de un corazón que, como David, reconoce su fragilidad y no teme decir: “Tú sabes que, desde el vientre de mi madre, soy débil, sin experiencia, lleno de orgullo e inclinado al mal. Me enseñas tu sabiduría y, en lo secreto, me instruyes en tus caminos. Sé que, un corazón quebrantado y humillado, no lo desprecias; al contrario, lo reconcilias. Crea en mí un corazón puro, renuévame interiormente, condúceme hacia tus sendas y apártame de la maldad. Haz que mi corazón anhele tu amor antes que, tomar venganza por sufrimiento que, hermanos y demás personas, nos han causado. Señor, que cada día sepa ofrecerte mi corazón quebrantado y con deseos de amarte cada día más” ¿De qué iba aquel sueño? No me acuerdo. Me desperté sintiendo una tímida misión en este mundo. Eso es quizá nuestra vida presente: pocas certezas, tanto interrogante, falta de seguridad, precariedad en todo... La existencia cambiante que llevamos con el tesoro en vasijas de barro. Tú nos envías. Mejor dicho: Tú nos traes. La llamada precede a mi respuesta. Tú nos equipas con lo necesario: pizca de amor cargada de energía, misericordia que lo cambia todo, cada día una nueva oportunidad. Me haces saber que estoy aquí para algo. Sin forzarlo, das un rumbo a mi vida: una tímida misión a este mundo (Alberto Núñez, sj) Francisco Carmona
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