Cuando nos reconciliamos con nuestra realidad, accedemos a la verdadera tranquilidad. Muchos creen que, negar el dolor hace que este desaparezca. No es así; al contrario, terminamos anclados en él y sometidos al bucle incesante de repticiones que, de no cesar, se convierten en nuestro destino. La verdadera tranquilidad conduce siempre a la gratitud y a la satisfacción positivas. La satisfacción exorciza los miedos y temores que pueden estar aprisionando el alma y manteniéndonos sedientos del “agua que salta hasta la vida eterna”. La satisfacción, dice un refrán francés, es la riqueza más valiosa. El satisfecho anda en paz consigo mismo y con todo lo que le rodea. En cambio, el insatisfecho está lleno de agresividad y buscando conflicto. Un hombre estaba tendido en el borde de un camino. No estaba ni herido ni muerto, sino únicamente cubierto de polvo. Un ladrón lo vio y se dijo. Seguro que es un ladrón que se ha dormido. La policía vendrá a buscarlo. Es mejor que desaparezca antes de que llegue. Y se marchó. Un poco más tarde, un borracho le dio la vuelta tambaleándose: ¡Mira lo que pasa por no aguantar la bebida! balbuceó ¡Que vaya bien, amigo y la próxima vez, no bebas tanto! Llegó un sabio. Se acercó y se dijo: Este hombre está en éxtasis, meditaré a su lado.
La samaritana va, una y otra vez, al pozo a sacar agua, porque no encuentra la perla preciosa, el tesoro escondido, que la haga vender todo lo que tiene para poder hacerse a ese bien incalculable que es la satisfacción con la propia vida. Jesús nos enseña a dirigir la mirada hacia nuestro interior, porque ahí es, donde está el tesoro escondido de nuestra existencia. Aceptar la realidad, antes que esconderla, es lo que permite que podamos aceptar el agua que Jesús nos ofrece: el amor incondicional de Dios. Un amor que, en lugar de obstaculizar nuestro crecimiento, lo hace posible y lo exige. Quien dice estar con Dios y lleva una vida llena de amargura e insatisfacción está bajo el dominio de la escisión psíquica que es propia del trauma. En el evangelio de Mateo (6, 19-21) encontramos la siguiente recomendación: “No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones aminan y hurtan; sino haceos a tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan. Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón”. Hay tres tipos de tesoros diferentes que, si ponemos en ellos la atención, estaremos expuestos al sufrimiento de manera permanente. El primer tesoro es el vestido caro. Simbólicamente el vestido representa aquello que la persona quiere comunicar de sí misma. En otras palabras, el vestido es la imagen que intentamos proyectar a los demás. El afán por tener o conservar una buena imagen puede sepultar el verdadero y auténtico ser. Lo que somos puede quedar sepultado debajo de la máscara. El segundo tesoro son los arcones. En la Biblia el arca es el lugar donde están guardadas las tablas de la Ley. Pues bien, muchos se aferran de tal manera a sus creencias que, dejan a Dios a un lado. Muchos dan demasiada importancia a los aspectos externos de su fe y cuidan poco o nada su vida interior. Una fe sin vida interior termina siendo vacía. Lo esencial es invisible a los ojos, pero no al corazón. La verdadera identidad religiosa o espiritual se construye en la relación íntima con nosotros mismos y con Dios. Dice el profeta Isaías: “Este pueblo, me alaba con los labios, pero su corazón esta lejos, muy lejos, de Mí”. No son las palabras las que nos acercan a Dios, sino lo que guardamos y llevamos inscrito en el corazón. No es el Monte donde adoramos a Dios el que nos hace santos, sino el dejarnos guiar por el Espíritu de Dios, por su amor, lo que realmente nos transforma. El tercer tesoro son los talentos que, por miedo, temor o ira escondemos. También hacen parte de este tesoro, aquellos aspectos de nuestra personalidad que, por amor ciego, lealtad o implicación, decidimos ocultar para ser considerados dignos de pertenecer a un sistema familiar o para conservar una relación matrimonial o una amistad. Encontramos la verdadera tranquilidad cuando nuestro verdadero tesoro, nuestro vestido o nuestra arca está lleno de las cosas del cielo, es decir, de las cosas que, en nombre del amor logramos cultivar y cosechar. Lo que nace del amor, al amor pertenece y, nada ni nadie, nos lo puede arrebatar. Cuando estamos en contacto con la fuente de nuestra verdadera y autentica felicidad no hay polilla, ladrón o fecha de vencimiento, que nos arrebate lo que pertenece a nuestro corazón, a nuestro ser. La tranquilidad verdadera se refleja en la forma satisfactoria como llevamos la vida adelante. De las personas satisfechas brotan cosas agradables. Benjamín Franklin dice sobre los insatisfechos: “La persona insatisfecha no encuentra nunca una silla cómoda. Siempre tienen que ponerle un pero a todo. No pueden descansar en paz y confianza. Siempre están buscando quejarse de algo o afirmando que algo no está bien”. El problema con las personas insatisfechas es que, nunca se dan cuenta que son ellas, no los demás, las que están mal. Las personas satisfechas no aparentan, se muestran como son y el trato con ellas resulta agradable. Las personas insatisfechas, por el contrario, resultan pesadas y su compañía termina incomodando. Las personas insatisfechas tienen dificultades para conectar con ellas y con la vida. Las personas satisfechas saben que nada ni nadie es perfecto. Ellas saben que toda persona y experiencia tiene unos límites que le son propios y asienten estas limitaciones. Los satisfechos aprenden a disfrutar la vida y a compartir la alegría que tienen con los demás sin reparo. Las personas insatisfechas siempre están criticando, murmurando, descalificando, mintiendo sobre lo que sienten y desean. Estas personas siempre tienen que encontrar la falta. Las personas satisfechas se reconocen por la forma sencilla como llevan la vida, las relaciones, la diversión y el descanso. El insatisfecho nunca agradece y, cada vez que tiene la oportunidad, hace el reclamo en tono descalificador. Los insatisfechos siempre terminan mezclando las cosas y recriminando al que los confronta o les hace ver sus inconsistencias. La satisfacción ensancha el corazón y lo dispone al encuentro verdadero con el otro. Que los caminos se abran a tu encuentro, que el sol brille sobre tu rostro, que la lluvia caiga suave sobre tus campos, que el viento sople siempre a tu espalda. Que guardes en tu corazón con gratitud el recuerdo precioso de las cosas buenas de la vida. Que todo don de Dios crezca en ti y te ayude a llevar la alegría a los corazones de cuantos amas. Que tus ojos reflejen un brillo de amistad, gracioso y generoso como el sol, que sale entre las nubes y calienta el mar tranquilo. Que la fuerza de Dios te mantenga firme, que los ojos de Dios te miren, que los oídos de Dios te oigan, que la Palabra de Dios te hable, que la mano de Dios te proteja, y que, hasta que volvamos a encontrarnos, otro te tenga, y nos tenga a todos, en la palma de su mano (Rezandovoy)Francisco Carmona
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