Buda enseña que el dolor existe, que es inevitable, que se puede curar y, para lograrlo, es necesario emprender un camino espiritual auténtico. Cuando el dolor toca las puertas de nuestra alma, muchas cosas suceden, entre ellas, ocurre la escisión o disociación de la psique. De no ser así, el alma no podría seguir adelante, el dolor la consumiría totalmente. Sin estrategias de sobrevivencia, el alma terminaría dejándose arrastrar por el dolor hacia la muerte. Mientras permanecemos escindidos o disociados, también estamos en el vacío. La señal inequívoca, de que el alma anhela superar el dolor, la encontramos en el deseo de iniciar un camino espiritual. En el inconsciente, el alma sabe que, sin Dios no es posible hacer algo diferente. Para algunos, el Ego es la fuerza que, en la mitad de la vida nos permite llenar nuestra vida de logros, sentirnos valiosos y exitosos porque conquistamos cosas que, ante la sociedad nos hacen ver realizados, plenos y dignos de ser imitados. Para otros en cambio, el Ego es la parte inmadura del Yo, esa que se queda en el ataque, en el sentimiento de insuficiencia y, sobretodo, la que nos hace creer que, si no somos mejores que los demás, si no estamos por encima de ellos, nuestra vida carece de valor y de sentido. El Ego se nutre de nuestros sentimientos de inferioridad. Hace poco, vino a constelaciones una mujer angustiada, porque ella no ha logrado nada importante en la vida, como si lo ha hecho su hermano, quien es gerente de una importante empresa. Para esta mujer, según el Ego, su vida ha servido de poco, porque no ha llegado, según el mundo, lejos. Ella no se da cuenta de la alegría que irradia, cuando habla del ancianato donde generosamente sirve a Dios y a la vida.
Al oír hablar sobre Diógenes, Alejandro Magno quiso conocerlo. Así que un día en que el filósofo estaba acostado tomando el sol, Alejandro se paró ante él. Diógenes se percató también de la presencia de aquel joven espléndido. Levantó la mano como comprobando que, efectivamente, el sol ya no se proyectaba sobre su cuerpo. Apartó la mano que se encontraba entre su rostro y el del extraño y se quedó mirándolo. El joven se dio cuenta de que era su turno de hablar y pronunció: Mi nombre es Alejandro El Grande. Pronunció esto último poniendo cierto énfasis enaltecedor que parecía más bien aprendido. Yo soy Diógenes el perro. Hay quienes dicen que retó a Alejandro Magno con esta frase, pero es cierto también que en Corinto era conocido como Diógenes el perro. Alejandro Magno era conocido en la polis así como en toda la Magna Grecia. A Diógenes no parecía importarle quien era, o quizá no lo sabía. El emperador recuperó el turno: He oído de ti Diógenes, de quienes te llaman perro y de quienes te llaman sabio. Me place que sepas que me encuentro entre los últimos y, aunque no comprenda del todo tu actitud hacia la vida, tu rechazo del hombre virtuoso, del hombre político, tengo que confesar que tu discurso me fascina. Diógenes parecía no poner atención en lo que su interlocutor le comunicaba. Más bien comenzaba a mostrarse inquieto. Sus manos buscaban el sol que se colaba por el contorno de la figura de Alejandro Magno y cuando su mano entraba en contacto con el cálido fluir, se quedaba mirándola encantado. Quería demostrarte mi admiración, dijo el emperador. Y continuó: Pídeme lo que tú quieras. Puedo darte cualquier cosa que desees, incluso aquellas que los hombre más ricos de Atenas no se atreverían ni a soñar. Por supuesto. No seré yo quien te impida demostrar tu afecto hacia mí. Querría pedirte que te apartes del sol. Que sus rayos me toquen es, ahora mismo, mi más grande deseo. No tengo ninguna otra necesidad y también es cierto que solo tú puedes darme esa satisfacción. Mas tarde Alejandro comentó a sus generales: Si no fuera Alejandro, me hubiera gustado ser Diógenes. Mientras nos aferramos al Ego y tenemos miedo de soltarlo y atrevernos a vivir desde las fuentes más auténticas de nuestro ser, el alma se va perdiendo y la vida desgastando. Jesús nos invita a perder la vida para ganarla. ¿A qué vida se refiere Jesús? Sin lugar a dudas, si queremos avanzar en el camino espiritual, tenemos que desprendernos de la vida construida desde el Ego, desde la disociación y el afán de ser vistos, valorados y reconocidos por los demás. Vivir aferrados al dolor, como si fuera lo único que existe, no nos hace felices, ni tampoco exitosos; al contrario, nos convierte en seres rígidos, incapaces de amar y con una necesidad enorme de andar descalificando a los demás y, creyendo que somos los únicos capaces de hacer bien las cosas, de pensar y actuar correctamente. Dice Jesús: “El que quiera salvar su vida, la perderá. Pero el que la pierda por mi causa y por el Evangelio, la salvará” (Mc 8, 35) Existen personas que, fácilmente se dan cuenta del daño que los demás les hacen, pero tienen una enorme dificultad para comprender el daño que ellas hacen a los demás. Estas personas viven tan ensimismadas que no dan espacio al verdadero amor en su corazón. Cuando escuchan las palabras de Jesús: “El que quiera salvar su vida, la perderá” sienten mucho temor. No entienden que, Jesús las invita a vivir de un modo diferente, a transformar los patrones destructivos de conducta que las mantienen a la defensiva y, no les permiten amar en libertad y de corazón. Jesús también anuncia: El que pierda la vida, la del Ego, tendrá una vida según el Evangelio, conectada con la verdadera fuente de la alegría y la satisfacción. Úrsula Nuber, psicóloga, en el libro “la trampa del egoísmo” señala lo siguiente: “Dar vueltas sobre uno mismo, centrar la atención en el daño que hemos recibido sin atrevernos a mirar más allá, termina arrastrándonos hacia el narcisismo. Las razones de nuestra incapacidad de amar no hay que buscarlas en el pasado, en las experiencias de dolor y soledad, sino en el presente”. La actitud del Yo merezco, del quiero todo y lo quiero ya, según la autora, conduce a las personas a vivir de espaldas a la vida y a vivir encerrados en nosotros mismos. Los demás no están en este mundo para satisfacer nuestras necesidades y expectativas, ese es un trabajo que tenemos que realizar nosotros, cada uno, aprendiendo a conectar con las fuerzas de la vida que residen en nuestro corazón y vuelven plena la vida y al alma. A constelaciones vino un hombre agobiado por su adicción al alcohol. Desde la muerte de su padre, había comenzado a experimentar que no tenía, a su alrededor, una persona que le brindara apoyo y escucha, como lo hacía su fallecido padre. Empezó a encerrase en sí mismo, a silenciarse y a no comunicar lo que sentía, entre otras cosas, por no molestar a nadie. En el alcohol fue encontrando una forma de desahogarse. La necesidad de apoyo fue satisfecha en el alcohol. Si bien fue un mecanismo de sobrevivencia, llegó el momento en el que, habían más dificultades que tranquilidad. Dar vueltas en torno a nosotros mismos hace que, poco a poco, vayamos perdiendo el contacto con la vida. El alcohol nunca nos brindará lo que necesitamos. La necesidad queda insatisfecha y el deseo de consumir aumenta hasta que, decidimos salir de nosotros mismos y, buscar apoyo comunicándonos abiertamente, nunca será como el del padre, pero ayudará al alma a encontrar la verdadera paz. Cuando intentamos satisfacer nuestras necesidades de manera inadecuada, el alma empieza a sentirse culpable. Si la culpa nos atrapa, terminamos hundiéndonos en la insatisfacción, en la amargura y, en este caso particular, en la adicción. Dejarnos atrapar por la culpa hace que vivamos de espaldas a la vida. Escribe Hans Schmid: “No hay mayor culpa que la de no haber vivido frente a uno mismo. Hay muchas formas de justificarnos, a veces incluso, culpando a los demás. Sólo en la medida que enfrentamos la verdad, que tomamos en las manos la vida que nos fue confiada cuando nacimos, podemos volver a confiar responsablemente en nosotros mismos”. De esta forma, podemos abandonar la oscuridad y las estrategias de sobrevivencia que nos mantienen distanciados de nosotros mismos, perdiendo la vida y ahogando el alma en un dolor que, si bien existe, no es la meta de nuestra existencia. Cuando miro hacia el futuro, me atemorizo, pero ¿por qué sumergirse en el futuro? Para mí solamente el momento actual es de gran valor, ya que quizá el futuro nunca llegue a mi alma. El tiempo que ha pasado no está en mi poder. Cambiar, corregir o agregar, no pudo hacerlo ningún sabio ni profeta, así que debo confiar a Dios lo que pertenece al pasado. ¡Oh momento actual, tú me perteneces por completo! ¡Deseo aprovecharte cuanto pueda! Y, aunque soy débil y pequeña, confío en que me concederás la gracia de tu omnipotencia. Por eso, confiando en tu misericordia, camino por la vida como un niño pequeño y cada día te ofrezco mi corazón, inflamado de amor por tu mayor gloria (Santa Faustina Kowalska)Francisco Carmona
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