La mujer samaritana lleva un cántaro cuando se acerca al pozo para llenarlo de agua. El cántaro tiene varios significados. El cántaro podría ser el símbolo del útero; también puede representar la vida fecunda. El cántaro puede ser el símbolo del cuerpo y el agua del espíritu que lo pone en marcha, en movimiento. Un cántaro roto representa la muerte, el punto final de la existencia. También el cántaro puede representar el corazón que necesita estar lleno de gozo, de alegría, de sentido para poder latir con fuerza y no entregarse a las corrientes de la muerte y la destrucción. El cántaro utilizado como figura poética representa al anciano que no tiene oportunidad de disfrutar la vida. Finalmente, podemos decir que, el cántaro somos nosotros mismos necesitados de algo que llene nuestra existencia de significado y de sentido. El cántaro también puede representar el valor personal, aquello que nos distingue como seres individuales. En la Biblia, el cántaro tiene varias representaciones. Por ejemplo, en Genesis 24, 18 representa provisión y hospitalidad. En 1Reyes 17, representa la provisión de Dios en tiempos difíciles y de desesperación. En Jeremías 19, el cántaro roto representa el juicio de Dios sobre el pueblo. En Marcos 2, 22, el cántaro hace referencia a la necesidad de permitir que la Palabra de Dios anunciada por Jesús transforme la vida. En Marcos 14, 3 representa la abundancia del corazón y el anhelo de entrega a un amor verdadero. En Juan 2, los cántaros representan la vida transformada por la Palabra que Jesús pronuncia. Duque Taber escribe: “En las Escrituras, el cántaro a menudo representa provisión para sustentar la vida y hospitalidad generosa. Dios puede llenar milagrosamente los cántaros que se derraman en servicio y adoración a Él. Los cántaros, como artículos domésticos comunes, ilustran que Dios se preocupa por las necesidades prácticas cotidianas. La fragilidad y el rompimiento de los cántaros pueden simbolizar tanto nuestra vulnerabilidad humana como el duro juicio de Dios. Derramar cántaros representa la devoción a Cristo y el desbordamiento de la gracia de Dios y el Espíritu Santo”.
Había una vez… un viejo campesino que cada día andaba largos kilómetros para recoger agua de la fuente más cercana y transportarla a sus allegados. El hombre caminaba cada día portando en sus hombros dos vasijas, apoyadas sobre un palo. Las vasijas, al igual que él, no eran inmunes al paso de los años, y también habían ido envejeciendo y deteriorándose con el paso del tiempo. Una de las vasijas había resultado más castigada con los continuos viajes del hombre y hacía tiempo que se había agrietado, lo que hacía que perdiera cada vez más agua en los trayectos. Cierto día, la vasija agrietada le dijo al hombre: No sé si te has dado cuenta de que hace ya un tiempo que tengo grietas y que no sirvo para mucho… Mientras la otra vasija hace largos y largos kilómetros llevando toda la cantidad de agua que le echas yo, sin embargo, pierdo cada día más de la mitad del agua por el camino. Creo que lo mejor para ti sería que me abandonaras y me cambiaras por otra vasija que hiciera la labor que tú te mereces. El hombre se paró, dejó con delicadeza las vasijas en el suelo y le dijo a la vasija agrietada: ¿Tú te has podido fijar en lo que ha pasado desde que te empezaste a agrietar hasta la fecha de hoy? ¿Te has fijado en el camino que juntos hacemos cada día? La vasija se quedó pensativa por un momento y, resignada, contestó: No, yo solo sé que no sirvo para nada pues no soy capaz de hacer la única función que se supone tengo que hacer. De verdad, pienso que deberías cambiarme por otra. El hombre la miró fijamente y le dijo a la vasija: Escucha atentamente, vieja amiga. Cada día, desde que te empezaste a agrietar por el lado derecho de mi hombro, por todo el camino que juntos recorremos, planté unas semillas, que como podrás comprobar no solo me alegran el paseo cada día con los colores y olores que desprenden las plantas, sino que además han dado sus frutos y me permiten a mí y a otros recogerlos y llevar alimentos a nuestras familias. ¿Y gracias a qué? ¿Sabes a qué? Gracias al agua que tú misma has ido derramando por el camino. La canción “Deseo de la samaritana” dice lo siguiente: “Me pesa más la vida que este cántaro de barro cargado entre mis brazos con el agua rebosando, ojalá pudiera abrazar mi vida así para encontrar la paz, para ser feliz”. Escribe Carlos del Valle: “Todo el mundo sabe qué es la sed. Más de una vez la hemos tenido y no tenerla significa estar muerto. Esta necesidad que nos acomuna a todos, que nos iguala a todos, sirve para tocar otra realidad más honda y que nos puede golpear también a todos, la de una sed que no se apaga, la de la insatisfacción. La insatisfacción es una cosa un poco pegajosa. Como la toques ya no te la despegas de los dedos. La insatisfacción es escurridiza. A veces ni siquiera sabemos por qué estamos insatisfechos, pero el hecho es que lo estamos, como si tuviéramos un agujero dentro, un boquete en el alma por el que se nos escapa lo bueno, lo valioso, lo bello, que no nos deja estar contentos con nada, que nos obliga a aceptar cualquier propuesta de plan (atiborrando nuestras agendas hasta el agobio o la mentira), de conversación (contestando sin parar al móvil mientras paseamos con otra persona), de entorno (porque nos creemos imprescindibles en siete sitios a la vez), incluso de persona en quien confiar (porque, a pesar de todo, no nos entregamos a nadie por entero)… La insatisfacción también es ambigua. Hay quien, padeciéndola, la confunde con la ilusión de estar constantemente estimulado y productivo, siempre a tono, sacando el máximo de cada situación, exprimiendo todo a tope, mientras que en realidad se trata de una forma disimulada de ansiedad y de engaño del mercado. La insatisfacción no produce nada y lo quiere todo. Y mientras más y más aprisa cambiamos, acumulamos y tapamos, mientras “más” queremos, “más” insatisfechos estamos”. La mujer samaritana acude cada día al pozo con la esperanza de llenar su cántaro con el agua que calme su sed, su insatisfacción para siempre. Muchos buscan calmar la sed que tienen buscando fuera, en pozos que otros ofrecen. Hay quienes, a pesar de estar buscando dentro de sí, no logran encontrar aquello que, les haga sentir que la vida es plena. Jesús le revela a la Samaritana su gran insatisfacción, ha puesto la vida en cosas que, aun siendo valiosas, no logran satisfacer del todo su anhelo más profundo. Jesús, una y otra vez, nos dice: “Quien tenga sed que venga a mí y beba”. Jesús, su Palabra y su vida, son el agua que calma nuestra sed de vida eterna. Junto al pozo está Jesús esperando por nosotros para ofrecerse como el agua que nos quita, de una vez para siempre, la sed que nos mantiene insatisfechos. El amor verdadero es el único que logra calmar la insatisfacción del alma. El amor verdadero nos lleva al encuentro del otro, nos saca de nosotros mismos y nos pone en contacto con ese otro que, al igual que nosotros, también está en busca de agua para calmar su propia sed. El amor que nos lleva a cuidar de nosotros mismos, también nos revela que es insuficiente vivir preocupados solo de nuestra existencia. El amor para ser autentico y pleno necesita cuidar de otros. A diferencia del amor, el miedo nos hace descuidados. El miedo es una fuerza que se opone con fuerza al amor. Narciso se ahogó en el estanque que le ofrecía su propia imagen. Muchos también sentimos que nos vamos muriendo porque andamos detrás de falsos amores. El amor verdadero es el que nos da vida, el que nos salva, nos hace sentir que vivir y estar vivos vale la pena. Cuando Jesús se acerca a la mujer samaritana, lo hace desde un lugar en el que ella, no se siente invadida, amenazada. El diálogo comienza porque Jesús pide a la mujer que le de agua para calmar su sed. Es más fácil, si Jesús muestra su indigencia y pide a la mujer que tenga misericordia de su fatiga que, si la aborda de inmediato. Jesús no tiene un estilo intrusivo para contactar a las personas. Su presencia, en lugar de ser amenazante, produce confianza y deseo de cercanía. Jesús sabe cómo revertir la situación, la mujer termina pidiéndole agua. “Señor, dame de esa agua para que no tenga más sed y no tenga que venir hasta aquí a sacarla”. Al comienzo del encuentro, parece que Jesús dependiera de la mujer; sin embargo, la mujer se da cuenta que, es ella quien depende de Jesús. Jesús sabe cómo partir de lo simple para acercarse a nuestro corazón. Lo que comienza con una petición muy sencilla: Deme de beber. Termina relacionado con el sentido de la existencia. La conversación entre Jesús y la samaritana termina centrándose en el don que Dios ofrece a la humanidad para que encuentre la razón de ser de su existencia. Si bien el agua que la mujer saca del pozo es un don inestimable, Jesús le revela que hay algo más grande. Podríamos decir que, entrar en nuestra propia historia y, aprender a beber de ella, para darle sentido a la existencia es un don grande. Pero descubrir que nuestra vida está inexorablemente unida a Dios es un don mayor que, con toda seguridad trae más plenitud, que el sólo autoconocimiento. No desistas, Señor, sigue insistiendo en venir a nosotros, en hacerte vecino del dolor y de la lágrima. Ven más cada mañana, nunca dejes de acercarte. Sucede que la arcilla es así, que está rajada de añoranza y de amor y nuestro cántaro se nos queda sin sol, se cuela el agua hacia Ti. Sigue empeñado, a pesar de nosotros y la aurora, viniendo a nuestra sed. Llegará un día en que todo estará como Tú quieras (Valentin Arteaga)Francisco Carmona
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