Cuando Jesús pasa y llama a una persona a seguirlo también lo invita a morir a sí mismo. El que retiene la vida, el que se aferra a lo que siempre ha sido, termina desperdiciando la oportunidad de vivir de otra manera, de vivir auténticamente. Muchos prefieren la seguridad de lo que les resulta conocido, antes que atreverse a desnudarse, a despojarse de aquello que, aunque siendo valioso, no deja fluir y, mucho menos, ser. Javier Melloni escribe: “En los Evangelios se dice que quien quiera seguir a Jesús debe morir a sí mismo. Jesús también tuvo que morir; si no, no hubiera habido resurrección. Nosotros también tenemos que morir con Él para desprendernos de nuestra autorreferencia. Si deseamos participar de la plenitud de Jesús, debemos de pasar por la muerte. Pero esa muerte no es nuestra disolución sino nuestra liberación. Una vez más recurrimos a la imagen de la gota de agua: cuando se funde en el mar pierde su contorno, pero no pierde su acuidad. Nosotros pensamos que somos el contorno y nos identificamos con él, pero en verdad somos el agua que está dentro de ese contorno y lo que hay que soltar es esa membrana, que no es lo que somos sino lo que limita lo que somos. Quien lo entienda, que camine confiadamente en la clave de la no-dualidad; a quien no le resuene, que no se agobie, porque ya se le dará a entender”.
Muchos albergamos y cultivamos en el corazón la consciencia de estar separados de Dios. Esto es lo que Melloni llama dualidad. Para muchos, el pecado ha puesto una muralla entre nosotros y Dios; por eso, predican un Dios distante, que nos mira con recelo y, que para ser admitidos en su presencia, tenemos que ser perfectos. De ahí, el afán que muchos tienen de ocultar su vulnerabilidad y mostrarse buenos y justos ante Dios, aunque ante los demás pongan todo tipo de obstáculos para relacionarse con ellos. Superamos la distancia entre Dios y nosotros a través del sacrificio, del culto y, como en tiempos de Jesús a través de conductas farisaicas. Jesús sintió que estaba unido a Dios; así vivió. Sanó a muchos y predico el perdón de los pecados, se sentó a la mesa con los pecadores y lavó los pies a sus discípulos. Aun así, tuvo que morir. En la Cruz, por un momento, sintió que Dios lo había dejado solo, que lo había abandonado y, al final, decidió abandonarse y entregar todo lo que había considerado valioso para sí en las manos del Padre. En la más profunda oscuridad, el amor del Padre se reveló y nos dejó ver que, el Padre y Jesús siempre habían sido UNO. Podían amenazar la existencia humana de Jesús, pero nunca destruir la divinidad, el núcleo interior, el ser divino que había en Él y, con el que había mantenido un contacto íntimo y permanente. Lo débil y frágil, lo vulnerable y corruptible, necesita desaparecer para dar paso a lo eterno. De ahí que, si la semilla no muere, el árbol no conoce la vida. En la espiritualidad cristiana, han sido los místicos: San Juan de la Cruz, Teresa de Ávila, Maestro Eckhart, entre otros, los que nos han revelado que, entre nosotros y Dios hay unión, nunca separación. Dios no es ajeno a nuestra humanidad, tampoco a nuestra vulnerabilidad y sufrimiento. El ateísmo hunde sus raíces en la imagen de un Dios lejano, omnipotente, responsable del rumbo que tiene la historia y del hombre como un ser inocente y víctima de la voluntad caprichosa de un dios que, se parece más a un adolescente que al Dios que anunció Jesús. Dice Javier Melloni: “La novedad del tiempo presente es que lo que hasta ahora había sido el punto de llegada, hoy está llamado a ser punto de partida. Los textos de Teresa de Jesús, de Juan de la Cruz, del Maestro Eckhart, que solo leía una minoría, hoy son necesarios para que pueda caminar la mayoría. Ahora bien, tampoco se pueden banalizar. Sin la muerte del yo no hay experiencia mística. Para adentrarse en ese bien mayor hay que dar un salto de confianza y atravesar esa muerte, que tampoco le fue ahorrada a Jesús. ¿Es solo para los místicos esa experiencia o es tiempo de que la hagamos todos? Lo que era antes punto de llegada, es ahora punto de partida, solo así podremos ser plenamente cristianos y nosotros mismos” Si deseamos saber cuál es el verdadero Dios, tenemos obligatoriamente, que aceptar el testimonio de Jesús. Es el único que lo conoce realmente, lo demás son acercamientos, interpretaciones y, en algunos casos, solo prejuicios. ¿Qué nos dijo Jesús de Dios? Que perdona y acoge, que nos invita y anima a vivir en la esperanza, que cuida la vida en todas sus manifestaciones, que siempre nos levanta del polvo y nos mira sin poner en entredicho nuestro valor, nuestra capacidad, nuestro deseo de ser felices, que le importa más la vida de una persona que el cumplimiento de mandatos y leyes, que nunca nos deja solos y a merced del dolor o la crueldad con la que nos pueda tratar el destino, que es nuestra luz. Para aceptar al Dios de Jesús es necesario renunciar al Dios que nuestro Ego construyó. Nos dice Anselm Grün: “Buscar a Dios es, indagar una y otra vez, desde diferentes ángulos, las imágenes de Dios que nos hemos formado. Y buscar a Dios detrás de todas las imágenes y todos los conceptos que podamos hacernos de él”. A Dios no se le busca afuera sino dentro de nosotros mismos, sí su imagen no está clara en nuestro corazón, cuando lo veamos afuera, no sabremos reconocerlo. Los discípulos saben que, Aquel que parte el pan con ellos en Emaús es Jesús porque habían vivido y experimentado este gesto antes, conocían que ese era el testamento que Jesús había dejado a sus discípulos: “Cada vez que se reúnan, hagan esto, en memoria mía”. El que no lleva a Dios en su corazón, difícilmente, sabrá reconocerlo en la vida y en sus hermanos. Al morir mi amigo, algo de mí, que ya era él se fue. Algo de mí, resucitó en él. Algo de él , que todavía es yo se quedó. Algo de él, espera en mí resurrección. El tiempo al andar, parece devorar todo el amor. Pero cuanto más aleja , en el pasado, mi recuerdo, más me acerca al encuentro sin distancia del futuro. Aunque en mí cada día tiene su poda, su espera y su cosecha, para él ya toda la historia se cumplió, yo llegué con él, y allí estoy. Gracias, Señor (Benjamín G. Buelta, sj)Francisco Carmona
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