El Evangelio de Lucas (18-9-14) nos regala el siguiente texto: “En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola sobre algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás. Dos hombres subieron al templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos y adúlteros; tampoco soy como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todas mis ganancias. El publicano, en cambio, se quedó lejos y no se atrevía a levantar los ojos al cielo. Lo único que hacía era golpearse el pecho, diciendo: Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador. Pues bien, yo les aseguro que éste bajó a su casa justificado y aquél no; porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido''. El Papa Francisco, comentando el texto anterior, dice: “Veamos si en nosotros, como en el fariseo, existe la presunción interior de ser justos (v. 9) que nos lleva a despreciar a los demás. Ocurre, por ejemplo, cuando buscamos cumplidos y enumeramos siempre nuestros méritos y buenas obras, cuando nos preocupamos por aparentar en lugar de ser, cuando nos dejamos atrapar por el narcisismo y el exhibicionismo. Donde hay demasiado yo, hay poco Dios. En mi tierra, esta gente se llama yo, mí, me, conmigo. Y una vez se hablaba de un sacerdote que era así, centrado en sí mismo, y la gente solía bromear: Ese, cuando inciensa, lo hace al revés, se inciensa a sí mismo. Y así, también te hace caer en el ridículo”.
Una paloma cambiaba continuamente de nido. El hedor penetrante que los nidos despedían al cabo de un tiempo le resultaba insoportable. Se quejaba de esto a una paloma sabia, vieja y de mucha experiencia. La paloma vieja movió la cabeza varias veces y dijo: Con el continuo cambio de nidos, no resuelves el problema. El hedor que te molesta no viene de los nidos, sino de ti misma. Muchos creen que son espirituales porque, al compararse con los demás, sienten que llevan un mejor vida. Se equivocan. El hombre espiritual se ocupa más de las cosas que dan sentido a su vida que, de compararse y creerse mejor. Cuando este tipo de conductas se presentan, en lugar de espiritualidad, estamos alimentando el ego y el narcisismo espiritual. Crecer espiritualmente significa ponerse en camino; es decir, disponerse a conocerse profundamente y a dejarse transformar por la fuerza del amor que enciende en cada uno el deseo de amar. El camino es el que nos lleva al destino. La espiritualidad más que un saber es una experiencia. Sólo que ha experimentado el amor y su fuerza puede hablar con honestidad de él. Con respecto a lo anterior, Anselm Grun escribe: “No por nada numerosos autores espirituales han descrito el camino espiritual como una ruta de peregrinación. Quien desea permanecer vivo espiritualmente debe emprender la peregrinación hacia Dios. No tiene a Dios como posesión. Va al encuentro de Dios. Viajando se hace entendido; andando, llega a ser una persona experimentada. Y al caminar, cambia para que Dios tome cada vez más posesión de él. Por eso, para muchos la peregrinación es, ante todo, un camino espiritual. En su camino, los peregrinos quieren abrirse a Dios. Quieren desprenderse de todo cuanto les separa de Dios. Y en la meta de su peregrinaje quieren experimentar, de manera especial, la cercanía sanadora de Dios”. Ante Dios, se inclina verdaderamente quien lo hace desde el reconocimiento de su fragilidad e impotencia. De lo contrario, nos estamos inclinando ante nuestro Ego. Esconder el dolor que llevamos por dentro, solo tiene una finalidad: hacerle creer a los demás que llevamos una vida perfecta. Hace poco, en un taller de constelaciones, tuvimos a los padres de un joven que se había desanimado con su carrera profesional. El joven está en sexto semestre de medicina y, a pesar de amar la carrera, siente que no va a ser capaz de terminarla y ser buen profesional. Cuando le pregunto a los padres: ¿ustedes han tenido dificultades académicas? Respondieron de inmediato: ¡Nunca! Conté que, en la universidad había perdido una materia. En ese momento, el papa contestó, sonriéndose, yo casi no entrego la tesis. En ese momento, el joven y la medicina se abrazaron. Creer que llevamos una vida perfecta, sin tropiezos y sin miedos, sólo sirve para paralizarnos a nosotros mismos o a quienes nos tienen como referentes. Recuerdo, una vez más, las bellas palabras de Thomas Merton: “Decir, que estoy hecho a imagen de Dios es decir que el amor es la razón de mi existencia; pues Dios es amor. El Amor es mi verdadera identidad. La abnegación es mi verdadero Yo. El Amor es mi verdadero carácter. Amor es mi nombre…” Sólo el amor convierte en milagro el barro que somos. Nadie está frente al amor si está presumiendo de sus posesiones, de su riqueza y de llevar una vida mejor que la de los demás. El que descubre la imagen de Dios en él y la realiza también crece en el amor. Cuando escuchamos el llamado de la vida, a ir hacia el lugar sagrado que hay en nuestro interior, donde la divinidad habita, estamos aceptando también que la ley que rige nuestra vida no es el sedentarismo, el anquilosamiento, sino el crecimiento. En la medida que, miramos hacia la vida y hacia donde ella nos quiere llevar, aumenta nuestra capacidad de acoger a Dios y, al responder al llamado de la vida y, hacerlo generosamente, revelamos que nos interesa más Dios que nuestro propio Ego. Cada vez que avanzamos hacia el santuario de nuestro interior aprendemos que, la vida cada vez más nos pertenece porque cada vez estamos menos apegados a ella y, a lo que desdibuja su grandeza. No te encuentro si te busco a las apuradas tratando de abarcar todo con la mirada. No te encuentro si te pongo tiempos, límites absurdos que me separan de ti. Está claro que tu tiempo es otro, el de lo lento, el del sentir. No se gusta de un paso al otro, extraña conjetura en la que nos metimos los seres hace tantos siglos. Te encuentro cuando respiro más despacio y me dejo acariciar por el suelo que me has dado. Te encuentro en la luz que atraviesa las hojas temprano en la mañana donde la vida se despierta al sonar de las campanas. Te encuentro cuando dejo de querer poseerlo todo, de querer tomar memoria de todo, cuando dejo de pensar que te puedo guardar en una caja de vidrio y metal. Te encuentro cuando me dejo sentir sin espacio, sin tiempo, sin querer personal. Te encuentro cuando soy, de vuelta yo, la misma. Y todo el tiempo te encuentro diferente. Me doy la vuelta y el árbol que eras ya está echando flores y raíces fuertes. La luz que dabas a aquellas pequeñas hojas ya está apuntando a otra dirección. Y, es ahí, cuando me doy cuenta de que eres novedad todo el tiempo. Y, es ahí, cuando me doy cuenta de que jamás te podré poseer porque tú ya me tienes (Sarah Elizabeth Müller)Francisco Carmona
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