Nicodemo se presenta en la casa donde esta Jesús y, después de una larga conversación, pregunta: “¿Cómo puede un hombre nacer siendo ya viejo? ¿Acaso puede entrar por segunda vez en el vientre de su madre y nacer? Jesús respondió: En verdad, en verdad te digo que, el que no nace de agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios”. Nacer del Espíritu está relacionado con el despertar de la consciencia. Sólo nace del Espíritu quien reconoce el verdadero fundamento de su identidad. Desde niño, un hombre había tomado la decisión de que nunca se contentaría con nada que no fuera lo mejor. Esta decisión le había ayudado a alcanzar el éxito y la riqueza, y ahora tenía medios para procurarse verdaderamente lo mejor. Pues bien, resulta que se vio aquejado de un fuerte ataque de amigdalitis, que en realidad podría haber sido perfectamente tratado por cualquier cirujano mínimamente cualificado. Pero, convencido como estaba de su propia importancia y acuciado por su obsesión de procurarse lo mejor que la ciencia médica pudiera ofrecerle, comenzó a ir de ciudad en ciudad y de país en país, en busca del mejor cirujano del mundo. Cada vez que le hablaban de un cirujano especialmente competente, le asaltaba el temor de que posiblemente hubiera alguien aún mejor. Un día, sin embargo, su infección de garganta se agravó de tal manera que se hizo urgentemente necesaria una intervención, porque su vida corría peligro. Pero el hombre se encontraba en estado al borde de un coma en una remota aldea donde la única persona que había empleado un cuchillo con una criatura viva era el carnicero del lugar. De hecho, era un carnicero muy competente, y puso manos a la obra con entusiasmo; pero, cuando tropezó con las amígdalas de aquel hombre, no supo en absoluto qué era lo que tenía que hacer con ellas. Y mientras lo consultaba con otras personas que sabían tan poco como él, el pobre paciente, para quien solo lo mejor era bueno, murió desangrado.
Mientras vamos por la vida presumiendo de tener lo mejor en nuestra vida estamos dormidos. Quien vive de ilusiones y proyecciones, duerme; en cambio, el que es consciente de sí mismo y de lo que le rodea, mantiene despierto. Quien no es consciente de sus sombra y de sus proyecciones, termina creando un mundo de fantasías que lo mantienen prisionero del miedo y de afanes sin sentido. En cambio, quien trabaja sobre sí mismo, acepta su historia como sucedió y, decide acoger el amor como la fuerza que puede guiarlo hacia la plenitud, mantiene despierto. Nicodemo es experto, un verdadero sabio, en la Ley judía. Pero ignora todo lo referente al amor y la misericordia, sabe reconocer donde actúa Dios y cómo se manifiesta, pero tiene un corazón temeroso cuando se trata de renunciar a su mundo, a su prestigio, para ir detrás de Jesús y compartir su destino con Él. En la psicología profunda, el Yo representa la consciencia del individuo. Gracias a la consciencia podemos reconocernos como individuos; es decir, seres que tienen características propias que los separan o diferencian de los demás. La consciencia nos concede ver nuestra identidad y personalidad consciente. La identidad, conformada por las experiencias personales, revela cómo nos vemos a nosotros mismos y cómo deseamos ser vistos por los otros. Al respecto, escribe Thomas Merton: “La dimensión más profunda de mi identidad como persona humana es la de ser partícipe de la propia vida de Dios tanto ahora como en la eternidad en una relación de intimidad para la que no caben palabras”. Una experiencia auténtica de encuentro con nosotros mismos nos conduce a Dios y una experiencia auténtica de relación con Dios, nos conduce a nosotros mismos. Hay situaciones que, cuando tenemos que enfrentarlas, necesariamente, nos llevan al lugar de víctimas. En esos momentos, sentimos que perdimos la capacidad de resolver las situaciones, de enfrentar lo que está desordenado y de ver con claridad lo que nos pertenece y lo que hace parte del mundo de afuera o de la vida misma. En esas circunstancias, es fácil perder la autonomía y sentir que no estamos siendo nosotros mismos y que el rumbo de la vida parece perderse. Nuestro sentido de identidad puede empezar a debilitarse y quedar a merced de los lobos que lo asedian y quieren destruirnos definitivamente. Hay cosas que son inevitables, nada hay qué hacer cuando se presentan, pero mantener la conexión con nosotros mismos es una tarea constante. Muchos, en los momentos de mayor vulnerabilidad, tienen la gran tentación de distanciarse de la responsabilidad propia con la vida y dejan que sean los demás los que actúen por ellos porque prefieren sentirse inocentes. En esas condiciones, muchos dejan ver que el trabajo interior que han realizado es muy frágil, que la consciencia sobre sí mismos aún tiene mucho trabajo que realizar para aclararse y, de manera muy especial, que la relación con Dios aún no ha alcanzado un mínimo de madurez para poder vivir en intimidad una relación adulta no sólo con Él sino también con todos los que nos rodean. La mente, como aquella que alberga pensamientos y los repite sin cesar, es la mayor fuente de sufrimiento. La fe necesita madurar para fluir con confianza por la vida y, sobretodo, conectados con nosotros mismos y con la fuente de nuestro poder interior. Las personas desconectadas de sí mismas recurren a la fuerza como recurso para retener, sacar adelante o impulsar algún proyecto. Hay una verdad que, difícilmente, puede negarse: “Las heridas del corazón son más profundas y difíciles de curar que las del cuerpo. Así es. Y lo que es más importante…no se puede vivir del rencor, pues solo el amor libera y construye”. El que invierte las energías de su vida en el miedo, en el rencor, en el afán de estar por encima de los demás puede verse un día crucificando al amor, así como los fariseos que mataron al hijo de Dios y se sintieron orgullosos de hacerlo, porque habían liberado a Dios de un hereje. Donde hay miedo, la relación con Dios es como la de un niño que busca refugio y un lugar seguro donde estar. Los niños nunca se responsabilizan de su vida, tienen a sus padres que responden por ellos. Los que se niegan a crecer, a tomar la vida en sus manos, prefieren acusar a los demás, convertir en victimarios a los que tienen cerca, porque de ese modo, sienten que, viven libremente. Nada más equivocado. El que, en lugar de hacerse adulto, prefiere seguir siendo niño, pierde la fuerza y, también la oportunidad de arder en el amor, como el leño que está siendo consumido por el fuego. Thomas Merton, en tiempos de celebración, escribe: “Ser un santo significa pasar por el mundo recogiendo frutos para el cielo en todos los árboles y cosechando la gloria de Dios en todos los campos. El santo es el que está contacto con Dios de todos los modos posibles, en todas las direcciones posibles. Está unido a Dios en las profundidades de su propio ser. Ve y toca a Dios en todo y en todos los que le rodean. A donde quiera que va, el mundo vibra y resuena (aunque en silencio) con las profundas armonías puras de la gloria de Dios". ¿Me dejáis solo? ¿Con la verdad?¿Por qué no me ayudáis a examinar la piedra fascinante que me ha atraído siempre a la frontera? Los caminos trillados son caminos de todos. Nosotros, por lo menos, debemos arriesgar estas veredas donde brota la flor del Tiempo Nuevo, donde las aves dicen la Palabra con el vigor antiguo, por donde otros arriesgados buscan la humana libertad...Si el corazón es limpio no ha de atraparnos nunca la noche intransitable. El viento y las estrellas nos dictarán los pasos ¿Por qué me dejáis solo, con o sin la verdad? (Pedro Casaldáliga)Francisco Carmona
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