Con frecuencia, vienen a consulta personas habitadas por la sensación de haber desaprovechado la infancia, la juventud, la vida. En una sociedad tiranizada por la felicidad, éstos sentimientos, abundan cada vez más. Algunas de esas personas dicen: “¡No tuve una infancia, desde muy pequeño tuve que trabajar!” Otros dicen: “¡No tuve juventud, me casé siendo muy joven, tuve hijos muy joven, la vida se pasó! Es curioso, la sensación de haber desaprovechado la vida, la mayoría de las veces, no proviene de la propia voz interior, sino de las presiones externas. Al parecer, en la cultura se ha establecido que, un menor no debe ayudar en las tareas de la casa, que la vida de un joven transcurre en la diversión y, la de un joven adulto en el coqueteo y la evasión del compromiso. En alguna ocasión, un hombre, de treinta y cinco años, comentó que su madre le decía: “¡Usted, no se eche obligaciones encima, disfrute la vida que, para eso está joven!” El Divino se sentía solo y quería hallarse acompañado. Entonces decidió crear unos seres que pudieran hacerle compañía. Pero cierto día, estos seres encontraron la llave de la felicidad, siguieron el camino hacia el Divino y se reabsorbieron a Él. Dios se quedó triste, nuevamente solo. Reflexionó. Pensó que había llegado el momento de crear al ser humano, pero temió que éste pudiera descubrir la llave de la felicidad, encontrar el camino hacia Él y volver a quedarse solo. Siguió reflexionando y se preguntó dónde podría ocultar la llave de la felicidad para que el hombre no diese con ella. Tenía, desde luego, que esconderla en un lugar recóndito donde el hombre no pudiese hallarla. Primero pensó en ocultarla en el fondo del mar; luego, en una caverna de los Himalayas; después, en un remotísimo confín del espacio sideral. Pero no se sintió satisfecho con estos lugares. Pasó toda la noche en vela, preguntándose cuál sería el lugar seguro para ocultar la llave de la felicidad. Pensó que el hombre terminaría descendiendo a lo más abismal de los océanos y que allí la llave no estaría segura. Tampoco lo estaría en una gruta de los Himalayas, porque antes o después hallaría esas tierras. Ni siquiera estaría bien oculta en los vastos espacios siderales, porque un día el hombre exploraría todo el universo ¿Dónde ocultarla?, continuaba preguntándose al amanecer. Y cuando el sol comenzaba a disipar la bruma matutina, al Divino se le ocurrió de súbito el único lugar en el que el hombre no buscaría la llave de la felicidad: dentro del hombre mismo. Creó al ser humano y en su interior colocó la llave de la felicidad.
Muchas personas sienten, en su interior, que si no realizan ciertas experiencias han desperdiciado la vida. Cuando esto sucede, es el momento oportuno de preguntarse: ¿lo siento en el interior como una necesidad? ¿La vida sería más plena o, simplemente, estaría a la altura de las expectativas que los demás tienen sobre la vida feliz? A Constelaciones vienen personas que desean experimentar lo que un amigo o familiar vivió, pero no tienen ningún interés en hacer un trabajo personal o de reconciliación con su historia. A estas personas, les parece chévere contar que, también ellos estuvieron en el mismo lugar donde fueron sus familiares o amigos. Estas personas se reconocen fácilmente porque todo el tiempo se resisten a lo que ven, a su realidad interna. Vivir con la sensación de hacer y experimentar lo que los demás dicen que viven, puede resultar algo bastante complejo para la psique y el alma. El afán de aprovechar todo lo que el mundo exterior hace que, terminemos desaprovechando la propia vida. Hay una sola cosa realmente importante: ser nosotros mismos. Pasar por la vida sin saber quiénes somos, qué podemos aportar a la felicidad propia y de los que acompañan nuestra existencia es un signo doloroso de haber pasado por la vida sinsentido. Siempre hemos sido, lo que pasa es que cada uno tiene su propia historia, su propio destino y, como dice la mitología, su propio sino. Ninguno está en la vida por accidente, pero podemos pasar por la vida sin enterarnos de nuestra existencia, sumidos en el afán de tener y de obtener el máximo placer. El deseo, que no es otra que la expresión simbólica de nuestras necesidades desatendidas, puede tiranizarnos de tal forma que, la vida se convierte en una eterna angustia. En los órdenes del Espíritu, sistematizados por Bert Hellinger, se dice que, nada termina, todo es una sucesión, el camino que nos trajo hasta el presente. También se dice que, el Espíritu nos toma a su servicio y, a través de lo que vivimos, nos vamos formando para servir a la vida, la fuerza que tenemos nace de todo lo que hemos tenido que enfrentar y resolver. Finalmente, también se dice que, el Espíritu nos acompaña siempre y es a través de los dones que nos regala como podemos hacer que nuestra existencia esté llena de sentido y sea luz para nosotros y para los otros. En una ocasión, vino a Constelaciones un hombre que decía: “doy gracias porque el hombre que hoy soy, se forjó en la dureza de lo que vivió en la infancia”. Los cuentos infantiles nos dan cuenta de lo anterior: Cenicienta, antes de ser reina, tuvo que limpiar pisos y ocuparse del cuidado de su casa y hermanas. Muchas cosas que han sucedido y, aún continúan aconteciendo, son el resultado de la incapacidad de escucharnos a nosotros mismos. El afán de pertenecer, de ser amados, hizo que tomáramos decisiones que iban en contra de nosotros mismos. Aun así, el Espíritu que nos guía y forma, se ha sabido valer de todo, para formar el carácter con el que podemos realizar nuestra vocación, nuestro propósito y nuestra pasión en la vida. Sin carácter estamos llamados a fracasar y a un sufrimiento mayor del que creemos que vivimos en otras etapas de la vida. Intentar recuperar las experiencias perdidas, la mayoría de las veces, resulta más problemático que beneficioso. Hacer las paces con las experiencias no vividas, ayuda enormemente a encontrar la paz y, el verdadero rumbo para nuestra existencia. Es normal que, al llegar a la mitad de la vida, nos invada el sentimiento de haber estado desperdiciando la vida. La tentación que surge de este sentimiento está relacionada con el anhelo de recuperar el tiempo y la vida perdida. Como ya lo dijimos, esto no es posible, ni tampoco conveniente para el alma, ni para las relaciones. No es el tiempo que hayamos podido desperdiciar el que verdaderamente cuenta sino la incapacidad de reconciliarnos con el pasado, con la sombra, con la historia vivida. Las crisis se resuelven definiendo desde que lugar queremos continuar viviendo: desde el Ego, desde el mundo o desde el compromiso con lo que realmente somos. La nueva identidad, si queremos que sea realmente sólida, debe tener presente la vida espiritual y una sana relación con Dios. Mientras podamos, compartir la vida con los seres que amamos, tendría que ser una prioridad. A veces, las dinámicas familiares impiden las relaciones estrechas entre los miembros del sistema familiar. Cuando esto sucede, es de suma importancia, no enfrascarse en la descalificación, la calumnia o los falsos testimonios contra la familia. Darle a todos un lugar en el corazón permite que, aunque no podamos reunirnos, sintamos que tenemos una familia, no la que soñamos, sino la que hay. Sirve mucho liberarse de los reproches hacia los padres, los hermanos, las parejas y los hijos. Al hacerlo, encontramos paz y la vida fluye no solo externamente sino también dentro de nosotros. Habrá un momento, la vida siempre lo dispone, en el que los que están lejos, se acercan y, los que están distanciados, se reconcilian; de ahí, la importancia de no guardar rencor para que, cuando estas cosas sucedan, el corazón este libre. De otra forma, desperdiciamos la vida y las energías que necesitamos para amar. Ser en la vida buena noticia, ser gesto, palabra, imagen, silencio, canción. Salir a la calle a diario, llegar hasta el último rincón. Llevar sin tardar, para todos, bocados de aliento… de Dios. Vivir de tal manera, que a algunos despierte curiosidad nuestro vivir con menos, con otros, con riesgo, con gratuidad. Dejar que los otros, los pobres, coman de nuestro tiempo, hasta encontrar en ellos, nosotros, la extraviada identidad. Y siempre, siempre, siempre, buscar el sitio entre la gente. Pues toda ella es, sin dudarlo, la buena noticia de Dios. Posar sus miedos, alzar sus sueños, andar sus pasos intermitentes, hasta lograr que todos destapen el gran tesoro que son (Seve Lázaro, sj)Francisco Carmona
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