Cuando se anuncia el Evangelio dentro del respeto a la consciencia, la historia y la vulnerabilidad del otro, ese anuncio es verdadero. Podemos estar seguros de que, un anuncio de estas característica nunca incitará al odio, a la exclusión y, mucho menos, a la condena. Para muchos, resulta escandaloso cuando Jesús o la Iglesia muestran su misericordia hacia el que sufre, hacia el que está destruido interiormente por la fuerza del pecado. Muchos sienten que la doctrina se está abandonando o destruyendo. Olvidan que, primero está el amor y la misericordia. Jesús no estaba preocupado de conservar la doctrina o la institución sino de hacer resplandecer el amor y la misericordia. El alma se puede perder cuando en el afán de salvaguardar la doctrina, nos olvidamos del amor. A un discípulo que se lamentaba de sus limitaciones, le dijo el Maestro: Naturalmente que eres limitado. Pero, ¿no has caído en la cuenta de que hoy puedes hacer cosas que hace unos años te habrían sido imposibles? ¿Qué es lo que ha cambiado? El discípulo respondió: Han cambiado mis talentos. No - contesto el Maestro - has cambiado tú. ¿Y no es lo mismo? No, tú eres lo que tú piensas que eres, cuando cambia tu forma de percibir y significar la vida, cambias tú.
A Dios, se le conoce de manera perfecta en lo humano; de no ser así, no tendría sentido celebrar la Encarnación del Hijo de Dios en el vientre de María y en la familia que Ella conformó con José. Dice Thomas Merton: “Toda la Bondad, todo el Amor, y toda la Misericordia, toda la Amabilidad del gran Dios, han aparecido ante nosotros en Cristo. Ha abrazado nuestra pobreza y nuestra pena por amor a nosotros, para darnos Su riqueza y Su gozo. Si deseamos ver a Cristo en Su gloria, debemos reconocerle ahora en Su humildad. Cristo ha nacido en nosotros, para que aparezca al mundo entero por medio de nosotros”. Cada vez que acogemos la humanidad como es: rota, escindida y esclavizada por el pecado también acogemos la voluntad de Dios de nacer bajo esta condición”. Cada vez que acogemos al ser humano que sufre, que está destruido, no para aplaudir su destrucción o avergonzarlo, sino para acompañarlo en su redención, en su reconciliación, estamos acogiendo al mismo Dios. Todos los días de nuestra vida son momentos preciosos para la manifestación, la epifanía de Dios. Todos los días, Dios nos muestra cuál es el camino de la redención: la reconciliación del ser humano consigo mismo desde el amor, no desde la doctrina. El alma crece y se expande en la medida que el amor la habita. La experiencia religiosa tiene como función dotar de sentido la vida y hacer que, quienes la viven, experimentan, cada día, el gozo de ser libres frente a los prejuicios y a lo que destruye el vínculo con el hermano. Los que se dedican a fomentar la intriga, la discordia, la enemistad o a levantar muros que rompen las relaciones, ponen en riesgo su alma. Alfred Delp, en sus escritos desde la prisión, dice: “Puede suceder que este establo de nuestra vida, estos escombros y harapos, estas crueles y heladas tormentas del destino se transformen en el lugar y la hora de una nueva Noche Buena, de un nuevo nacimiento del Dios, que busca al hombre y quiere su salvación. No tiene por qué asustarnos la noche ni agotarnos la miseria. Seguiremos siempre en espera vigilante y llamando hasta que aparezca la estrella” Para muchos, el Papa Francisco es el anticristo. Francisco no parece estar adosado, como diría Merton, a la institucionalidad externa de la Iglesia. Las opciones de Francisco miran hacia el interior de la Iglesia, una comunidad de pecadores que dan testimonio del amor y la misericordia de Dios. Excluir es fácil. Acompañar a sanar, reconciliar e integrar exige una disposición interna que, no siempre se encuentra o se está con la voluntad de cultivar. Lo que verdaderamente nos ha de conducir es el amor, ese que siempre nos recuerda que, el Amor siempre está por encima de nuestras equivocaciones, debilidades y presunciones de estar por encima de todo y de todos. El amor que sana es la fuente de la verdadera alegría. Tener en el corazón y en la voluntad el deseo de que, todos, sin excepción experimenten el amor y la misericordia de Dios, no sólo es conexión con el alma y la divinidad, también es conocer en qué consiste la felicidad y la santidad. De nuevo, escribe Thomas Merton: “Nuestra tarea es buscar y encontrar a Cristo en nuestro mundo tal como es y no como podría ser. El hecho de que el mundo sea diferente de lo que podría ser no altera la verdad de que Cristo está presente en él, y que Su plan no ha fracasado ni cambiado...” Confesar que, creemos en Cristo, no significa que tengamos necesariamente que adherirnos a una doctrina o institución. Creer en Cristo significa confesar que el amor es el hogar de todos, los que están sanos y los que están enfermos, de los que sufren y de los que han encontrado consuelo. Cristo siempre está presente y cuando lo acogemos, descubrimos que Él es nuestra única y eterna morada. El alma encuentra su casa cuando el amor es el fuego que la calienta y alienta. Hoy, muchos miran con recelo la experiencia religiosa. En muchos corazones hay un dolor profundo. Es el resultado de las acciones desafortunadas de los que, en lugar de anunciar a Cristo, se dejaron arrastrar por el desorden de sus pasiones. Es difícil ver que, la acción de pocos, termine opacando el buen actuar de muchos. Por encima de todo esto, el alma anhela vivir una relación profunda de intimidad y comunión con Dios. Dice Alfred Delp: “La vida de Dios se realiza dentro del hombre, en lo más íntimo de su interior. El hombre llega precisamente a ser él mismo allí donde se reconoce como el lugar en el que habita el Ser más alto y luminoso... cuando comprende su propia vida como un chorro que brota del misterio de Dios". Mientras el alma no conecta con el amor anda como un vagabundo. Sabemos que el alma esta desconectada por la ansiedad y la angustia que la rodean. La escisión, la disociación o la desconexión, le impiden al alma gozar de lo auténticamente real y presente. Aprender la quietud, encontrar el sosiego para el alma es una ejercicio de cada día. En este estado, conviene recordar las palabras de San Juan de la Cruz: “Para venir a gustarlo todo, no quieras tener gusto en nada. Para venir a saberlo todo, no quieras saber algo en nada. Para venir a poseerlo todo, no quieras poseer algo en nada. Para venir a serlo todo, no quieras ser algo en nada”. En la paz del encuentro consigo mismo y con Dios, el alma experimenta que el amor está por encima de cualquier doctrina. Proclama mi alma la grandeza del Señor y se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador porque ha puesto los ojos en la humildad de su sierva. Desde ahora, me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque el poderoso ha hecho en mí maravillas. Su nombre es Santo y su misericordia llega a los que le aman, de generación en generación. El hace proezas con su brazo , dispersa a los soberbios de corazón y enaltece a los humildes. A los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia, como lo había prometido en favor de Abraham y su descendencia por siempre (Lc 1, 46-55)Francisco Carmona
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