El corazón es el que regula las acciones. La vida psíquica depende de lo que se lleve en el corazón. Un corazón herido y profundamente lastimado inspirará acciones en consonancia con lo que hay en él. Al corazón se le atribuye la alegría, la tristeza, el ánimo, el desánimo, el odio y el amor; también la frialdad, la dureza, la indiferencia y la despersonalización en las relaciones. El corazón es capaz de contemplar, de trascender o de destruir la vida. El corazón puede ser sabio, necio, indulgente o arbitrario. En el corazón puede habitar Dios o el mal. Como dice Carlos Bermejo: “El corazón es, en el fondo, la fuente de la personalidad consciente, inteligente y libre, la sede de las decisiones y elecciones libres, de la ley no escrita; con él se comprende y proyecta”. Iñigo Ibarra escribe: “El corazón es uno de los mejores símbolos con el que el merchandising publicitario envuelve nuestras vidas, ¿pero por qué? Tal vez porque lo identificamos con ese rincón íntimo y personal de nuestra existencia, de donde brotan y se anidan todos nuestros sentimientos. Este lazo entre el corazón y los sentimientos –aunque sabemos que biológicamente no es su función–, se pierde en la bruma del tiempo, hundiendo sus raíces en el antiguo Egipto. Allí, los pioneros de la medicina –más sacerdotes que médicos– veían el corazón como el manantial de las emociones, los sentimientos y la voluntad. De hecho, durante el Juicio del Más Allá, se ponderaba el propio corazón del difunto, en un ritual que simboliza la trascendencia de este órgano más allá de lo físico. Este concepto fue heredado por griegos y romanos, que lo embarcaron en un viaje a través de los siglos que nos ha llevado hasta hoy, donde abiertamente ya decimos cosas como Corazón que no ve, corazón que no siente o Llevar a alguien en el corazón”.
Se organizó una gran fiesta en el pueblo. La gente había dejado sus trabajos y ocupaciones de cada día para reunirse en la plaza principal, donde estaban los juegos y los puestos de venta de todo tipo. Los niños eran quienes gozaban más con aquella fiesta. Había venido de lejos un circo con payasos y equilibristas, con animales amaestrados y domadores. También se habían acercado hasta el pueblo toda clase de vendedores, que ofrecían golosinas, alimentos y juguetes. Entre todas estas personas había un vendedor de globos. Tenía globos de todos los colores y formas. Había algunos que se distinguían por su tamaño. Otros eran bonitos porque imitaban a algún animal conocido o extraño. Grandes, chicos, vistosos o raros, todos los globos eran originales y ninguno se parecía al otro. Sin embargo, eran pocas las personas que se acercaban a mirarlos, y menos aún, los que pedían uno para comprar. Pero se trataba de un gran vendedor. Por eso, en un momento en que toda la gente estaba ocupada en curiosear y detenerse, hizo algo extraño. Tomó uno de sus mejores globos y lo soltó. Como estaba lleno de gas, el globo comenzó a elevarse rápidamente y pronto estuvo por encima de todo lo que había en la plaza. El cielo estaba claro, y el sol radiante de la mañana iluminaba aquel globo que trepaba y trepaba, rumbo hacia el cielo, empujado lentamente por el viento quieto de aquella hora. El primer niño gritó: ¡Mira mamá un globo! Inmediatamente fueron varios más quienes lo vieron y lo señalaron a las personas más cercanas. Para entonces, el vendedor ya había soltado un nuevo globo de otro color y tamaño mucho más grande. Esto hizo que prácticamente todo el mundo dejara de mirar lo que estaba haciendo, y se pusiera a contemplar aquel sencillo y magnífico espectáculo de ver como un globo perseguía al otro en su subida al cielo. Para completar la cosa, el vendedor soltó dos globos con los mejores colores que tenía, pero atados juntos. Con esto consiguió que una tropa de niños pequeños lo rodeara, y pidiera a gritos que su papá o su mamá le comprara un globo como aquellos que estaban subiendo y subiendo. Al gastar gratuitamente algunos de sus mejores globos, consiguió que la gente le valorara todos los que aún le quedaban, y que eran muchos. Porque realmente tenía globos de todas formas, tamaños y colores. En poco tiempo ya eran muchísimos los niños que se paseaban con ellos, y hasta había alguno que imitando lo que viera, había dejado que el suyo trepara en libertad por el aire. Había allí cerca un niño negro, que con dos lagrimones en los ojos, miraba con tristeza todo aquello. Parecía como si una honda angustia se hubiera apoderado de él. El vendedor, que era un buen hombre, se dio cuenta de ello y llamándole le ofreció un globo. El pequeño movió la cabeza negativamente, y rehusó a tomarlo. Te lo regalo, pequeño – le dijo el hombre con cariño. Pero el niño negro, de pelo corto y ensortijado, con dos grandes ojos tristes, hizo nuevamente un ademán negativo rehusando aceptar lo que se le estaba ofreciendo. Extrañado el buen hombre le preguntó al pequeño que era entonces lo que lo entristecía. Y el niño le contestó, en forma de pregunta: Señor, si usted suelta ese globo negro que tiene ahí … ¿Subirá tan alto como los otros globos de colores? Entonces el vendedor entendió. Tomó un hermoso globo negro, que nadie había comprado, y desatándolo se lo entregó al pequeño, mientras le decía: Haz tú mismo la prueba. Suéltalo y verás como también tu globo sube igual que todos los demás. Con ansiedad y esperanza, el negrito soltó lo que había recibido, y su alegría fue inmensa al ver que también su globo trepaba velozmente lo mismo que habían hecho los demás globos. Se puso a bailar, a palmotear, a reírse de puro contento y felicidad. Entonces el vendedor, mirándolo a los ojos y acariciando su cabecita rizada, le dijo con cariño: Mira pequeño, lo que hace subir a los globos no es la forma ni el color … sino lo que tiene adentro. Añadió el Maestro: No importa nuestro aspecto ni nuestro color, sino lo que realmente tenemos en nuestro interior para dar. Abrid vuestro corazón y dejad que todo ello salga. Que la luz de vuestro corazón ilumine a otros corazones. El corazón es, en primer lugar, la sede de los afectos. En segundo lugar, del corazón provienen las decisiones y, por último lugar, del corazón nacen las actuaciones. Según sea el estado del corazón también lo serán la vida afectiva, las decisiones y las acciones. El corazón contiene la percepción, el significado de todo aquello que, de una forma u otra nos ha tocado vivir y, nos marca porque dejó una huella bien sea dolorosa o profundamente amorosa. Podemos decir que, del corazón brota nuestra personalidad consciente; esa que nace como respuesta al dolor y que sepulta nuestra verdadera identidad. En lo más profundo del corazón habita el ser que realmente somos y, al que accedemos cuando, a través del examen de consciencia pero, sobre todo, cuando contemplamos la acción de Dios a través de Jesús. Mirando a Jesús, escuchando su Palabra, meditando en lo que escuchamos, el corazón se revela como una fuerza que se resiste o se rinde y obedece. En el Evangelio, escuchamos las palabras de Jesús: “El que pierda su vida por mí, la encontrará”. A muchos, les ha tocado perder su vida por miedo a la violencia que les ha tocado vivir en su casa cuando eran niños. A muchos, desde muy pequeños, les ha tocado renunciar a su propia vida porque han sentido el temor a la agresión, a la desvalorización, a la humillación y al rechazo. En la película “asesino mediático” el asesino serial es un joven a quien su madre quiso convertir en el reemplazo de su hermana muerta muy pequeña. Este niño fue sometido a todo tipo de maltrato. Hizo muchas cosas porque su madre lo viera +en su individualidad y, lo único que lograba era a traer más violencia. En contextos donde el dolor nos convirtió en sus esclavos, las palabras de Jesús tienen no sólo sentido sino mucha fuerza liberadora. Seguir a Jesús nos lleva directamente al corazón y, una vez allí, tomados por la fuerza de su amor, podemos perder esa vida que, a pesar de llevarla muchos años con nosotros, no nos pertenece y, tomar la vida verdadera, aquella de la que nos alejamos, para evitar ser maltratados y, en la que está contenida la verdad sobre nosotros mismos. San Ignacio es quien con más fuerza recuerda: “Para conocer la voluntad de Dios, es necesario, darle orden a nuestros afectos”. También nos recuerda una verdad que, en particular me sacude fuertemente, el mal cabalga sobre las heridas afectivas que hay en nuestro corazón. Todo aquello que nosotros no sanamos, no integramos, no reconciliamos sirve de base al mal que, no es otra cosa que amor ciego y bondad desbordada. ¿De qué otra manera, se podría hacer daño, si no es bajo el convencimiento de la bondad y amor de dichos actos? El que hace el mal está convencido de hacer algo bueno; de lo contrario, no sería capaz de actuar. Giovanni Cucci sj señala: “El mundo de los afectos es el primer escenario donde ocurre la experiencia de Dios”. Es difícil, para un corazón profundamente lastimado y aferrado al dolor, experimentar algo diferente. Solo el deseo y la intención de sanar permite que hayan en el corazón movimientos y experiencias diferentes a lo que se ha vivido hasta el momento. El Evangelio está siempre atento a los sentimientos que se despiertan en el corazón ante un acontecimiento. La alegría de la mujer estéril que descubre que está gestando una nueva vida, la tristeza de los discípulos con la muerte del maestro, la desconfianza ante una buena y gran noticia, el temor del poderoso ante la noticia del nacimiento de un nuevo rey. Todo lo que sucede resuena en el corazón. Los discípulos tristes al celebrar la eucaristía se llenan de gozo, el mercader al venderlo todo se llena de alegría, el centurión reconoce que una sola palabra puede sanar y devolver la vida, etc. Las respuestas que damos provienen de lo que hay en nuestro corazón. Lo externo es sólo un motivo para que el corazón hable de lo que lleva dentro. En los Evangelios hay algo que llama la atención: los hechos extraordinarios nunca suscitan la fe. La fe nace del corazón que siente y ama. Es decir que, la fe más que un acto de la razón o del entendimiento es el resultado de un corazón que, haciendo a un lado lo que le lastima, se da el permiso de acoger la novedad que la vida ofrece, cuando ocurre algo que, de una forma u otra transforma e invita a vivir cosas diferentes a las ya vividas. Para emprender un camino diferente hay que contar, en primer lugar con el corazón, en segundo lugar con el deseo y, en tercer lugar con la intención. La alegría, esa que despierta en el corazón cuando los Magos volvieron a ver la estrella o el mercader al comprar la perla, es la señal inequívoca de que el corazón está dispuesto a acoger la vida de una forma diferente o la que venía ocurriendo. Jesús nos muestra su corazón. En la vida de Jesús, humanamente hablando, hay experiencias muy dolorosas: el rechazo inicial de José, no saber quién es su padre, la persecución desatada por Herodes, vivir los primeros años en un país extranjero, etc. Sin embargo, ese corazón nunca se apartó de Dios, se dejó formar por María y José e impidió que el dolor se convirtiera en su realidad existencial. Obrando así, Jesús pudo ofrecer su corazón para que buscáramos refugio y consuelo en él. Dice Iñigo Ibarra: “el Sagrado Corazón de Jesús nos reta a reflexionar sobre la paradoja del amor verdadero: no se nutre de condiciones como en un contrato, sino que florece a través de la entrega. Esta imagen no disfraza que el amor tarde o temprano conlleva sufrimiento. Quien ama, se da. Y quien ama hasta el final, lo hace hasta las últimas consecuencias. Pero, ¡vaya si merece la pena! Quizás eso es lo que significa la salvación: luchar por un amor capaz de arder en la eternidad. Y eso, sólo Dios puede enseñárnoslo. Este Corazón es un símbolo de un Dios que sigue vivo, dejando latir su divina humanidad entre nosotros”. Que el Señor ilumine tus sombras, aclare tus dudas, guíe tus búsquedas. Que el Señor te ayude a señalar siempre al horizonte y renueve día a día, con cada amanecer, tu deseo de ir siempre adelante. Que el Señor siembre en tu corazón preguntas que te mantengan vivo, deseos que te pongan en marcha, ilusiones que te den fuerza y ánimo que te impulsen a seguir. Pero, sobre todo, que el Señor te dé la confianza de saber que no caminas solo y sin rumbo, sino que vas con Él y hacia Él (Óscar Cala sj) Francisco Javier Carmona
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