En el evangelio de Juan, en el capítulo once, se narra la resurrección de Lázaro, el hermano de Marta y María. En aquella escena, vemos a Jesús dando la siguiente orden: ¡Quiten la losa! En el evangelio de Marcos, las mujeres que van de madrugada al sepulcro se preguntan: ¿quién nos quitará la losa? En el Evangelio de Mateo nos dice: “el ángel del Señor quitó la losa del sepulcro y se sentó sobre ella”. En el evangelio de Lucas y de Juan, cuando las mujeres llegan, la losa del sepulcro ya ha sido removida y, el sepulcro está vacío. La losa, al parecer, es el símbolo de aquello que, al separarnos de Dios, de Jesús, de nosotros mismos, nos hunde en el abismo más profundo. La muerte es, según la tradición espiritual, una vida sin sentido, sin conexión la fuerza trascendente, con Dios. La vida vacía es una vida atrapada por la oscuridad. También una vida en gestación es una vida en la oscuridad. Nacer es, en cierta medida, venir a la luz. Para los griegos, nacemos ciegos y, en la medida, que vamos tomando conciencia de quienes somos, nos vamos iluminando. En la espiritualidad, el ser humano sabe quién es, realmente, cuando entra en contacto con Dios, la realidad que hace trascendente la vida al dotarla de sentido y fundamento.
La tumba es el lugar donde el hombre se aísla o encierra en sí mismo para evitar el contacto y la relación con los demás; especialmente, con Dios. El rey Ezequías, por ejemplo, nos dice: los que bajan a la tumba no pueden ver ni alabar a Dios. Solo los vivos pueden alabar, bendecir y servir a Dios. La sepultura de Jesús, en un lugar donde nadie antes había estado, nos recuerda su concepción y nacimiento virginal. En Jesús, podemos reconocer al ser humano con un anhelo infinito de comunión con Dios. Virginidad significa: mantener el corazón fiel en Dios, no correr detrás de dioses extraños y menos aún, servirles, entregarles la vida. Aun así, Jesús baja a lo más profundo de la oscuridad y con su luz, trae de vuelta a la vida, a quienes estaban allí condenados. Judas muere ahorcado. No hay mayor pena que morir en la angustia de la propia culpa o equivocación. La oscuridad se apoderó del alma y el corazón de Judas. El hombre que comió, bebió y compartió con el Maestro, ahora está en la más completa oscuridad. Bajo a las profundidades de la muerte. Judas, como todos los seres humanos, anhela la comunión con Dios, al darse cuenta del rechazo que había hecho, pierde la fuerza para mantenerse en la vida. Jesús, en su descenso al lugar de los muertos, a la oscuridad, donde habitan los que, por diversos motivos, han perdido la conexión con Dios, rescata también a Judas. De esta forma, puede agradecer que no se perdió ninguno de los que el Padre le había encomendado. No había el predicado que, el buen pastor va detrás de la oveja perdida. En el amor de Dios nadie es excluido. Hoy, domingo de resurrección estamos ante el misterio más profundo de la vida cristiana. Lo que ocurrió no fue un hecho mágico; al contrario, sucedió lo más natural que podía suceder en lo que respecta a la relación con Dios. La experiencia Cristiana es, ante todo, un camino que se recorre acompañado. Dios no nos deja solos en la búsqueda de la comunión con Él. Cuando nos extraviamos, no quedamos condenados a la repetición como destino. A diferencia de lo que sucede en el campo psicológico, donde una mala decisión nos puede llevar a un bucle de repetición, en la experiencia cristiana, Dios viene y nos guía para que, de nuevo, volvamos al camino. La religión nunca causa neurosis, aunque muchos pretenden hacerlo ver así. La neurosis viene de nuestra resistencia al amor de Dios y, es la máxima expresión de nuestra soberbia. Fray Marcos, citado por José Antonio Pagola, escribe: “Lo que hay de Dios en Jesús no se puede descubrir mirando, oyendo o palpando. Ni vivo ni muerto ni resucitado, puede nadie descubrir su divinidad. Tampoco puede ser el resultado de alguna demostración lógica. Lo divino no cae dentro del objeto de nuestra razón. A la convicción de que Jesús está vivo, no se puede llegar por razonamientos. Lo divino que hay en Jesús, y por lo tanto su resurrección, solo puede ser objeto de experiencia pascual. Cada uno de nosotros estamos llamados a esa misma experiencia. Para los inmediatos seguidores de Jesús, como para nosotros, se trata de una vivencia interior. La experiencia pascual no se basa en ningún acontecimiento físico que pueda llegar a ellos a través de los sentidos. Solo a través del convencimiento de que Jesús les está dando VIDA, descubren los seguidores de Jesús, que tiene que estar vivo. Debemos superar la trampa de creer que creyeron por lo que vieron o percibieron desde fuera. Solo a través de la convicción personal podemos aceptar nosotros la resurrección. Sólo el ángel del Señor puede, después de un fuerte temblor, remover la losa que separa a los muertos del mundo de los vivos, a los que tienen fe de los que no la tienen o la rechazan, a los que viven sin sentido de los que se esfuerzan por darle sentido a su vida y se entregan al amor. Pues bien, el ángel del Señor, según la tradición bíblica, es aquella fuerza divina que se manifiesta en nosotros, desde adentro, nunca desde fuera, que nos libera de la esclavitud y nos transforma como seres humanos. El ángel del Señor, se asemeja a la fuerza que, abre la semilla para que lo que está dentro se manifieste plenamente. El Ángel del Señor es la fuerza que nos acompaña en el paso de la muerte a la vida, de la incomprensión a la comprensión, de la gestación al nacimiento. El Ángel del Señor es el que nos permite ver lo que otros ojos no ven y, otros labios no son capaces de confesar. Quitar la losa para poder ver a Dios manifestándose en Jesús implica una mayor conexión con nuestro interior y una mayor desconexión de los criterios con los que el mundo de hoy ve la fe, el misterio y la Revelación misma de Dios. Quitar la losa significa recuperar la capacidad de relacionarse con el misterio y dejarse transformar por él. Jung señala, en varias ocasiones, que las religiones tradicionales han despojado al ser humano de la posibilidad de relacionarse con Dios, no desde normas externas, que a la final terminan arrastrando a la desesperación nihilista, sino desde la fe que brota del corazón, una fe que integra todo lo que en nosotros esta disociado y fragmentado porque lo reconcilia desde el amor. La resurrección nos revela que, nadie ha estado tan íntimamente unido a Dios como Jesús. Lo divino en Jesús, sólo puede ser comprendido por un corazón que, antes que razonar, se dedica a amar, a servir y contemplar. Estalló desde dentro la vida. No había losa capaz de resistir la pujanza de un amor inmortal. La tristeza aún no lo sabía, pero había perdido la batalla. El dolor alumbró la fiesta. El llanto fue antesala del abrazo jubiloso. Los mercaderes de odio estaban arruinados. Dios reía. Y nosotros, empezamos a comprender (José María R. Olaizola, sj) Francisco Javier Carmona
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