Hace algunos días, apareció en redes sociales, la noticia de un sacerdote que, celebra la eucaristía cantando rap. Curiosamente, ese mismo día, leía: “ ahora, los templos están vacíos, porque la gente percibe que allí, ya no esta Dios. La gente entra al templo y percibe, casi de inmediato, el vacío. Entonces, ¿qué sentido tiene ir al templo, cuando Dios ya no está ahí?”. Ahora, hay una fuerza que, de una manera u otra, señala: “Donde falta Dios también falta el sentido de la vida; es el tiempo de volver a Dios”. De una forma u otra, muchos somos tomados por esa fuerza que, como dice Hellinger, nos invita a estar a sus servicio y, en el deseo de responder, surgen diferentes formas y métodos. Nadie puede entonces, dudar de la fuerza que nos mueve, aunque los métodos puedan causar un cierto escozor en alguna sensibilidades, porque para otras, eso es lo que, se necesita para volver a conectar con la divinidad. Jung señala: “El arquetipo es causa de exageraciones, infatuación (inflación), compulsión, ilusiones y conmoción, y ello tanto para el bien como para el mal. Este es el motivo de que los seres humanos hayan tenido siempre la necesidad de demonios y no hayan podido vivir nunca sin dioses, a diferencia de unos pocos especímenes astutos de homo occidentalis de ayer y anteayer, super-hombres para los que Dios ha muerto y, que por dicho motivo, se han convertido en dioses y, aún más concretamente, en dioses de pacotilla de duras cabezas y helados corazones”. En la psicología profunda, la idea de Dios es una función psicológica necesaria y no tiene nada que ver con la cuestión filosófica de la existencia de Dios ni con la teológica sobre la revelación. Lo fundamental radica en saber, qué sucede en la psique, cuando lo numinoso, esa experiencia que transforma, se manifiesta. Tengamos presente que, para conocer a Dios, es necesario, bajar al fondo de un mismo y, dejarse envolver por el misterio que allí habita. En consecuencia, todo lo que deja de promover o incentivar el conocimiento de sí mismo, el descenso a la profundidad y el contacto con el misterio, aunque tenga la intención de hacer presente a Dios, no lo logra, porque no está en consonancia con lo que realmente es.
Escribe Jung: “Donde el ser humano no es consciente de la presencia de Dios, el vientre ocupara su lugar, como dice san Pablo. Creo, por tanto, que lo más sabio es que se preste un reconocimiento consciente a la idea de Dios, porque de lo contrario cualquier otra cosa se convertirá en Dios y por lo general algo tan inapropiado y absurdo como lo que, por ejemplo, podría ingeniar una consciencia ilustrada”. Donde no hay consciencia ni sentido del misterio, difícilmente, el ser humano puede dejarse envolver por él. En esta inconsciencia, cualquier idea, cualquier movimiento, cualquier acción, a veces extravagante, puede tomarse como parte de una inspiración divina. Lo cierto es que, donde hay caos, también hay confusión y enfermedad. Es posible que, en lugar de ser movidos por la fuerza del misterio o del arquetipo terminemos haciéndolo por la energía del complejo. Allí donde hay una fuerte concentración de energía, dice Jung, coincide con lo que los antiguos llamaban “dios”. En la primavera del 323 antes de Cristo, Alejandro Magno gobernaba un imperio que se extendía desde el Danubio en Europa hasta los picos nevados del Himalaya en el norte de la India. Pero la historia de grandes éxitos terminó de repente para Alejandro Magno, cuando a punto de cumplir los 33 años, la fiebre le debilito. Alejandro presintió que su final estaba cerca y convocó a sus generales y les comunicó sus tres últimos deseos: Que su ataúd fuese llevado en hombros por los mejores médicos de la época. Que los tesoros que había conquistado, fueran esparcidos por el camino hasta su tumba. Que sus manos quedaran balanceándose en el aire, fuera del ataúd, y a la vista de todos. Uno de sus generales, asombrado por tan insólitos deseos, le preguntó a Alejandro Magno cuales eran sus razones. Alejandro le explicó: Quiero que los más eminentes médicos carguen mi ataúd para así mostrar que ellos, ante la muerte, ya no tienen el poder de curar. Quiero que el suelo sea cubierto por mis tesoros para que todos puedan ver que los bienes materiales aquí conquistados, aquí permanecen. Quiero que mis manos se balanceen al viento, para que las personas puedan ver que vinimos con las manos vacías, y con las manos vacías partimos cuando se nos termina el más valioso tesoro que es el tiempo. Escribe Byung: “Cuando la contemplación era el vínculo primario del ser humano con el mundo, aún tenía relación con el ser divino sin falta. La palabra griega Theoría (contemplación) designaba, en un principio, la embajada festiva de quien marchaba hacia un lugar lejano para asistir a la festividad de una divinidad. La contemplación de lo divino es Theoría. Se llama Theorós a quien es enviado esa fiesta. Los theorí son entusiastas contempladores de divinidades. Una contemplación intensificada festivamente convierte al espectador en Theorós. Esquilo se refería a una visión más grande y más ceremoniosa en su inmensidad cuando decía Theorós en vez de Theatés para designar a los espectadores”. Los Theorí son los que, contemplando la divinidad, se transforman, a su vez, en sus portadores. Cuando se pierde el carácter contemplativo, queda el teatro. Donde hay teatro ya no hay contemplación y la relación con lo divino se vacía y pierde. El padre rapero atraerá a muchos; pero, no los conectará con el misterio que sólo sabe revelarse donde hay silencio, meditación, contemplación y recogimiento. Cuando la vida se vuelve contemplativa, la actividad divina se convierte en el principal objeto de atención. La contemplación, de la que habla Aristóteles, conecta al filósofo con el Olimpo. Lo que el contemplativo veía, interiorizaba y aprendía era, precisamente, lo que los dioses le comunicaban. Lo divino se encuentra, mucho más en el silencio que, en el bullicio de la fiesta o en las palabras que provienen del exterior. Lo divino se manifiesta en la psique, la transforma, la hace semejante a lo que habita en ella. Por eso, san Juan de la Cruz, se atreve a decir: “Sólo en amar, consiste el ejercicio de vivir”. Si Dios es amor, quienes lo contemplan, quedan radiantes y llenos de ese amor. Si no lo logran, por lo menos, quedan preocupados y cuestionados sobre su capacidad de ser y de amar. En la contemplación, el ser alcanza también su identidad; por esa razón, santa Teresita del Niño Jesús llega a decir: “Yo soy el amor, en el corazón de la Iglesia” Para los filósofos antiguos, el ser humano es Bíos Theroretikos; es decir, la conexión con algo divino pertenece a la esencia de la naturaleza humana. La psicología profunda señala que, en el alma existe, dice Jung, algo así como un poder superior. A veces, ese ser superior es Dios; otras veces, es el vientre o el afán desmesurado de tener dinero. Para Jung, esa fuerza superior, cuando inunda la psique puede convertir al Yo en su esclavo. El Yo no tiene otro remedio que seguir las leyes y patrones que la fuerza, con la que está identificado, le sugiere realizar o manda acatar. Lo que vemos en la contemplación, no siempre tiene conexión con la realidad, puede suceder que, en lugar de ver a Dios, estemos viendo nuestros complejos, la sombra o el trauma. Quien no desciende a los profundidades de sí mismo, con dificultad, logra conectar con Dios, La actividad propia de la divinidad, dice Byung, es la contemplación, la inactividad. Todo lo que Dios hace, primero estuvo en su corazón, después, en su intención y, por último, se convirtió en acción. Lo que Dios realiza no es otra cosa que el fruto de aquello que, en silencio, fue, primero contemplado y, después, amado. La creación es obra del amor de Dios que todo lo contempla antes de realizarlo. La contemplación no tiene meta afuera; en cambio, el ruido sí, él quiere atraer. En la contemplación la vida se vincula consigo misma, no se distancia; al contrario, lo que esta disociado y fragmentado se reúne. El que contempla se convierte en un ser autónomo y supera la insuficiencia. La contemplación hace ver que, todos nuestros esfuerzos y búsquedas encuentran su plenitud en el amor y en la fe que nace del corazón. Dios que te escondes, en el silencio, para hacer ruido en mi interior. Dios que te haces carne, en el corazón de una niña, para empezar una revolución. Dios que decides hacerte eco, en una aldea perdida, para mostrar tu grandeza. Dios que estás presente, en un trozo de pan, para confundir a los sabios. Dios que te escondes, pero que deseas ser encontrado. Oh Dios de lo escondido, ¿dónde vives? (Jacobo Espinos) Francisco Javier Carmona
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