Nada de lo que vivimos sucede por azar o, como dicen algunos, por Karma. La vida no es una realidad virtual. Tampoco, dice Thomas Merton, es algo que nos encontramos así de repente, de la nada. La vida es, ante todo un misterio. Hay cosas que logramos comprender y, otras que, permanecen en ese campo donde como dice la Biblia: sólo queda poner el rostro en tierra; es decir, asumir una actitud de completa adoración, reverencia y escucha. Los textos del Génesis, por ejemplo, donde se habla del origen de todas las cosas, incluida la relación del ser humano con Dios, son cruciales para comprender, desde la contemplación, el misterio que la vida esconde y, que se revea cuando el ser humano se sienta y levanta la vista para mirar y considerar que, todo lo creado está impregnado del amor de su Creador. Dice Thomas Merton: “Antes de la caída, Adán era un contemplativo. La esencia de la caída fue una elección por vivir desde la multiplicidad en vez de una vida de unidad” Según este mismo autor: “Esta afirmación puede ser platonismo en papel mojado, pero en ello hay una verdad psicológica. Algo innato a nuestra naturaleza nos hace saber que hay una profunda fidelidad para con la esencia de nuestro ser, y para con una constitución espiritual en la que lo desconocido que hay en nosotros es más real que lo conocido”. La realidad más profunda de nuestro ser, que no puede ser desconocida así nomás, consiste en saber que somos UNO con Dios, que nuestra vida se realiza plenamente cuando entramos en una relación personal con Dios. El ser es UNO, humano-divino.
Adán es todo ser humano que vive y reconoce que proviene de Dios. Adán también es todo hombre caído, confundido. En cada uno de nosotros, hay un adán que anhela el contacto con Dios y, otro que se esconde porque se avergüenza de su vulnerabilidad. Finalmente, hay un adán que se reconoce restaurado por Cristo, éste hombre sabe que, esta listo para acceder al Principio y al Fundamento para el que fue Creado. Ese ser único, al que tenemos acceso cuando reconocemos que, a pesar de todos los acontecimientos, especialmente los dolorosos, que enmarcan nuestra vida, la comunión con Dios es nuestro destino final. Dice Thomas Merton: “Hay un ser único para todos nosotros que no es Dios, pero que nos es dado en tenencia por la misericordia y el amor de Dios. Ese algo lo podemos definir como unidad del ser”. Un padre deseaba para sus dos hijos la mejor formación mística posible. Por ese motivo, los envió a adiestrarse espiritualmente con un reputado maestro de la filosofía vedanta. Después de un año, los hijos regresaron al hogar paterno. El padre preguntó a uno de ellos sobre el Brahmán, y el hijo se extendió sobre la Deidad haciendo todo tipo de ilustradas referencias a las escrituras, textos filosóficos y enseñanzas metafísicas. Después, el padre preguntó sobre el Brahmán al otro hijo, y éste se limitó a guardar silencio. Entonces el padre, dirigiéndose a este último, declaró: Hijo, tú sí que sabes realmente lo que es el Brahmán. Añadió el Maestro: la palabra es limitada y no puede nombrar lo innombrable. Ante lo que es más grande, sólo cabe poner el rostro en la tierra. Adán representa también a toda la humanidad que, como dice un místico musulmán, sabe responder afirmativamente a la pregunta que Dios le hace a Adán: ¿No soy yo tu Dios? Y adán responde: “Sí”. En cada Sí que damos a la vida, a lo que vivimos, a las experiencias por las que atravesamos, confesamos que, Sólo Dios es nuestro Dios y, eso nos basta; por eso, ante la adversidad, mantenemos la confianza porque sabemos de quien nos estamos fiando. Escribe Thomas Merton: “Si pensamos y reflexionamos, percibimos que todo el significado de nuestra vida consiste en este Sí a Dios. Hay algo en nosotros que necesita decir ese Sí. Al pronunciarlo, reconocemos que Dios es todo, y que de Dios, a quien amamos, alabamos y glorificamos, recibimos todas las cosas. La vida entera emana de este Sí profundo a Dios”. El gesto que revela nuestra aceptación profunda de Dios es el rostro en tierra. Cuando estamos dispersos y la intención de apodera de nuestra mente, de nuestro pensamiento y, a veces, también de nuestro corazón se hace necesario volver a las palabras del génesis, donde Dios, le pregunta a Adán: ¿dónde estás? Esta pregunta, nos recuerda qué, no estamos donde debiéramos estar. ¡Marta, Marta, andas preocupada por muchas cosas a la vez! La vida contemplativa es, ante todo, una vida de presencia. Cuando estamos ausentes de nosotros mismos, las preocupaciones, la soledad y la enfermedad se hacen presentes para llamarnos la atención. De un modo u otro, Dios insiste en invitarnos a estar junto a él, como dice Santa Teresa: Donde Dios está presente, nada nos quita la paz, nada falta, sólo Dios basta. Contemplando el génesis, en especial cuando Adán cae, como lo llama la teología, podemos ver que, tentación y caída son el bucle nuestro de cada día. La pauta de nuestros problemas es, la mayoría de las veces, provocación, respuesta y malestar. Muchos reaccionan ante el malestar con violencia, otros escondiéndose o haciéndose las víctimas. De una u otra forma, negándose el derecho a ser vulnerables y, sobre todo, a asentir la vida, actitud que hace posible que fluyamos ante la adversidad, sin mayores perjuicios para nuestro bienestar. Señala Merton: “Si nos detenemos un momento a pensar, a meditar sobre nuestros comportamientos, sobre lo que nos pasa y nuestras reacciones, sobre nuestras recaídas, nos daremos cuenta que, ninguno de nosotros está siempre de cara a la verdad” La realidad de la vida es la admisión de nuestra presencia. Nos estancamos en el dolor, no porque lo que suceda sea impactante o abrumante, sino porque estamos ausentes. Podemos estar sumergidos en los problemas tratando de resolver asuntos con nuestra imagen o con los fantasmas que, a veces no sólo nos acompañan, sino que se apoderan de nuestra voluntad y sentido de vida. Lo que nos saca de nosotros mismos, sólo nos recuerda que, desde hace un buen rato, estamos disociados, viviendo sin darnos cuenta. Estar presentes libera el alma de angustias innecesarias. La esencia de la vida contemplativa está en guardar en el corazón la convicción de que, para vivir plenamente y gozar de la compañía de Dios, sólo necesitamos conectar con nuestra esencia y con la esencia de Dios. Hagamos un pacto: Tú tenme paciencia, que yo tendré valor, y entonaremos un canto como nunca se ha oído. Tú pones la fortaleza, yo la debilidad. Y envueltos en tu abrazo, nos lanzaremos a buscar la justicia. Tú pones el horizonte, yo la pasión. Y hombro con hombro, hacia ese destino orientaremos la vida. Hagamos un pacto: Tú pones la Verdad, yo la inquietud. Tu verdad y mi inquietud se enlazarán en la búsqueda más eterna. Tú pones la Palabra, y yo el balbuceo. Y entre escuchas, eco y silencios daremos voz al misterio. Tú pones la ternura, yo, cinco panes y dos peces. Se saciará el hambre de tantos, y aún sobrarán doce cestos. Tú pones la misericordia, yo algunos aciertos, y bastantes tropiezos. Y en la escuela del perdón brotará la sabiduría. Hagamos un pacto: tú quédate a mi lado, y yo bailaré contigo. (José María R. Olaizola, sj) Francisco Javier Carmona
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