Mientras más culpamos a los demás de nuestra insatisfacción más estancados nos sentimos. Una persona insatisfecha siempre esta a la defensiva y hablando mal de los demás. Para muchos, la insatisfacción proviene de estar bajo la presión de obtener resultados. Una vida orientada al logro hace que, muchas personas tengan serias dudas sobre su identidad. Estas personas terminan creyendo que, para ser dignas de amor tienen que mostrar resultados y ser exitosas en todas las tareas que emprenden. Muchos desarrollan miedo al fracaso, porque lo identifican con inutilidad. De ahí que, terminan convenciéndose que, su identidad descansa sobre resultados, logros y metas alcanzadas. Estas personas, se acostumbran a impresionar a los demás y, a hacer creer que, en su vida todo está bien. Un joven fue a ver a un sabio cierto día y le preguntó: Señor, ¿Qué debo hacer para convertirme en un sabio? El sabio no contestó. El joven, después de haber repetido su pregunta cierto número de veces con parecido resultado, lo dejó y volvió al siguiente día con la misma demanda. No obtuvo tampoco contestación alguna y entonces volvió por tercera vez y repitió su pregunta: Señor, ¿Qué debo hacer para convertirme en un sabio? Finalmente el sabio lo atendió y se dirigió a un río que por allí corría. Entró en el agua llevando al joven de la mano. Cuando alcanzaron cierta profundidad, el sabio se apoyó en los hombros del joven y lo sumergió en el agua, a pesar de sus esfuerzos para desasirse de él. Al fin lo dejó salir, y cuando el joven hubo recuperado el aliento, el sabio interrogó: Hijo mío, cuando estabas bajo el agua, ¿Qué era lo que más deseabas? Sin vacilar contestó el joven: aire, quería aire. ¿No hubieras preferido mejor riquezas, placeres, poderes o amor? ¿No pensaste en ninguna de esas cosas? No señor, deseaba aire y solo pensaba en el aire que me faltaba -fue la inmediata respuesta. Entonces,-dijo el sabio- para convertirte en un sabio debes desear la sabiduría con la misma intensidad con la que deseabas el aire. Debes luchar por ella y excluir todo otro fin de tu vida. Debe ser tu sola y única aspiración, día y noche. Si buscas la sabiduría con ese fervor, seguramente te convertirás en un sabio.
En el libro de las crónicas (1, 7-12) se narra lo siguiente: “Aquella noche, Dios se le apareció a Salomón y le dijo: Pídeme lo que quieras, que yo te lo daré. Salomón le respondió: Tú trataste con mucho amor fiel a mi padre David y a mí me hiciste rey en su lugar. Entonces ahora, SEÑOR Dios, cumple la promesa que le hiciste a mi padre David porque tú me hiciste rey sobre una nación tan numerosa como el polvo de la tierra. Dame ahora la sabiduría y el conocimiento necesarios para gobernar a este pueblo porque, ¿quién será capaz de gobernar a este pueblo tuyo tan grande? Entonces Dios le dijo a Salomón: Ya que ese ha sido tu deseo y no pediste ser rico ni famoso ni que matara a tus enemigos ni que te concediera una larga vida, sino sabiduría y conocimiento para gobernar a mi pueblo, de quien te hice rey, te voy a dar, junto con la sabiduría y el conocimiento, también la riqueza y el honor como ningún rey ha tenido jamás y ninguno tendrá después de ti”. Muchos anhelan riquezas, prestigio, fama o una vida cómoda. Una vez que la obtienen, se sienten insatisfechos, lo que experimentan no era lo que su corazón ansiaba, se sienten desolados, tristes y, en algunas ocasiones, fracasados. No es lo que tenemos lo que nos hace felices. Es el compartir la vida y lo que somos donde encontramos la verdadera felicidad. El tener no da la felicidad; al contrario, muchas veces, la quita y, destruye el alma; sobre todo, cuando se olvida que las cosas están para nuestro servicio. Las personas insatisfechas donde llegan, con su necedad, intentan crear mala conciencia a su alrededor. Detrás de la insatisfacción hay un niño que se quedó anhelando protección, seguridad y confianza. El que ha puesto su confianza en Dios, antes que, en su éxito personal, sabe estar en silencio ante la vida y sus aconteceres. El que se define a sí mismo en virtud de los logros que alcanza, no puede hacer otra cosa que cacarear su falsa personalidad, si no lo hace, corre el riesgo de sentir que su vida vale poco o nada. El que pregona sus logros tiene miedo a ser visto como un fracasado, en su corazón se dice: nadie ama a los fracasados y, menos aún, a los inútiles. Las personas orientadas al logro, esclavas del trabajo y de los resultados tienen, en su interior, la imagen de un padre super exigente y crítico que no perdona los malos resultados, la imagen de un padre que pone expectativas muy altas sobre los hijos sin atender sus verdaderas necesidades emocionales, espirituales y psíquicas. En varios cuentos, encontramos la imagen del padre que manda a matar a su hijo y lo deshereda porque es tonto, porque no hace lo que el padre quiere que haga, porque no cumple los estándares del padre. Pedro Bernardone, el padre de Francisco de Asís, reprocha a su hijo no servir para nada porque no cumplió sus expectativas. La insatisfacción revela que estamos llevando una vida que no resuena con nuestro ser interior. Lo que Pedro Bernardone esperaba de su hijo, no es lo que corresponde al destino de Francisco. Recordemos que, por destino entendemos, alcanzar la meta de la existencia: ser nosotros mismos. A diferencia de lo que muchos padres esperan de sus hijos, Dios sólo espera que seamos nosotros, que la única identidad que construyamos sea la que corresponde a nuestro verdadero ser. Nacimos para vivir auténticamente, no para estar en función de las expectativas de los demás y, menos aún, para el cuidado de la imagen narcisista que crea nuestro Ego. Ante un padre exigente o con altas expectativas sobre la vida y, sobre sus hijos, no cabe otro sentimiento que la impotencia. Así, como la samaritana le dice a Jesús: ¡No tengo marido! Muchos, cuando se les pregunta por su insatisfacción responden: ¡No tengo un padre que me apoye, que reconozca mis verdaderas necesidades emocionales, espirituales o psíquicas, mis verdaderos talentos! ¡A mi padre, sólo le interesa que haga lo que Él desea! No hay mayor carga sobre la espalda de los hijos que la vida no vivida y proyectada de los padres. La impotencia hace aumentar el enojo y éste desata la ansiedad y la angustia. La voluntad de Dios es contraria a la de nuestros padres biológicos o a la de quienes toman su lugar en nuestra vida. Para Dios, lo único que importa es que, seamos nosotros mismos, que crezcamos de acuerdo a la imagen interna de nosotros mismos, aquella que está en el centro de nuestra psique. La verdadera sabiduría consiste, en el arte de vivir conforme a la imagen de nosotros que hay oculta en el corazón. Una vez que descubrimos la verdad sobre nosotros mismos, todo lo que antes daba sentido a la vida, desaparece. Es posible, pasar de la insatisfacción a la satisfacción. El primer paso para esta transformación consiste en, dejar de culpar a los demás y hacernos responsables de nuestra vida. El segundo paso consiste en, reconciliarnos con la imagen interna que tenemos del padre. El tercer paso es, permitirnos que crezca dentro de nosotros el padre que apoya, escucha y atiende nuestras necesidades internas y, por último, conectar con lo que Dios quiere de nosotros: que seamos auténticos. Cada mañana me sumergiré en Ti, agua de la vida, antes de ser vaso, nutriente en el surco, juego en la fuente, sosiego en el lago. Cada mañana me afinaré en Ti, Palabra del Padre, antes de ser susurro al oído, discurso en el aula, anuncio en el viento, silencio en la escucha. Cada mañana me orientaré en Ti, camino del Reino, antes de ser paso en la calle, ruta en la frontera, pausa en la espera, salto en el aire. Cada mañana me reposaré en Ti sabiduría encarnada, antes de ser vigilia en el sueño, flecha en el arco, sutura en la herida, cansancio en tu mano. Cada mañana me miraré en Ti, imagen del Padre, antes de ser alegría en el rostro, fuerza en los brazos, caricia en los ojos, luz en el barro (Benjamín González Buelta)Francisco Carmona
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