La madurez exige a todos abandonar la casa de nuestros padres y, en primer lugar, dirigirnos al Desierto. Después, hacernos cargo de nuestro destino. En la casa de nuestros padres está permitido pasar un período de tiempo, mientras tomamos las fuerzas necesarias para ir hacia la vida autónomamente. Mientras permanezcamos en el confort que ofrece la casa de los padres, nos excluimos de participar del proyecto de salvación de Dios; en otras palabras, dejamos de vivir nuestra vida, de participar en nuestro crecimiento, desarrollo y autorrealización. Hoy, los padres, se ingenian muchas formas para mantener a los hijos adultos bajo su protección y cuidado. Algunos padres, les alquilan el apartamento y les pagan los gastos. También hay hijos que, saben cómo llenar de culpa a los padres y prolongar el vínculo de la infancia. Mientras permanecemos al lado de los padres, bajo su protección, bajo sus leyes retardamos el proceso de individuación y la construcción de nuestra propia subjetividad. Tomar la vida en las manos y hacer algo digno con ella es una exigencia de la vida. Irse de la casa, tomar decisiones propias, emprender proyectos autónomos revelan que aceptamos el llamado de la vida y nos estamos convirtiendo en el adulto que la vida espera que seamos. Antes de iniciar nuestra propia vida, la espiritualidad nos aconseja ir al Desierto, encontrarnos con nosotros mismos, escuchar la voz interior que nos habita, los llamados de la vida. Al ir al desierto, nos liberamos de la presión de hacer lo que otros esperan que hagamos; sobre todo, nuestros padres. El que honra a sus padres nunca tomará decisiones que atenten contra su vida o la hagan indigna.
En la vida cristiana, san Antonio es el modelo de quien sale del confort de su casa, se dirige al desierto y toma la decisión de realizar en su vida sólo aquello que Dios le pida. En la Sagrada Escritura, hay testimonios de muchos hombres y mujeres que, dejando a su padre y a su madre van al desierto a escuchar la voz de Dios, del profeta, de aquel sabio, que les revele el misterio de su destino. La novedad que inaugura Antonio consiste en, mostrarnos que la vida cristiana madura comienza cuando vamos al desierto. Sin desierto, resulta complejo saber quiénes somos, cuál es nuestro lugar en la vida, qué propósito tiene nuestra existencia, cómo podemos amar y servir mejor. Sin vida interior, no hay identidad profunda y, sin ésta, carecemos de fuerza para tomar, vivir y realizar el propio destino. Por mucho que te esfuerces no lograrás enmendar tu vida, ni alcanzar la iluminación, más que podrías hacer salir al sol por tus propias fuerzas, decía el Maestro. Entonces, ¿para qué me hacéis practicar tantos ejercicios de penitencia y devoción y estudio y contemplación?, contestaba el discípulo. Para que estés despierto cuando salga el sol. San Atanasio, en el 357dc, describe la existencia de Antonio como una serie de salidas progresivas, no solo de los lugares que habita, sino de sí mismo. En cada salida, describe Atanasio, Antonio tiene que superar las tentaciones propias de la experiencia. Siempre vence porque nunca abandona su centro interior, no se distrae ni hace caso a todas las artimañas que el Ego, diablo o demonio se inventan para hacerle desistir de su propósito, de su búsqueda. Antonio entiende que, para poder progresar hay que ir, cada día, desierto adentro. El silencio es la puerta de un camino que, va conduciéndonos cada vez más hacia adentro, hacia el interior más profundo y, también, más oscuro. El final del camino está marcado por el encuentro definitivo con Dios, un encuentro que, según la literatura mística es semejante al abrazo que une al cuerpo de los amantes, convirtiéndolos en una sola carne. La casa paterna representa la infancia. Salir de la casa significa dejar de ser niños y asumir la tarea de irnos convirtiendo, paso a paso, en adultos; es decir, en seres que van descubriendo que, para ser felices tienen que comprometerse consigo mismos. La felicidad sólo depende de nosotros, ponerla en otros es, a pesar de los años que tengamos, un seguir siendo niños. Con frecuencia, encuentro personas, sobre todo que, en la relación de pareja, siempre están esperando todo del otro. Si bien la vida de pareja implica una cierta dependencia, esta debe ser vivida desde el lugar del adulto. Cada uno se ha trabajado a sí mismo y, deja de proyectar en el otro, las heridas que la relación con los padres dejó en su alma. Estamos listos para abandonar la infancia, la dependencia de nuestros padres, cuando como Antonio sentimos el llamado a vivir una vida diferente, donde lo que somos, tenga un espacio. El llamado a salir de la casa puede provenir de dos lugares muy diferentes. El primero, puede ser un acontecimiento natural, la muerte de un ser querido, el inicio de una nueva etapa en los estudios, el enamoramiento, etc. El segundo, puede ocurrir por un evento espiritual, encontramos en Dios o en Jesús la invitación a seguirlo, a realizar nuestro destino, a vivir la vida como una vocación asumiendo una misión. El primer lugar, nos saca del claustro doméstico y nos abre a la realidad del mundo exterior. El segundo, nos abre a la alteridad, al abandono de la seguridad que tenemos en el seno familiar para vivir plenamente la vida. Cuando Antonio sale de la casa, nos dice Fernando Rivas, descubre que, “por la vida es necesario andar ligeros de equipaje, todo aquello que nos impide la libertad y la soltura debe dejarse a un lado. Es importante aprender a relativizar lo que consideramos una riqueza, un valor indiscutible en nuestra vida. Si algo nos atrae es porque, al parecer, tiene mucho más valor que lo que estamos viviendo o intentando conservar. Jesús les dice al joven rico, que deseaba seguirlo, deja a un lado lo que consideras valioso: el confort familiar, la buena imagen, el prestigio. Sin esta renuncia, es difícil levantar el vuelo, salir a peregrinar. El que desea vivir la vida como vocación y misión tiene que estar dispuesto a renunciar a lo que representa confort. Una vez que practicamos el desapego estamos invitados a poner la confianza, en Aquel que nos llama e invita a vivir de manera diferente. Lo anterior, supone ser capaces de enfrentar las voces internas y externas que intentan convencernos de lo peligroso que resulta abandonar lo confortable, lo seguro, lo que siempre nos ha dado cobijo y protección. Las tentaciones para que abandonemos el deseo de individuarnos son fuertes. En la historia, conocemos relatos de hombre y mujeres que han sido encerrados por sus padres dentro de sus casas, como si fueran prisioneros o amenazados con ser desheredados para ver si logran disuadirlos y apartarlos del deseo que buscan realizar. Dice +Basky: “Los padres estamos dispuestos a hacer todo, cualquier cosa, por nuestros hijos menos dejarlos ser ellos mismos”. Las voces que intentan disuadirnos serán compañeras toda la vida, la tentación de regresar al lugar de +donde salimos será una constante toda la vida. De nuevo, nos dice Fernando Rivas: “Permanecer en el nuevo terreno, donde no hay nada más que incertidumbre, sin las comodidades y seguridades de la casa doméstica, es algo complicado y sólo se puede hacer si se cuenta con la ayuda de un buen acompañante, alguien que conozca el camino y, de alguna manera, se haya atrevido a salir antes de su propio espacio. El acompañamiento debe ayudarnos a construir las habilidades necesarias para vivir en el nuevo espacio. La experiencia de haber escuchado a Dios y a la vida, a seguir nuestro destino, a realizar nuestra vocación, debe convertirse en escucha de quienes han transitado antes los caminos nuevos que tenemos delante de nuestros ojos. Tenemos que decir: no se trata sólo de escuchar sino de internalizar y hacer propias las enseñanzas; de lo contrario, nos sentiremos perdidos y a la deriva frente al destino. Porque hay mañanas en las que siguen las sombras de la noche. Porque a veces las nubes no se mueven de mi cielo. Porque tengo vendas en los ojos que ni yo quiero quitar. Porque cierro puertas y ventanas. Y me empeño en que el flexo sustituya al sol. Porque sin Ti, mi horizonte se estrecha. Y mi suelo se quiebra. Porque sí. Porque te necesito. Ilumíname (Óscar Cala sj) Francisco Javier Carmona
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