El pasado es la mayor prisión en la que un ser humano puede caer. Jesús entra en la piscina de Betesda. Encuentra a un hombre paralítico. Cuando pregunta por el tiempo que el hombre lleva enfermo. Éste responde: treinta y ocho años. ¿Cómo es posible, que en treinta y ocho años, no haya encontrado la oportunidad de curarse? El hombre responde: “¡Nadie me ayuda!”. En esta respuesta, sin ánimo de juzgar, podemos ver que, el hombre espera que los demás se hagan carga de su situación. Es una costumbre, bastante extendida en el momento presente, poner sobre los hombros de los demás, los asuntos que nos corresponde resolver a nosotros. A veces, llegan personas al consultorio diciendo: “Vengo a qué usted me quite los males que tengo”. Siempre me pregunto: ¿qué tan dispuestas están, estas personas, a hacer algo por ellas? Cuando una persona sabe que es responsable de su bienestar, pero prefiere recostarse sobre los demás, es claro que, la persona está atrapada en el pasado doloroso y pasa cuenta de cobro a los demás, a quienes considera responsables de lo sucedido. Antaño, hace ya muchos años, se utilizaba en el Japón cierta clase de linternas hechas de papel y bambú, con una vela en su interior. Un hombre ciego, que había ido a visitar a un amigo por la noche, recibió de éste una de esas linternas para que hiciese el camino de vuelta a casa. ¿Para qué quiero yo una linterna? inquirió el ciego. Oscuridad y luz son para mí la misma cosa. Sé que no necesitas una linterna para encontrar el camino, replicó el amigo, pero si no la llevas, algún otro podría tropezar contigo, así que es mejor que la cojas. El ciego partió con la linterna de la mano, pero apenas, se había alejado un corto trecho, cuando chocó de frente con alguien. ¡Mira por dónde andas!, le gritó al desconocido. ¿Es que no ves la linterna? Tu linterna se ha apagado, hermano, respondió el hombre.
“¿Quién no pasa por temporadas malas? ¿Quién vive en un mundo de porcelana? ¿Quién camina sin horas oscuras? A todos nos llegan momentos en los que los problemas se agolpan. Unas veces, en forma de conflictos que nos llenan de preocupación. Otras veces, nos golpean fracasos inesperados. Hay ocasiones, en las que nos falla la gente, hasta sin quererlo, sin poder evitarlo, tal vez sin saberlo... Y entonces nos invade la inquietud, nos martillean las sienes con la preocupación, las preguntas, las dudas y el sin sentido... Aprender a ser fuertes en esos momentos no es hacernos impermeables o impasibles. No es revestirnos de una capa de dureza que nos haga inmunes a las tormentas. No es compensar los problemas con otras satisfacciones, ni negar que existen, pues muchas veces son dolorosamente reales. Ser fuertes es ser capaces de caminar, aun heridos; de creer, aun agitados; de amar, aun vacíos” (rezandovoy) Quedarnos atrapados en el pasado, en lo que ha sido difícil o doloroso, en lugar de hacernos bien, termina enfermándonos y creando un grave desequilibrio en el alma y en el corazón. Mientras permanecemos en el pasado, nos convertimos en los prisioneros del miedo, la duda, la ansiedad, y el juicio. El pasado puede convertirse en el conductor de nuestra vida. Cuando esto sucede, la vida se convierte en un tren descarrilado por los pensamientos que, una y otra vez, hieren el alma y le arrebatan la paz y el silencio. Fuera de nosotros mismos, estamos a merced de fuerzas que, por la incapacidad de controlarlas, terminan arrastrándonos hacia parajes oscuros, en los que el alma y el corazón corren el riesgo de perderse definitivamente. La única forma conocida, de salir de la cárcel del pasado, consiste en regresar al presente. Nos dice Carolyn Hobbs: “Al regresar al presente, dejamos de revivir la historia que nos decepcionó, que nos lastimó. Despertamos del sueño de pensamientos inconscientes y falsas imágenes sobre nosotros mismos y, nos convertimos en lo que realmente somos: una consciencia que trasciende”. La desesperación nos lleva donde no queremos estar, nos impide elegir y vivir la alegría. De nuevo, escribe Carolyn Hobbs: “estar presentes nos ofrece un nuevo fundamento para construir la vida”. Dios es Dios de vivos, no de muertos, nos dice el Evangelio. La espiritualidad nos invita a salir de nosotros mismos, del afán de enmendar el pasado, para vivir el gozo de la vida que fluye en armonía, en una relación sana y de entrega. Si algo podemos hacer para que nuestro corazón conserve su vitalidad es, mantenerlo en el presente. La memoria dolorosa o traumática termina alejándonos de nosotros mismos, además, impide que tomemos el potencial con el que la vida nos dotó al ser engendrados y vivir en conexión con lo que realmente somos. La presencia nos permite elegir libremente. Donde hay libertad, la vida fluye armoniosamente. Patear la vida y exigirle que se acomode a la imagen mental que nos hicimos de ella, nos conduce hacia una esclavitud cada vez mayor. Quedarnos en lo que pudo ser y no fue, nos agota mentalmente. La vida no se resuelve, volviendo una y otra vez, sobre lo mismo. En muchas ocasiones, nos toca decirnos a nosotros mismos: “¡no era lo que deseábamos, pero nos toca seguir viviendo con esto que pasó! Un autor anónimo escribe: “Hay días en que miro atrás y descubro que voy acumulando recuerdos. Y si esto pasa cuando uno es joven, qué no será a los ochenta... Supongo que en cierta medida empezamos a ser adultos cuando podemos mirar atrás, y vamos teniendo memorias; empezamos a sentir que hay heridas (unas bien cicatrizadas, otras que aún escuecen); que hay situaciones joviales que, al evocarse, no pueden menos que suscitar una sonrisa; que hay rostros que en algún momento fueron tan cercanos y ahora se desdibujan un poco, pero aún nos hacen vibrar. Entonces palabras como gratitud, arrepentimiento, olvido, nostalgia, madurez, historia, empiezan a cobrar sentido... Es hermoso este tiempo en el que los recuerdos aún no pesan, pero ya son reales. Es muy hermoso el saber que uno va cargando las maletas con un equipaje que incluye nombres, abrazos, errores, lecciones, perdones, fracasos y éxitos, caricias, opciones, luchas, oraciones, dudas, pequeñas historias que van entretejiendo una historia grande. Es hermoso saber que en nuestra vida hay todavía tanto por escribir, y al mismo tiempo, empieza a haber algo ya escrito, que nos convierte en quien somos, una persona única, distinta, especial, con virtudes y defectos, con manías y encantos, parte de un mundo grande”. Cuando escucho ciertas reacciones ante lo que sucede, termino pensando: “muchos de nosotros permitimos que el Ego dirija nuestra vida, sin ser conscientes de ello”. Recordemos que, el Ego es la parte menos madura que tenemos, es la parte que reacciona a la defensiva ante cualquier nimiedad y la que nos invita a tomarnos como algo personal todo lo que se dice o se comenta. El Ego siempre está a la defensiva y atacando. Creo que, sabiendo que el Ego nos sabotea, seguimos rindiéndole honor y permitiéndole que actúe a su antojo, así nos quejemos después, de las experiencias dolorosas por las que nos hace atravesar. El Ego, de manera compulsiva, hace que volvamos la mirada hacia los errores del pasado, hacia lo que no podemos cambiar y, nos sentemos tristes y enojados cuando descubrimos la verdad: la vida es como es y nosotros somos como somos, no hay nada qué podamos hacer, si no es amarnos, acogernos y aceptarnos como realmente somos. Cuando te llama el amor, síguele, aunque sus caminos sean ásperos y empinados. Y cuando sus alas te envuelvan, entrégate, aunque te pueda herir la espada oculta entre sus plumas. Y, cuando te hable, créele, aunque su voz perturbe tus sueños como arrasan el jardín las ráfagas del viento norte. Pues, a la vez, el amor te corona y te crucifica. A la vez, él te hace crecer y te poda. Y mientras te eleva a las alturas y acaricia tus más tiernas ramas que tiemblan al sol, baja, también, a tus raíces y las sacude para que no se agarren a la tierra. Te desgrana para sí como a granos de maíz, te trilla hasta dejarte desnudo, te aventa para limpiarte del salvado, te muele hasta la blancura, te amasa hasta dejarte dúctil. Y luego te manda su fuego sagrado, para que te conviertas en pan sagrado para el sagrado festín de Dios (Kahlil Gibran) Francisco Carmona
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