En Cristo, Dios nos ofrece su salvación. Esta noticia despierta en el corazón una alegría inusitada, diferente, nueva. Cuando el ángel se presenta ante los pastores, lo hace con las siguientes palabras: “Hoy, nació, en la ciudad de David, un Salvador, el Mesías, el Señor”. Según la tradición, los pastores son los que guían, apacientan, cuidan y protegen el rebaño; cuando el pastor es fiel a su misión, entrega su propia vida por el rebaño que le fue confiado. El mayor enemigo del rebaño es el lobo, aquella fuerza que hiere y destroza la vida hasta la muerte. La gran noticia es ésta: nació el verdadero pastor de las almas, Aquel que guiará al pueblo de la oscuridad a la luz, de la vida a la muerte, entregando su vida hasta el final. Jesús viene a salvar lo que está perdido en nuestra humanidad, a sanar lo que está herido y a reconciliar lo que amenaza con ser destruido. Dice Pagola: “Cristo viene a salvar lo que estamos echando a perder, a resucitar lo que está muriendo en nosotros, a sanar lo que está enfermo y a liberarnos del pecado que nos esclaviza”. Acoger a Cristo también es acoger lo que llena de sentido nuestra existencia, nuestras relaciones, nuestros anhelos más profundos. Cuando Jesús entra en la casa de Zaqueo salva lo que éste hombre, aferrado al dinero, está echando a perder, su capacidad de acoger al otro, de hacer amistad con el otro, desde un lugar diferente al préstamo, al endeudamiento y al cobro. Cuando Jesús entra en el templo sana al hombre que, está convencido de haberse ganado el amor de Dios con sus obras, cuando su corazón tiene otros intereses que, poco o nada, tienen que ver con el amor verdadero y auténtico. Cuando Jesús entra a la piscina de Betesda libera al paralitico de su afán de ser ayudado y socorrido por los demás, en lugar de hacerse cargo de su propia historia, de su destino. Donde entra Jesús, lo viejo le cede el paso a lo nuevo.
Estaba el maestro sentado a la orilla del Ganges instruyendo a sus discípulos acerca del apego cuando otro joven discípulo, aparentemente rico y ostentoso de sus joyas, se acercó al grupo diciendo. He aquí divino maestro que traigo un regalo digno de ti. Todos se acercaron a mirar el valioso regalo que el recién llegado sacó de entre un pañuelo de seda. Algunos no pudieron evitar que algunas exclamaciones de admiración escaparan de sus bocas. Era un par de brazaletes de oro con piedras preciosas finamente incrustadas. El maestro sondeó con su mirada al joven discípulo y tomando uno de los brazaletes lo arrojó al Ganges. Todos quedaron estupefactos y, tras un momento de total confusión y vacilación, se lanzaron al agua en busca del brazalete. Al cabo de las muchas horas, ya cayendo la tarde, el discípulo rico volvió al maestro y rogándole le preguntó. Maestro, a lo mejor pudiera encontrar el brazalete si me indicas por donde cayó. El maestro no dijo palabra alguna. Tomó el segundo brazalete y lo lanzó al río. Entonces dijo. Allí. Estamos invitados a vivir la relación con Jesús como una experiencia de salvación. Recordemos que, la palabra salvación hace referencia a vivir con profundidad la vida, llenándola de sentido, evitando ser arrastrados por el vacío y la inautenticidad. Allí, donde un ser humano vive frustrado, desesperanzado, atrapado en el pasado, devorado por las heridas que no logra curar, es necesaria la presencia de Cristo. Cristo está presente donde un ser humano se hace la pregunta: ¿Quién soy yo, realmente? ¿Qué debo hacer para vivir plenamente, para alcanzar la vida eterna? El que se busca a sí mismo, aunque no tenga fe, está buscando a Cristo. Cuando un ser humano se esfuerza por vivir diferente, por hacer las cosas de otro modo al que le enseñaron o le sugirieron, está Cristo actuando. Donde los enemigos se dan la mano y los hermanos se reconcilian, allí está Cristo. Donde está presente Cristo, está actuando la misericordia de Dios. El perdón es el primer paso hacia el encuentro con Cristo. Joan Garriga escribe: “Seguramente, el vínculo más importante que un ser humano ha experimentado es con los padres; no sólo con el padre y con la madre sino con aquello que pasa entre los padres. Esta es la matriz, el origen”. Se entiende por constelación, el lugar, la actitud, la postura que, en determinado momento de nuestra existencia, asumimos con respecto a lo que sucedía entre nuestros padres y constituía la dinámica de su relación como pareja y, lógicamente, como padres. Esta constelación, la vamos repitiendo en la vida adulta, en los diferentes escenarios donde nos vamos encontrando. Los éxitos, los fracasos, los proyectos de vida, etc., están relacionados con nuestra constelación familiar. En los diferentes encuentros de constelaciones he podido ver que, muchos de nuestros conflictos tienen su origen en nuestra matriz. Cristo es la fuerza que nos lleva a asentir a la vida como es y cómo se manifiesta. También Cristo es el que dispone nuestro corazón para que nos abramos a la reconciliación, soltemos aquello a lo que nos hemos aferrado porque nos da fuerza o nos hace creer que, de esta forma, vivimos en coherencia con el destino, con nuestra identidad. Pertenece a Cristo el deseo profundo de saber quiénes somos y de vivir realizándonos en el amor y el servicio. En definitiva, cuando hablamos de Cristo, hacemos referencia a la fuerza espiritual que, nos guía hacia el orden en nuestra vida, hacia la vida interior, hacia el corazón de donde podemos tomar la fuerza que necesitamos para fluir en la vida. En Cristo, todo lo podemos y en Él, también encontramos la fortaleza y el consuelo que necesitamos para encarar el sufrimiento y la dificultad que obstaculiza nuestra existencia. La misericordia es el segundo paso en nuestro caminar hacia Cristo. Aprender a relacionarnos con los demás sin prejuicios y, sobretodo, dejando a un lado el juicio, la pretensión de creer que sabemos lo que es mejor y conveniente para el otro. Lucas nos muestra a Jesús curando a quienes sufren en el cuerpo o en el alma. La misericordia, nos dice san Lucas, es la manifestación del poder que habita en Jesús. Nos dice Pagola: “Jesús es como el buen samaritano que, cuando ve en su camino a alguien caído, se conmueve, se acerca y, movido por su compasión, cura sus heridas”. La misericordia es la manifestación de la bondad de Dios y, también es la llamada que el mismo Dios nos hace para vivir, siendo también misericordiosos. Para Lucas, Jesús no está en este mundo como el fruto del amor entre los esposos sino como la manifestación del amor que Dios nos tiene. Con este detalle, Lucas nos quiere invitar a mirar nuestra vida más allá de nuestros padres. Con frecuencia, veo personas en dificultades con su origen. Lucas nos recuerda que, primero que nuestros padres, Dios nos amó, eligió y destino a ser hijos a semejanza de Cristo. Cuando miramos la dinámica que acompañó nuestra gestación, descubrimos la solidaridad de Cristo con nosotros. También Cristo pasó por las mismas vicisitudes que, algunas personas han tenido que pasar mientras se iban gestando en el vientre de su madre. Lucas nos recuerda, una y otra vez, que nuestra vida depende más del Espíritu Santo que, de la voluntad de nuestros padres. En Cristo, somos elegidos para ser llamados hijos de Dios. Esperaré por ti. Esperaré contigo. Atento y expectante, paciente y caminante. Esperaré por ti. Esperaré contigo. Abierto a las sorpresas, confiado en tus promesas. Esperaré por ti. Esperaré contigo. Camino hacia Belén, a dónde tú me dices ¡ven! Esperaré por ti. Esperaré contigo. Con María por compañera, nuestra dulce consejera. Esperaré por ti. Esperaré contigo. En el silencio de José, aprendiendo de su fe. Esperaré por ti. Esperaré contigo. Porque el amor espera, y sabe dar la vida entera. Esperaré por ti. Esperaré contigo. Ven y no tardes tanto, mira que me agobia el cansancio. Ven, tú, nuestro consolador y ayúdanos a vivir en tu amor. Y así, abrazando nuestra cruz, ¡Caminaremos juntos a tu luz! (Genaro Ávila-Valencia, sj)Francisco Carmona
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