El corazón es nuestra interioridad. Lo que guardamos en el corazón nos define, nos da una identidad que puede ser sana o traumática. El dolor no nos define, pero lo que hacemos con el dolor si puede darnos una identidad y configurar nuestra existencia de tal modo que, podemos creer que el dolor es nuestro destino. Para saber quiénes somos realmente, necesitamos descender a las profundidades del corazón. Sin un encuentro honesto con nosotros mismos nunca llegaremos a descubrir cuál es el tesoro que guardamos en nuestro interior y lo que podemos hacer con él. Había una vez una rana que había vivido siempre en un mísero y estrecho pozo. En él había nacido y en él habría de morir. Pasó cerca de allí otra rana que había vivido siempre en el mar. Tropezó y se cayó en el pozo. ¿De dónde vienes? preguntó la rana del pozo. Del mar. ¿Es grande el mar? Extraordinariamente grande. Inmenso. La rana del pozo se quedó unos momentos muy pensativa y luego preguntó: ¿Es el mar tan grande como mi pozo? ¡Cómo puedes comparar tu pozo con el mar! Te digo que el mar es excepcionalmente grande. Descomunal. Pero la rana del pozo, fuera de sí por la ira, aseveró: Mentira, no puede haber nada más grande que mi pozo. ¡Nada! ¡Eres una mentirosa y ahora mismo te echaré de aquí!
“Hace aproximadamente treinta y seis años, un médico le dijo a una joven de dieciséis años: Con ese problema de útero, usted no va a servir ni como mujer ni como mamá. Estas palabras entraron en el corazón de esta mujer como espada de doble filo. A partir de ese momento, la mujer comenzó a hacerse tratamientos de fertilidad, hasta que logró quedar en embarazo. Una vez que, el niño nació, lo escondió y no lo dejaba ver de nadie, especialmente de su familia. Se aíslo y aíslo al niño. Desde muy pequeño, el niño empezó a sufrir maltrato de la madre. Lo dejaba solo en el apartamento bajo llave. El niño permanecía con el pañal sin cambiar y con hambre, hasta que la madre regresara del trabajo. Después, empezó a experimentar el castigo físico y el maltrato emocional. Una vez que, el niño creció y pudo valerse por sí mismo, huyó de la casa. Una palabra puede destruirnos la vida y, también una palabra puede devolvernos a la vida y sanarnos. Vivian Brougthon, hablando del trauma de amor, señala: “el corazón de una madre traumatizada está dividido. Como la psique de la madre está dividida, el niño en su interior experimenta la misma división que la madre. De esta forma, el hijo lleva sobre sus espaldas no sólo el trauma de amor, un corazón dividido, sino también el trauma de identidad, no sabe quién es realmente. El hijo de una mujer traumatizada tiene que hacerse cargo de los efectos de un evento en el cual él no estuvo presente. Muchos cargan sobre sus espaldas un dolor que no les pertenece, pero curiosamente, que sirve para sentir que pertenecemos, que hacemos parte. Una de las características que presenta el trauma consiste en ignorar la propia identidad, los deseos, las necesidades y la integridad. Pienso en la indefensión que esta mujer debió experimentar frente a la autoridad del ginecólogo. Hace poco, vino una mujer, muy diferente a la primera, a constelar el útero, porque el médico le había dicho que había que extraerlo y, al hacerlo, tendría que despedirse de su sexualidad. De nuevo, aparecieron las palabras que deslegitiman y hacen daño: “como mujer, dice el médico, vas quedar sirviendo poco”. Afortunadamente, en el taller había un ginecólogo y, al escuchar lo que la mujer contaba, logró darle claridad y ayudarla a ver que las cosas eran distintas a como le había dicho su médico tratante. Vivian Brougthon dice: “Para resolver el trauma, las personas deben aprender a tomar la autoridad sobre lo que les está sucediendo, explorar las imágenes de su psique y conectar con el sentido que ofrece la experiencia. En estos casos, la labor del terapeuta consiste en estar presente sin tomar la autoridad o el poder que, únicamente le corresponden a quien tiene que enfrentar el trauma. La mayor dificultad que se enfrenta en un trauma radica en la escisión o la disociación psíquica. En la psicología profunda, se identifica el origen del mal en la escisión o disociación psíquica. Al perder el contacto consigo mismos, con su alma, las personas entran en estado de sobrevivencia y comienzan a planear mentalmente el ataque que, según la experiencia misma del dolor, creen que les devolverá la vida o cualidad perdida en el evento traumático. Una persona separada de sí misma, atrapada en la experiencia dolorosa, planea y ejecuta el mal convencida de que está actuando justamente. Un dolor que no se atiende adecuadamente puede terminar dando lugar a una enorme tragedia. A diario se ve. Escribe Vivian Brougthon: “La disociación es la separación de la realidad. Como la realidad del momento es demasiado insoportable, nos separamos de ella. La asociación es en realidad, lo que es ahora”. Una persona desconectada de la realidad se ancla en el dolor que dio origen al trauma. Una de las características del trauma está asociada a la repetición de los comportamientos compulsivos que estuvieron presentes durante el proceso traumático inicial. Así, la mujer que, un día golpeaba a su hijo pequeño y lo aislaba de los demás, puede apartar y maltratar a los padres ancianos, si llegan a quedar bajo su cuidado. Lo que no se enfrenta ni se cura, se repite una y otra vez, a lo largo de la vida. Para cuidar de otros y de nosotros mismos es de suma importancia lograr estar presentes. La disociación puede hacer que perpetuemos el dolor sin ser conscientes de lo que realmente estamos haciendo. La espiritualidad nos ayuda a estar presentes. Sólo cuando estamos presentes, podemos hacernos cargo de las experiencias del pasado. Una vez que, salimos de las trampas del pasado, podemos experimentar la vida no sólo en su plenitud sino también en su inmensa riqueza. Es importante que, lo que sucedió una vez o varias veces durante años, no se convierta en el propósito de nuestra existencia. Al permitirlo, nos estamos destruyendo el alma, la vida y el propio ser. Escribe, bellamente, Thomas Merton: “Las contradicciones existieron siempre en el corazón del hombre. Pero sólo se convierten en un problema constante e insoluble cuando preferimos el análisis al silencio. No se trata de resolver todas las contradicciones, sino de vivir con ellas y elevarse sobre ellas, para verlas a la luz de valores eternos y objetivos que, mediante la contemplación las vuelve triviales”. Los discípulos reconocían a Jesús al partir el pan. Celebrar la eucaristía es un momento de suma importancia para quien esta en el proceso de hacerse presente. Jesús está presente en la eucaristía y nos enseña la forma de estar presentes en nuestra vida y en la vida de quienes nos rodean y acompañan. Orar delante del santísimo, signo de la presencia permanente de Cristo, es de gran ayuda para ir regresando lentamente al contacto profundo con nosotros mismos, con la fuerza que nos habita y con el amor que nos transforma porque cura nuestras heridas y nos invita a salir de nuestros miedos más profundos. La contemplación de Cristo presente en el sagrario nos recuerda, como dice Thomas Merton que, “allí estamos presentes el género de los pecadores, unidos y abrazados dentro de un solo corazón, una sola bondad, porque el Corazón de Cristo es uno y bondadoso” Hambre de Ti nos quema, Muerto vivo, Cordero degollado en pie de Pascua. Sin alas y sin áloes testigos, somos llamados a palpar tus llagas. En todos los recodos del camino nos sobrarán Tus pies para besarlos. Tantos sepulcros por doquier, vacíos de compasión, sellados de amenazas. Callados, a su entrada, los amigos, con miedo del poder o de la nada. Pero nos quema aun tu hambre, Cristo, y en Ti podremos encender el alba (Pedro Casaldáliga)Francisco Carmona
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