La samaritana va al pozo al mediodía, cuando el sol está en su máximo esplendor y el calor se hace agobiante. Para muchos, esta es la imagen que representa aquella etapa de la vida donde sentimos que todo marcha bien y, sin embargo, estamos profundamente insatisfechos. Algo parece que le falta al alma para encontrar la verdadera paz interior. Dice Joan Garriga: “Los bienes nunca dan la felicidad, el problema está en que sólo los ricos lo saben”. Hace unos años, vino a verme un hombre diciendome: “el contador me ha dicho que puedo disponer de seis mil millones de pesos para lo que quiera, incluso como papel higiénico”. Una semana después, vino de nuevo a decir: “¿De qué sirve todo ese dinero, sino me siento realmente feliz?”. Cuando empezamos a sentirnos insatisfechos con las cosas que tenemos, con el éxito que alcanzamos, con las personas que nos rodean, es porque la carencia esta tocando las puertas de nuestra vida, de nuestra psique, de nuestro corazón y, a veces, también de nuestro espíritu. La samaritana que va al pozo buscando agua es, a mi parecer, la imagen del alma que, en la mitad de la vida, siente que nada la llena y, que el vacío parece estarla devorando como un fuego que, a su paso arrasa con todo. Esta crisis abarca a todos, a los que están cerca de Dios y a los que se han alejado definitivamente de Él. La insatisfacción, la carencia, viene para recordarnos una verdad fundamental sobre nosotros mismos.
Había una vez un cerrajero al que acusaron injustamente de unos delitos y lo condenaron a vivir en una prisión oscura y profunda. Cuando llevaba allí algún tiempo, su mujer, que lo quería muchísimo se presentó al rey y le suplicó que le permitiera por lo menos llevarle una alfombra a su marido para que pudiera cumplir con sus postraciones cada día. El rey consideró justa esa petición y dio permiso a la mujer para llevarle una alfombra para la oración. El prisionero agradeció la alfombra a su mujer y cada día hacía fielmente sus postraciones sobre ella. Después de años de hacer sus postraciones y de orar para salir de la prisión, de repente vio lo que tenía justo bajo las narices. Su mujer había tejido en la alfombra el dibujo de la cerradura que lo mantenía prisionero. Cuando se dio cuenta de esto y comprendió que ya tenía en su poder toda la información que necesitaba para escapar, comenzó a hacerse amigo de sus guardias. Y los convenció de que todos vivirían mucho mejor si lo ayudaban y escapaban juntos de la prisión. Ellos estuvieron de acuerdo, puesto que aunque eran guardias comprendían que también estaban prisioneros. También deseaban escapar pero no tenían los medios para hacerlo. Así pues, el cerrajero y sus guardias decidieron el siguiente plan: ellos le llevarían piezas de metal y él haría cosas útiles con ellas para venderlas en el mercado. Juntos amasarían recursos para la huida y del trozo de metal más fuerte que pudieran adquirir el cerrajero haría una llave. Una noche, cuando ya estaba todo preparado, el cerrajero y sus guardias abrieron la cerradura de la puerta de la prisión y escaparon. Dejó en la prisión la alfombra para orar, para que cualquier otro prisionero que fuera lo suficientemente listo para interpretar el dibujo de la alfombra también pudiera escapar. Lo más bello de todo, lo que anima y reconforta plenamente es que, después del encuentro con Jesús, todo cambia, se hace diferente y podemos volver a conectar con nuestra verdadera realidad, con la identidad profunda que somos y podemos regresar, siendo nosotros mismos, al encuentro de aquellos que amamos y de los que esperan aún conocer quienes somos realmente. Jesús, sentado en el brocal del pozo, revela la sed que tiene de nuestra humanidad. Sabemos que Jesús vino a rescatar a nuestra humanidad del vacío y del sin-sentido; de ahí que, su anhelo más profundo sea curar el corazón destrozado y vendar el que está herido. Jesús nos revela que la verdadera sed no es de cosas sino de misión, de un proposito que corresponda a nuestro ser. El diálogo con la samaritana comienza en la pregunta: ¿Cómo tú, que eres judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana? Jesús le responde: Si conocieras el don de Dios, si supieras quién es el que te pide de beber, tú misma le pedirías agua viva y él te la daría. La respuesta de Jesús, provoca otra pregunta en la mujer: Nuestro antepasado Jacob nos dio este pozo, del cual bebió él, sus hijos y sus animales; ¿eres acaso más grande que él? Jesús interviene diciendo: El que beba de esta agua volverá a tener sed. La mujer no tiene otra alternativa que decir: Señor, dame de esa agua, y así ya no sufriré la sed ni tendré que volver aquí a sacar agua. A través de las preguntas, Jesús conduce a la mujer al verdadero encuentro consigo misma: Vete, llama a tu marido y vuelve acá. La palabra marido perfectamente la podemos traducir por la pregunta: ¿Cuál es la razón de tu vida?, ¿a quién sirves? San Pablo cuando habla del matrimonio dice: “La mujer sigue al hombre porque él está al servicio de la mujer”. En otras palabras: la palabra esposa traduce: ¿a quien sirves? Y la palabra esposo: ¿A quién sigues, qué persigues en la vida, qué deseas alcanzar? La circularidad de la pregunta nos pone frente a la verdad que nos habita. La insatisfacción de la mujer tiene su origen en la confusión que, en la mitad de la vida se presenta con respecto a nuestros verdaderos intereses en la vida. El que busca está, según el Evangelio, en una experiencia de carencia. La realidad íntima de la samaritana está marcada por el “No tengo marido”; en otras palabras, no sé qué persigo en la vida, no tengo metas claras; al parecer, vivo sin un propósito que valga realmente la pena”. La mujer samaritana no sabe cómo alcanzar aquella relación que le permita sentirse amada incondicionalmente, tomada en serio, valorada, rescatada del dolor que le producen las heridas que llevan en el alma. Conectada con la carencia, la mujer se esconde, evita a los demás, huye del encuentro y, cuando este se da, se pone a la defensiva. La carencia nos hace participar de una realidad que Dios, desde lo más profundo de su ser, quiere transformar. Jesús dibuja muy claramente la realidad del ser humano en el hombre que va de Jerusalén a Jericó, es asaltado en el camino y abandonado medio muerto. De nuevo, Jesús vino a sanar al hombre dividido, enfermo, abandonado porque esa es la voluntad de Dios: que nadie se pierda, que nadie viva sin experimentar su Amor. Aquella voz que nos dice: “¡Dame de beber!” Es la misma que nos dice: “Si conocieras el don de Dios, si supieras quién es el que te pide de beber, tú misma le pedirías agua viva y él te la daría”. El que se presenta ante nuestros ojos como un necesitado es también el que posee la riqueza que anhelamos en nuestro interior. El que revela que no llevamos una vida satisfactoria es el que nos grita: “Venga a mí, todos los que están cansado y agobiados que, yo los aliviare, porque soy manso y humilde de corazón”. El que nos ayuda a comprender que nuestra existencia, como se ha vivido, está vacía, también se ofrece como el sentido último de la existencia. El Papa Benedicto XVI recordaba siempre que, “El Señor nos ama sin importar cuántas heridas llevamos en nuestro corazón”. Dios nos ama incondicionalmente. ¿Estamos dispuestos a dejarnos amar por Dios de esta manera? ¡Enamórate! Nada puede importar más que encontrar a Dios. Es decir, enamorarse de Él de una manera definitiva y absoluta. Aquello de lo que te enamoras atrapa tu imaginación, y acaba por ir dejando su huella en todo. Será lo que decida qué es lo que te saca de la cama en la mañana, qué haces con tus atardeceres, en qué empleas tus fines de semana, lo que lees, lo que conoces, lo que rompe tu corazón, y lo que te sobrecoge de alegría y gratitud. ¡Enamórate! ¡Permanece en el amor! Todo será de otra manera (Joseph Whelan sj)Francisco Carmona
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