El desierto es el camino a través del cual también podemos llegar a la salvación. Una vida sin sentido, dicen varios autores espirituales, es una vida desperdiciada. En cambio, una vida llena de sentido es una vida fecunda, bien aprovechada. Existen muchas circunstancias que nos pueden apartar del objetivo final de nuestra existencia, que no es otro que, poder confesar, al final de nuestra vida, que supimos vivir; qué logramos sentirnos a gusto con nosotros mismos, con lo que somos. Para alcanzar esta experiencia, sin lugar a dudas, se ha tenido que atravesar el desierto muchas veces; es decir, se ha tenido que enfrentar no una, sino en varias ocasiones, la propia realidad existencial. Es común, que nosotros lleguemos a pensar que los bienes materiales son los que nos esclavizan y roban la libertad. No siempre es así. Podemos vivir esclavos de la pérdida que nunca logramos superar, de la angustia porque no se realizan nuestras expectativas, de la ansiedad porque nos vemos insuficientes, incapaces o incompetentes. Existen muchas cosas, que pueden hacer del corazón un sagrario del dolor antes que, de la gracia que proviene de la divinidad. El corazón en lugar de ser el sagrario de Dios, del amor, del fundamento de nuestra existencia, puede convertirse en el lugar donde el dolor, la ira, la venganza, la violencia, lo que nos impide ser tienen una morada permanente. La realidad existencial, el Desierto, puede ser vivido de muchas maneras, todas diferentes, por cada uno de nosotros. De lo que no hay duda es que, Dios nos espera en el Desierto para mostrarnos su fidelidad y su amor.
Un hombre avanza desesperado por el desierto. Acaba de beber la última gota de agua de su cantimplora. El sol sobre su cabeza y los buitres que lo rondan anuncian un final inminente. ¡Agua!, grita. ¡Agua!¡Un poco de agua! Desde la derecha ve venir a un beduino en un camello que se dirige hacia él. ¡Gracias a Dios!, dice. ¡Agua por favor... agua! No puedo darte agua, le dice el beduino. Soy un mercader y el agua es necesaria para viajar por el desierto. Véndeme agua, le ruega el hombre. Te pagaré... Imposible . No vendo agua, vendo corbatas. ¿Corbatas? Sí, mira qué maravillosas corbatas... Estas son italianas y están de oferta, tres por diez dólares... Y estas otras, de seda de la India, son para toda la vida... Y éstas de aquí... No... No... No quiero corbatas, quiero agua... ¡Fuera! ¡Fueraaaaa! El mercader sigue su camino y el sediento explorador avanza sin rumbo fijo por el desierto. Al escalar una duna, ve venir desde la izquierda otro mercader. Entonces corre hacia él y le dice: Véndeme un poco de agua, por favor... Agua no, le contesta el mercader. Pero tengo para ofrecerte las mejores corbatas de Arabia... ¡Corbatas! ¡No quiero corbatas! ¡Quiero agua!, grita el hombre desesperado. Tenemos una promoción, insiste el otro. Si compras diez corbatas, te llevas una sin cargo ¡No quiero corbatas! Se pueden pagar en tres cuotas sin intereses y con tarjeta de crédito. ¿Tienes tarjeta de crédito? Gritando enfurecido, el sediento sigue su camino hacia ningún lugar. Unas horas más tarde, ya arrastrándose, el viajero escala una altísima duna y desde allí otea el horizonte. No puede creer lo que ven sus ojos. Adelante, a unos mil metros, ve claramente un oasis. Unas palmeras y un verdor increíble rodean el azul reflejo del agua. El hombre corre hacia el lugar temiendo que sea un espejismo. Pero no, el oasis es verdadero. El lugar está cuidado y protegido por un cerco que cuenta con un solo acceso custodiado por un guardia. Por favor, déjeme pasar. Necesito agua... agua. Por favor. Imposible, señor. Está prohibido entrar sin corbata. Cuando somos conducidos al Desierto también estamos siendo invitados a la conversión del corazón; es decir, a trabajar en la transformación de nuestro corazón, de nuestra realidad interior. José Luis Vásquez señala: “Encontrar a Dios en el Desierto tiene como objetivo mostrarnos que, el encuentro con nosotros mismos, con la realidad de nuestro corazón, y con Dios implica un camino de conversión”. A Dios, sólo se le acoge en el corazón y para que esto sea posible, es necesario que en el corazón halla un espacio para Él. De lo contrario, en lugar de ser nuestro huésped, podemos llegar a tratar a Dios como un extraño o en el peor de los casos como una amenaza o un asaltante. El Desierto es el camino que Dios propone recorrer a quienes ama. De manera especial, Dios conduce al Desierto a aquellos que, por estar atrapados en una realidad existencial dolorosa o deformante, sienten que Dios los abandono, que fueron dejados a merced del dolor y el sufrimiento. El Desierto también es una experiencia para que volvamos a Dios porque, al olvidar nuestra identidad, terminamos poniendo nuestra confianza y seguridad en los ídolos, los falsos fundamentos de la vida, quienes en lugar de ayudarnos a vivir plenamente porque llenan nuestra vida de sentido, nos quitan la vida al pedirnos que les sacrifiquemos lo más sagrado de nosotros mismos: nuestra identidad. Los ídolos nos arrastran al fondo oscuro de nuestro ser porque se alimentan de nuestra vida y de nuestra infidelidad. En el Desierto, Dios se revela como el esposo dispuesto a superar cualquier obstáculo con el único objetivo de que sea el Amor lo único que permanezca. El Desierto es la experiencia que, de una u otra manera, nos cambia el corazón. Sin conversión, sin el deseo de abrir el corazón a realidades diferentes a las que nos llevaron al Desierto, es difícil encontrar el camino que nos conduzca a la tierra prometida. Al respecto, José Luis Vásquez nos recuerda las palabras de Pablo: “Los dos elementos fundamentales de la conversión son el regreso a Dios y el cambio de vida. Les he predicado que se arrepientan y se conviertan a Dios observando una conducta de arrepentimiento sincera. Según José Luis: “Si falta un cambio sincero de conducta, un cambio real de vida, la conversión es ilusoria y vana. San Juan presenta la conversión como un nuevo nacimiento, como un paso de la oscuridad a la luz”. El Desierto es la experiencia por la cual entramos en nuestro interior y, dejando a Dios ser nuestro guía, experimentamos que Dios nos socorre, nos sana y hace que experimentemos su amor y gracia que, en realidad, es lo único que resulta suficiente para nuestra cansada y agotada alma. En el Desierto, el alma descubre el rostro de Aquel por quien cada noche suspira. Dios es la experiencia que tiene el alma de ser abrazada, sostenida y alentada por Algo mayor a ella. Dios es aquella realidad, en la que el alma comprende, que la existencia de un Ser superior, donde todo es abarcado, sanado, reconciliado, transformado es la fuente de su deseo más profundo: estar en comunión consigo misma, con todos los seres que nos rodean y con el espacio donde habitamos. Dios, según la psicología profunda, es una experiencia que abarca a toda el alma; de ahí que, su existencia no pueda ser demostrada físicamente. Dios es la realidad que contiene al alma y la llena de sentido transformándola en Luz, entrega, servicio, bondad, amor, etc. En el Desierto mueren nuestras falsas imágenes de Dios. Cuando Job entra en el desierto, en aquella experiencia donde busca las respuestas al sufrimiento propio que, entre otras cosas, es la imagen del sufrimiento humano, llega un momento, donde las preguntas cesan para dar lugar al silencio. “Qué puedo responder, yo que soy tan poca cosa? Prefiero guardar silencio” (Job, 40, 3-4). El silencio nos revela que, el ser humano es incapaz de interpelar a Dios, de pedirle que nos dé cuenta de sus actos, que nos explique los motivos y razones de su actuar. Nos dice Carolina Guzmán, en su artículo sobre Jung y el problema filosófico de Dios: “Jung explica que en cuanto el hombre comprende la imposibilidad de interpelar al Todopoderoso, ratifica en dicho razonamiento su condición humana y se abandona la creencia de sentirse tanto moral como intelectualmente un ser superior a Dios”. En el silencio del Desierto abandonamos nuestras falsas pretensiones con respecto a la vida, a los otros y a Dios. En la medida que, dejamos de juzgar a Dios, también revelamos nuestro crecimiento moral e intelectual. De nuevo, Carolina Guzmán escribe: “La razón de que Job, a pesar de todos sus tormentos, siga aferrándose al camino de Dios y siga profesando una fe absoluta, se debe a que comprende este conflicto interno de su creador, esta necesidad de patentarse así mismo en la humanidad. Jung encuentra en el silencio de Job un símbolo de su entendimiento acerca de la antinomia divina: Dios alberga en sí mismo el mal y el bien. Jung comprende que el hombre, al ser consciente de la dualidad que posee Yahvé, no solo alcanza un grado de razonamiento superior, sino que logra un entendimiento de la divinidad mayor que el que esta tiene de sí misma”. Lo anterior nos recuerda que, el modo de obrar de Dios es diferente a la lógica y racionalidad humana porque la consciencia que Dios tiene de sí mismo, es diferente a la que tenemos de nosotros mismos. Una de las mayores causas de distanciamiento de Dios consiste en atribuirle a Dios una responsabilidad moral igual o semejante a la que nos atribuimos a nosotros mismos como seres humanos. Algo que, desde todo punto de vista psicológico es irreal. Señala Carolina Guzmán: “Para Jung, la causa de la contradicción entre el hecho de que exista el mal habiendo un Dios omnipotente, justo y bueno, se debe a que creemos que este Dios es un ser racional. Si hiciésemos igual que Job y entendiéramos, así como dice Jung entenderlo también, la dualidad de Yahvé dejaría de existir todo conflicto y duda acerca de la razón del sufrimiento del justo, ya que encontraríamos la respuesta en la propia bondad y cólera de Dios”. Sin esta purificación de la imagen de Dios, el Desierto se puede convertir en nuestra morada definitiva. Toda angustia se convertirá en alegría. Toda extrañeza hallará respuesta. Los extraviados encontrarán la ruta de los abrazos pendientes. Finales tristes darán paso a nuevos comienzos. La distancia se volverá saludo. Preguntas mil veces gritadas desde la sima de los silencios opresivos encontrarán por fin, un lugar en el que volverse sabiduría. El misterio dará paso a las respuestas. El miedo a la danza. El lamento a la profecía. No regresará la marea del pesar, contenida al fin en el dique de tu misericordia. Nos miraremos a la cara. Falta poco. Quizás, tan solo, abrir los ojos (José María R. Olaizola, sj) Francisco Javier Carmona
0 Comentarios
Dejar una respuesta. |
Una producción de Francisco Carmona para acompañar a quienes están en busca de su destino.
Visita los canales de podcast en la plataforma de spotify y reproduce todos los episodios.
Haz parte de nuestro grupo de suscriptores y recibe en tu WhatsApp la reflexión diaria.
Escanea o haz clic en el siguiente enlace
Filtrar Contenido
Todos
|