En el evangelio de Marcos encontramos el siguiente texto: “Entró de nuevo en Cafarnaúm; al poco tiempo había corrido la voz de que estaba en casa. Se agolparon tantos que ni siquiera ante la puerta había ya sitio, y él les anunciaba la Palabra. Y le vienen a traer a un paralítico llevado entre cuatro. Al no poder presentárselo a causa de la multitud, abrieron el techo encima de donde él estaba y, a través de la abertura que hicieron, descolgaron la camilla donde yacía el paralítico. Viendo Jesús la fe de ellos, dice al paralítico: Hijo, tus pecados te son perdonados. Estaban allí sentados algunos escribas que pensaban en sus corazones: ¿Por qué éste habla así? Está blasfemando. ¿Quién puede perdonar pecados, sino Dios sólo? Pero, al instante, conociendo Jesús en su espíritu lo que ellos pensaban en su interior, les dice: ¿Por qué pensáis así en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: Tus pecados te son perdonados, o decir: Levántate, toma tu camilla y anda? Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados - dice al paralítico -: A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa. Se levantó y, al instante, tomando la camilla, salió a la vista de todos, de modo que quedaban todos asombrados y glorificaban a Dios, diciendo: Jamás vimos cosa parecida” (Mc 2, 1-12) Muy asustado en una noche oscura, mulá Nasrudín viajaba con una espada en una mano y una daga en otra. Le habían dicho que eran seguros medios de protección. En su camino se encontró con un asaltante, que le robó su asno y sus alforjas con valiosos libros. Al día siguiente, cuando se estaba lamentando de su suerte en la casa de té, alguien le preguntó. Pero, ¿por qué dejó que se llevara sus posesiones, mulá? ¿No tenía los medios para detenerlo? Si mis manos no hubieran estado ocupadas - dijo el mulá - hubiera sido otra historia.
El pecado, una visión errática de la vida, es la fuente de nuestras parálisis. La tristeza es el pecado de muchos. La tristeza, en algunas ocasiones, nos hace sentir víctimas de la vida. Los demás siempre están primero que nosotros, ellos son privilegiados y nosotros, unos desgraciados. Para otros, la arrogancia es su pecado. Éstos creen que pueden cambiar o manejar el destino de los demás. En las relaciones, asumen lugares que no les corresponden. Actúan ciegamente. Cuando alguien les hace ver su modo de actuar, reaccionan con violencia. La desvalorización también es el pecado de algunos. Existen personas que se refugian en la desvalorización que recibieron de sus padres o maestros para negarse a entregar sus talentos. Allí, donde una persona se siente insatisfecha, la parálisis está oteando el horizonte y, si no se hace algo, termina apoderándose y dirigiendo nuestros pasos y nuestra alma. Ana Ruedo escribe: “Hay dos tipos de miedo. El primero de ellos empuja a la reflexión y a no tomar una decisión de manera precipitada, para sólo acabar arrepintiéndonos más tarde. Es el famoso en tiempo de desolación no hacer mudanza. Es una invitación a la pausa, a no tomar una decisión antes de estar convencidos. Es una llamada a no echarlo todo por la borda a la primera de cambio y a recordar los motivos por los que se hacen las cosas. Ayuda a buscar confirmación en las decisiones que creemos correctas. En cambio, el segundo tipo de miedo es aquel que nos empuja a la parálisis. Se caracteriza por una continua sensación de malestar. Es fácil adivinar por qué: no nos termina de gustar lo que estamos viviendo, pero nos da miedo el cambio. Lo único que hacemos es darle vueltas y vueltas al mismo tema, pero sin llegar a pasar jamás a la acción. Este segundo tipo de miedo nos quita la libertad. En el Evangelio encontramos múltiples ejemplos de esto. Mirad al joven rico. Este hombre llevaba una vida que, a ojos del mundo, era buena, pero a pesar de ello, no lograba ser feliz. Me lo imagino sintiéndose estúpido y pretencioso, por buscar tener una vida más allá de buena. Desafortunadamente, ya sabemos cómo acaba su historia. Su orgullo y la fortuna que había conseguido gracias al trabajo de toda una vida le encadenaban demasiado como para elegir con libertad. Creo que, tristemente, existen muchas historias de personas que aman a Dios, pero que, por miedo, se quedaron a medias”. El pecado también puede definirse como vivir apartado de uno mismo, con miedo a ser uno mismo. Mientras más nos esforzamos por revelarnos ante los demás como seres perfectos más nos vamos debilitando interiormente. El que cae en la debilidad no tiene más remedio que terminar recostado en la camilla. En el Evangelio, la camilla podría ser el lugar donde el miedo nos lleva y nos recuesta. Una vez que, superamos el miedo a ser quienes realmente somos, el miedo da paso a la valentía y, ésta se manifiesta en la capacidad de tomar la camilla y echar a andar. Para ser peregrinos del destino tenemos que tomar con valentía nuestra camilla, un acto que exige perdonarnos el temor a ser nosotros mismos. Este autoperdón es la fuerza que nos permite levantarnos y hacernos responsables de nuestra vida, de nuestro destino. La fuente de la fuerza que nos permite levantarnos está dentro, proviene del Sí mismo. Cuentan que, “en la antigua Grecia existió un rey muy conocido; su nombre era Teseo. Se dice que era un gran navegante y, según la leyenda, hijo de Poseidón. Mientras navegaba de la isla de Creta a Atenas, Teseo, decidió reemplazar cada madera deteriorada por una nueva. Al llegar a puerto, el barco había experimentado una transformación completa: ninguna pieza original permanecía intacta. Esta situación intrigó a los habitantes, quienes se preguntaron: ¿Es el barco en el que Teseo y sus tripulantes han llegado a puerto el mismo que partió de la isla de Creta? Algunos atenienses decidieron reconstruir el barco original con la madera antigua, planteando así la cuestión de cuál sería el auténtico barco de Teseo”. Quien atiende el llamado de la vida para subir al Monte del Señor o entrar en su Templo santo se parece a Teseo, a cada paso tiene que ir renovando los trozos rotos de historia y atreverse a cambiarlos por relatos amorosos y llenos de compasión. Al final, será la misma persona , pero no será percibida igual por quienes han conocido su sufrimiento, su ira, sus movimientos en busca de justicia. El peregrino enfrenta los obstáculos del camino, no porque sea valiente y viva sin temor, sino porque sabe que Dios va a su lado. Cuando Tobit emprendió el viaje para curar a su padre, no tenía claro que lo esperaba, pero el ángel del Señor lo acompañaba. No sólo encontró la cura del padre sino también la propia. El pecado nos aparta de nosotros mismos y el camino que hace el peregrino lo conduce hacia el encuentro con Dios. Para la psicología profunda, la experiencia auténtica de Dios tiene como objetivo reunir los pedazos rotos de nuestra alma y prepararnos para la comunión con Dios y con los demás. Todo lo que se pone en las manos de Dios es reconstruido. Dios es sanador por naturaleza. Donde esta Dios, todo se sana, se reconcilia, se integra, se hace comunión. Hay que dejarlo todo en el seguimiento a Jesús. Primero se dejan las cosas: lo que se recibe heredado y viene grapado a apellido, lo que es fruto del trabajo y lleva nuestra huella. También hay que dejarse a sí mismo: los propios miedos, con su parálisis y los propios saberes, con sus rutas ya trazadas. Después hay que entregar las llaves del futuro, acoger lo que nos ofrece el Señor de la historia y avanzar en diálogo de libertades encontradas mutuamente para siempre, que se unifican en un único paso en la nueva puntada de tejido [...] (Benjamín González Buelta, sj)Francisco Carmona
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