Moisés descubre su vocación real en el Desierto. Cuando estaba cuidando el rebaño de su suegro, ve una zarza que arde y, desde la cuál, Dios lo llama a liberar a su Pueblo. Moisés pasa un buen tiempo en el desierto dando orden a los mociones que se albergaban en su corazón. Moisés es el primero en experimentar, en carne propia, que Dios libera el corazón de sus ataduras, de sus esclavitudes, de sus pasiones desordenadas, del afán que tenemos de poner el corazón y la atención en las cosas que, en lugar de conducirnos a la vida, nos precipitan al abismo, hacia la oscuridad y la muerte. Sin la capacidad de entrar en silencio y auscultar el corazón, difícilmente, podremos saber si nuestro sentir, pensar y actuar están en consonancia con Dios o con nuestro Ego. Moisés puede guiar al pueblo porque sabe permanecer fiel a Dios. Moisés tuvo que enfrentar una dura prueba: el rechazo de su pueblo. La actitud de su pueblo hizo que Moisés huyera al desierto y permaneciera allí por un largo período de tiempo. La vida interior es un camino largo que exige paciencia en quien lo recorre pues, muchas veces, se verá a sí mismo dando vueltas alrededor, cansado y sintiéndose paralizado. En la soledad, podemos ver con claridad qué nos mueve y, especialmente, si estamos o no al servicio de Dios. La relación honesta con Dios se traduce en actos que sirven a la vida. Muchos creen que, los actos externos son los que definen la espiritualidad y la conexión con Dios. A Dios, le interesa el corazón, no las apariencias. Creo que, todos conocemos personas, aparentemente conectadas con Dios por fuera, y con un corazón lleno de orgullo y vanidad por dentro.
Fernando Vera escribe: “Jesús rechaza toda tentación de tomar un camino marcado por el poder o la búsqueda de lo ostentoso, algo que mantuvo hasta el final de sus días, porque siguió siendo un hombre sin poder, íntimamente unido al destino de su pueblo”. Jesús siempre permanece en las afueras de la ciudad, es decir, sabe alejarse de aquello que crea distancia entre nuestro corazón, pensar y actuar. La conexión con Dios se revela en la intimidad que logramos cultivar en el corazón. Lejos de nosotros mismos terminamos experimentando la lejanía con Dios. Jesús, después de abandonar el desierto y, dedicarse de lleno a la misión, mantiene encendida en su corazón la llama que el silencio encendió: “El hombre vive de toda Palabra salida de la boca de Dios”. Esa Palabra necesita ser acogida y celebrada, como lo hicieron los discípulos en Emaús. Cuando nos mantenemos al margen de los centros de poder, descubrimos a los marginados, a los hambrientos, a los sedientos, a los rechazados; en otras palabras, a la humanidad herida, a quienes necesitan ser sanados y encontrar el consuelo y la Palabra que llene de sentido sus existencias. Es en medio de los que necesitan ser cuidados, alimentados, alentados, acogidos y reconciliados donde la experiencia de Dios se hace real. “Danos entrañas de Misericordia ante toda miseria humana. Inspíranos la palabra y el gesto oportuno ante quien se siente solo y desamparado”. Que nuestra Fe sirva para construir espacios donde los que andan en valles y sombras de muerte puedan acoger la vida y ser acogidos por ella. Un beduino seco y miserable, que se llamaba Harith, vivía desde siempre en el desierto. Se desplazaba de un sitio a otro con su mujer Nafisa. Hierba seca para su camello, comía insectos, de vez en cuando un puñado de dátiles, un poco de leche. Llevaba realmente una vida dura y amenazada. Harith cazaba las ratas del desierto para apoderarse de su piel y hacía cuerdas con las fibras de las palmeras, que intentaba vender en las caravanas. Sólo bebía el agua salobre que encontraba en los pozos enfangados. Un día apareció un nuevo río en la arena. Harith probó aquella agua desconocida, que era amarga y salada, e incluso un poco turbia. Pero le pareció que el agua del verdadero paraíso acababa de deslizarse por su garganta. Llenó dos botas de piel de cabra, una para él y otra el califa Harun Al-Rashid, y se puso en camino hacia Bagdad. A su llegada, tras un penoso viaje, le contó su historia a los guardias, según la práctica establecida, y fue admitido ante el califa. Harith se postró ante el Príncipe de los Creyentes y le dijo: No soy más que un pobre beduino, ligado al desierto donde el destino me ha hecho nacer. No conozco nada más que el desierto, pero lo conozco bien. Conozco todas la aguas que allí se pueden encontrar. Por eso he decidido traértela para que la pruebes. Harun Al-Rashid se hizo traer un vaso y probó el agua del río amargo. Toda la corte lo observaba. Bebió un buen trago y su rostro no expresó ningún sentimiento. Se quedó pensativo un instante y entonces con fuerza repentina pidió que el hombre fuera llevado y encerrado, con la orden estricta de que no viese a nadie. El beduino, sorprendido y decepcionado, fue encerrado en una celda. Lo que nada es para nosotros, lo es todo para él. Lo que para él es el agua del Paraíso, no es más que una desagradable bebida para nosotros. Pero tenemos que pensar en la felicidad de ese hombre, dijo el califa a las personas de su entorno, curiosos por su decisión. Al caer la noche hizo llamar al beduino. Dio la orden a sus guardias de que lo acompañasen de inmediato fuera de la ciudad, hasta la entrada del desierto, sin permitirle ver ni el río Tigris ni ninguna de las fuentes de la ciudad, sin darle otra agua que la suya para beber. Cuando el beduino se iba del palacio en la oscuridad de la noche, vio por última vez al califa. Éste le dio mil monedas de oro y le dijo: Te doy las gracias. Te nombro guardián del agua del Paraíso. La administrarás en mi nombre. Vigílala y protégela. Que todos los viajeros sepan que te he nombrado para tal puesto. El beduino, feliz, besó la mano del gran califa y regresó rápidamente a su desierto. Cuando mantenemos el contacto con el mundo interior, la necesidad de ir al desierto permanece en nuestra vida. El alma que se ama a sí misma, siempre elige el silencio antes que, el ruido y la pelea. Jesús, se aparta a lugares retirados, cuando el agobio de la gente comienza a superarlo. La necesidad de estar en silencio, en contacto consigo mismo, con la verdad que lo habita, se convierte en razón suficiente para retirarse solo o con los suyos a orar. La oración, la capacidad de entrar en contacto profundo con Dios, que habita en nuestro corazón, resulta de suma importancia, a la hora de mantener encendida la llama, que da sentido a la existencia y, hace que nuestra misión se mantenga sólida, firme ante las exigencias y urgencias de la vida cotidiana. A veces, encontramos que nuestros compañeros de viaje son personas con mucho ruido adentro, que no les interesa trabajarse y, menos aún, llevar una vida diferente a la del reclamo, el reproche o la insatisfacción constante. Jesús se encontraba con este tipo de personas, nunca las excluía, Él sabía que ellas no eran su destino; por esa razón, se apartaba y se exigía a sí mismo mantener el contacto con el Manantial de donde brotaba el agua viva que calmaba su sed y la de todo el mundo. Las personas llenas de ruido creen que poseen la verdad, que los demás están equivocados, se sienten dueños de la verdad e ignoran que son grandes manipuladores. Basta que se les lleve la contraria, para ver como explotan de ira. En estas circunstancias, mantener el contacto con nosotros mismos resulta fundamental para no terminar distraídos. El desierto también consiste en saber mantener una distancia prudente con el que no soporta su propia desconexión. María es contemplada en la Iglesia como la Maestra de vida interior. El estilo de vida de María nos revela que sin vida interior es muy difícil conocer, aceptar y realizar nuestra verdadera identidad, esa que surge cuando integramos las polaridades opuestas que habitan en la psique. A María, se le reconoce como la mujer vestida de sol que sufre dolores de parto por dar a Luz a Cristo en la historia y, como dicen los expertos, “en oposición a las fuerzas del mal representadas en el dragón rojo (Ap 12, 1-5). Para poder realizar su tarea, la mujer vestida de sol tiene que huir al desierto. El desierto es el espacio habitual al que estamos invitados a ir cada vez que, nuestra vida está amenazada por la distracción, los complejos, la sombra, las proyecciones del entorno y, como dice alguien, “por la sabiduría de los ignorantes”. Señala Fernando Vera: “El Desierto se transforma para los creyentes en su espacio habitual de vida, en su lugar de residencia. El Desierto es el lugar dispuesto por Dios como protección ante las dificultades, las persecuciones, los juicios propios y ajenos. El Desierto es el lugar donde nunca nos falta el alimento que nos mantiene en pie, como al pueblo de Israel y al profeta Elías en el pasado”. El alma que sabe ir al desierto o que huye hacia el cuando se siente amenazada, agobiada, atormentada nunca desfallecerá porque allí encontrará el consuelo que necesita y la fortaleza que le permitirá avanzar confiadamente por la vida y en medio de las pruebas. Como el Amor es la fuente de ternura y siembra, de besos sinceros, de promesas ciertas. Como la Justicia es fuente de miradas limpias, de normas humanas, de opciones honestas. Como la Paz es fuente de armas olvidadas, de muros caídos, de puertas abiertas. Como la Palabra es fuente de verdad desnuda, de la fe intuida, de memorias plenas. Como el Pan es fuente de estómagos llenos, de días de encuentro en mesa fraterna…Tú eres la vid, y nosotros los sarmientos, que han de florecer con frutos de amor y justicia, de paz y palabra, de pan que saciará el hambre de todos (José María R. Olaizola, sj) Francisco Javier Carmona
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