La idea de un ser superior es algo que pertenece a la naturaleza misma del alma. Cuestionarse la existencia de Dios es una cuestión filosófica importante. Reconocer que, la psique, de manera inconsciente, busca, sabe y acepta la existencia de algo mayor a ella, al intelecto y, al propio Ego es algo fundamental para el camino de autorrealización. De no ser consciente de la Presencia de Dios, la psique estaría gobernada, como dice San Pablo, por el vientre. En la carta a los Filipenses, el apóstol escribe: “Porque muchos viven como enemigos de la cruz de Cristo; se lo he dicho a menudo y ahora se lo repito llorando. La perdición los espera; su Dios es el vientre, y se glorían de lo que deberían sentir vergüenza. No piensan más que en las cosas de la tierra”. Sin la función trascendente, la consciencia de una Presencia Mayor que nos abarca, la psique, en lugar de avanzar hacia la autorrealización, se pierde en sí misma. Desde hace muchos siglos, la humanidad viene hablando de la existencia y presencia de fuerzas divinas en medio de ella. Fuerzas que protegen, cuidan, acompañan, sanan, liberan. Señala Jung: “Creo, por tanto, que lo más sabio es que se preste un reconocimiento consciente a la idea de Dios, porque de lo contrario cualquier otra cosa se convertirá en Dios y por lo general algo tan inapropiado y absurdo como lo que, por ejemplo, podría ingeniar una consciencia ilustrada”. La existencia de Dios seguirá siendo una cuestión filosófica sin una respuesta convincente. La Presencia de una fuerza divina es algo ligado a la consciencia de forma natural. De nuevo, señala Jung: “El hombre puede pensar que su razón es todo lo hermosa y perfecta que quiera, pero hay algo de lo que siempre podrá estar seguro, y es de la que la razón a la poste sólo es una función entre las posibles funciones espirituales, una función que no se ajusta sino a la dimensión de los fenómenos naturales que con ella se corresponden”. La razón siempre permanecerá limitada frente al misterio, algo que siempre estará más allá y, ante el cual, la razón, en algún momento tendrá que inclinar la cabeza y reconocer su límite e impotencia.
La consciencia tiene que recurrir a la razón para tener claridad; es decir, para dar orden al caos ante el cual tiende a sucumbir el alma cuando las crisis y los límites de la existencia la tocan de cerca. Muchos creen que pueden aniquilar de la consciencia los hechos irracionales; sin embargo, estos están ahí, pidiendo ser integrados. Un ser humano, que pretenda encontrar una explicación racional, al hecho de haber sobrevivido a un accidente donde mueren muchos y él queda vivo, terminará desconectado de la realidad y arrastrado hacia la irracionalidad más pura. Ante lo que no se comprende, sólo cabe la actitud humilde de aceptación y agradecimiento. Querer aniquilar lo irracional en nosotros y fuera de nosotros es un esfuerzo que a la postre terminara forzando a que la función integradora de los opuestos se active. Esta función fue descubierta por Heráclito que la llamó Enantiodromía, todo lo que existe terminará convirtiéndose algún día en su contrario. Donde no se admite lo que esta fuera del alcance de la razón, se termina bajo la imposición de lo irracional. Ninguno es totalmente racional. Un arroyo, desde su nacimiento en las lejanas montañas, después de atravesar todo tipo de paisajes, alcanzó por fin las arenas del desierto. Igual que había cruzado todas las demás barreras, el arroyo trató también de cruzar esta, pero se encontró que en cuanto se adentraba en la arena, sus aguas desaparecían. Sin embargo, estaba convencido de que su destino era cruzar ese desierto, y de que a la vez no había manera de cruzarlo. Entonces una voz oculta, que salía del mismo desierto, le susurró: El viento cruza el desierto, e igualmente puede hacerlo el arroyo. El arroyo objetó que estaba arremetiendo contra la arena, pero que sólo estaba siendo absorbido; que el viento podía volar y que gracias a esto podía atravesar el desierto. Arremetiendo de tu manera habitual no podrás atravesarlo. Desaparecerás o te convertirás en una marisma. Debes dejar que el viento te lleve a tu destino. ¿Pero cómo puede esto suceder? Dejando que el viento te absorba. Esta idea no era aceptable para el arroyo. Después de todo, nunca antes había sido absorbido. No quería perder su individualidad, y una vez que la hubiese perdido, ¿cómo iba a saber que podría volver a recuperarla? El viento, dijo la arena, cumple esa función. Evapora el agua, la transporta a través del desierto, y después la vuelve a dejar caer. Al caer en forma de lluvia, el agua se vuelve a convertir en un río ¿Cómo puedo saber que esto es verdad? Así es, y si no me crees, no podrás convertirte más que en un cenagal, e incluso eso te costará muchos, muchos años; e indudablemente no es lo mismo que un arroyo ¿Pero, no puedo seguir siendo el mismo arroyo que soy hoy? No puedes seguir así en ningún de los casos, dijo el susurro. Tu parte esencial es transportada y vuelve a formar un arroyo. Tú recibes el nombre que tienes, incluso hoy, porque no sabes qué parte de ti es la esencial. Cuando el arroyo escucho esto, comenzó a resonar un cierto eco en sus pensamientos. Débilmente, recordó un estado en el cual él - ¿o era una parte de él? - había sido sostenido en los brazos del viento. También recordó - ¿lo recordó? - que esto era lo que realmente había que hacer, aunque no necesariamente lo más obvio. Y el arroyo hizo ascender su vapor hacia los acogedores brazos del viento, que suavemente y con facilidad le llevaron hacia arriba y a lo lejos, dejándole caer suavemente en cuanto alcanzó la cima de la montaña, muchos, muchos kilómetros más allá. Y como había abrigado sus dudas, el arroyo fue capaz de recordar y grabar con más fuerza en su mente los detalles de la experiencia. Él reflexionó. Sí, ahora he conocido mi verdadera identidad. El arroyo estaba aprendiendo. Pero las arenas susurraron: Nosotras lo sabemos, porque lo vemos suceder un día tras otro y porque nosotras, las arenas, nos extendemos desde la orilla del río por todo el camino hasta la montaña. Y por eso se dice que el camino por el que el arroyo de la vida tiene que continuar su viaje, está escrito en las arenas. La muerte de Jesús y la forma como ocurrió fue una experiencia desbordante para los discípulos. Muchos, se marcharon e intentaron olvidarse de aquella experiencia, a su parecer, bastante injusta. Mientras iban de camino a Emaús, con el corazón destrozado por todo lo que había sucedido, para nada explicable y comprensible, dos discípulos, que regresaban a su casa, encuentran un compañero de viaje. El dolor abruma sus mentes. Mientras más intentan comprender, más irracional se vuelve todo. Este compañero, toma las Escrituras y, dice el Evangelio, comenzando por Moisés y los profetas, les explicó todo lo que hacía referencia al Mesías. El culmen del proceso fue, cuando en al partir el Pan, su memoria recordó las palabras de Jesús y su corazón se encendió de nuevo, se llenó de alegría y, saliendo de la tristeza, del abrumamiento, regresaron a Jerusalén convertidos en testigos. La Resurrección, desde el punto de vista psicológico, nos enseña que, en aquellos momentos de la vida, donde todo parece perdido y nosotros muertos, si conectamos con la fuerza divina que habita en nuestro interior y, a la cual podemos reconocer como Padre, porque actúa como el principio que da orden y estructura a nuestra alma, a nuestra psique, podemos remover la piedra que nos mantiene sepultados y, volver, no heridos y fragmentados, sino con toda la fuerza de la vida, al encuentro de los otros. Moisés fue al desierto porque sucedió lo incomprensible y se sintió fracasado. Cuando vio la zarza ardiendo, comprendió que, Dios estaba allí, encendiendo de nuevo su corazón y regresó, con bastón en mano, a liberar al pueblo de la esclavitud del faraón. Siempre podemos volver a la vida, renovados con el fuego, no sólo de aquello que comprendimos, sino de aquella vida que, al celebrarse, nos da la fuerza que necesitamos para reestructurarnos y continuar dando vida nuestro alrededor. Señala Jung: “Lo que acontece en la vida de Cristo se da siempre y por todas partes; lo cual equivale a decir que toda vida de esta índole hállase preformada en el arquetipo crístico”. El Resucitado es la imagen del hombre que pese a ser desfigurado, torturado, menospreciado, humillado, destruido por el mal y el dolor, sepultado en su propia oscuridad se levanta de su tumba, deja a un lado su mortaja y conectado con la divinidad vuelve a la vida transfigurado, reconciliado, amoroso y con la fuerza necesaria para seguir realizando su destino, su misión. De ahí que, las palabras de San Pablo, quien se encontró con el resucitado, tengan tanto valor. “Al tener sin embargo a Cristo, consideré todas mis ganancias como pérdidas. Más aún, todo lo considero al presente como peso muerto en comparación con eso tan extraordinario que es conocer a Cristo Jesús, mi Señor. A causa de él ya nada tiene valor para mí y todo lo considero como basura mientras trato de ganar a Cristo. Y quiero encontrarme en él, no llevando ya esa justicia que procede de la Ley, sino aquella que es fruto de la fe de Cristo, la justicia que procede de Dios y se funda en la fe. Quiero conocerlo, quiero probar el poder de su resurrección y tener parte en sus sufrimientos; y siendo semejante a él en su muerte, alcanzaré, Dios lo quiera, la resurrección de los muertos. No creo haber conseguido ya la meta ni me considero un perfecto, sino que prosigo mi carrera para conquistarla, como ya he sido conquistado por Cristo. No, hermanos, yo no me creo todavía calificado, pero para mí ahora sólo vale lo que está adelante; y olvidando lo que dejé atrás, corro hacia la meta, con los ojos puestos en el premio de la vocación celestial, que es llamada de Dios en Cristo Jesús”. En el momento, en el que logramos sanar las imágenes de Cristo presentes en nuestra psique también alcanzamos a comprender que, seguir a Cristo es la mayor bendición que podemos recibir; pues, Cristo al ser la imagen del hombre autorrealizado, interior y capaz de trascender la relación con Dios llevándola a ser el fundamento de su existencia, nos revela la esencia de la vida, de la identidad y de la vocación a la que cada uno ha sido llamado cuando recibió la vida. La energía o fuerza, como la queramos llamar, que transformó a Cristo tenemos la oportunidad de recibirla cada vez que, después de escuchar su palabra, comprender su presencia en nuestra vida participamos de la fracción del pan y nos hacemos uno con Él al comulgar, al dejar que su vida hecha pen venga a sostenernos, a alentarnos, a reunificar nuestra existencia en torno a lo esencial: el amor que se entrega. Emaús sigue atrayéndonos hoy. Para rumiar derrotas, para evitar riesgos, para acomodar la vida y domesticar el evangelio. Volvemos, cabizbajos, pensando que no es posible el amor, que no hay sitio para el perdón, que al final vence el odio. Otras lógicas imperan, otros señores parecen imponerse. Señor, ¿por qué nos prometiste tanto que no se ha cumplido? parecemos decir con nuestra vida. Y tú, peregrino discreto, sigues saliendo al encuentro, en una homilía que enciende el corazón. En un rato de oración que prende fuego dentro, en el rostro de un hermano crucificado que pide respuesta, en una canción que trae el eco de tu música. Y entonces, como aquellos caminantes, te reconocemos. Y sabemos que es verdad. Y regresamos a Jerusalén, que es la vida de cada uno, para contarlo, para contarte (Rezandovoy) Francisco Javier Carmona
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