Cuando el ser humano desciende a las profundidades del corazón encuentra que lo esencial de la vida no es la razón sino el corazón. Lo esencial del ser humano es de carácter afectivo. También encontrará la división profunda que existe en nosotros. Verá que, por un lado van los sentimientos y las pasiones y, por otro, la inteligencia reducida a razón. Podemos decir que, el ser humano se debate cada día en la bipolaridad corazón-razón. Así, es como el ser humano, está todo el tiempo, diciéndose a sí mismo: el corazón tiene motivos que la razón no entiende o el corazón sin la razón enloquece. De esta división interna nacen nuestras reacciones. Unas veces, somos fríos, calculadores, racionales y, otras veces, pasionales, ciegos, impulsivos. Trabajamos internamente para mantener el equilibrio. Una ostra estaba muy orgulloso de su caparazón. Le decía a un pez: El mío es un castillo muy fuerte. Cuando lo cierro, nadie puede hacer más que apuntarme con el dedo. Así, mientras estaban hablando, se sintió un chapoteo. El pez huyó rápidamente, mientras que el otro se encerró en su envoltorio. Pasó un buen rato y la ostra empezó a preguntarse qué había sucedido. Como todo parecía muy tranquilo, abrió sus valvas para indagar y notó que ya no se hallaba en su medio habitual. Efectivamente, estaba junto a una gran cantidad de ostras, en un puesto de mercado, debajo de un cartel que decía: a 4.500 la docena.
Para que el corazón se convierta en el verdadero centro del ser humano y, podamos abandonar las imágenes del amor ciego, que necesitan de la razón como lámpara, es necesario que entendamos que, sin vida interior, sin camino de sanación, sin curación, sin orden en nuestra vida afectiva, seguiremos siendo esclavos de nuestro Ego, de nuestras viejas heridas. El corazón se vuelve centro cuando la unidad interior se hace una realidad y ya no actuamos ni desde la razón ni desde el corazón sino desde la sabiduría interior, aquella que brota de un corazón reconstruido, reconciliado, unido a Dios incondicionalmente. Así podemos decir: “La luz del intelecto es el amor, el amor verdadero es fuente de alegría, la alegría trasciende todo gozo y pone fin a todo anhelo” El corazón pierde la conexión cuando se entrega a la huida del dolor. Hay cosas que, una vez que suceden, no podemos hacer nada para cambiarlas. Pero si podemos hacer para que no se queden ancladas en el corazón y en el alma, definiendo nuestro destino en sentido contrario a lo que Dios dispuso. Una vez que, nos disponemos a colaborar con la vida, ella siempre quiere que progresemos, que salgamos adelante en cualquier circunstancia y, sobretodo, que nos mantengamos abiertos al amor y a la novedad que él trae cada día. Un corazón conectado es fuente permanente de vida y de vitalidad. Siempre hay que tener presente que, no estamos llamados vivir gravitando sobre nosotros mismos. La principal tarea de la vida consiste, en compartir con otros la luz que brilla en nuestro interior a medida que, nos vamos reconciliando. El corazón conectado pone amor en todas las cosas que hace. Hay un momento, en el proceso espiritual, donde se hace necesario, abandonar las viejas prácticas espirituales. Nadie avanza vinculado a las viejas imágenes de la vida que han sido fuente de sufrimiento y estancamiento. Dice Buda: “Insistir en una práctica espiritual que nos ha servido en el pasado, pero que se ha vuelto pesada o nos está impidiendo avanzar, es llevar sobre tus espaldas la balsa después de haber cruzado el río”. Mientras mantengamos el corazón abierto, así las heridas sangren, es el mayor regalo que nos podemos dar. Obrando así, nos mantenemos en la humildad y en la consciencia de nuestra fragilidad, y podemos acercarnos al que también sufre con compasión para acompañarnos a sanar. En cambio, cuando cerramos nuestra mente, nuestro voluntad y nuestro corazón con la firme intención de evitar más daño, terminamos haciéndonos daño a nosotros mismos. Cuando menos lo pensemos, descubriremos que, ahora somos nosotros nuestros principales verdugos. Para quien mantiene abierto el corazón siempre habrá posibilidades de contemplar como lo surge lo nuevo. Encerrarnos en nosotros mismos termina llevándonos a la esclerosis espiritual. Para liberarnos de lo que nos esclaviza, la espiritualidad nos recomienda: vivir un proceso de conversión. Dice el Abad Pomenio: “En el Desierto, no hay un solo día, donde no haya un nuevo comienzo”. Ir al Desierto es necesario, cuando el dolor se torna acuciante, para escuchar la voz de Dios que, una y otra vez, nos repite: ¡Eres mi hijo amado, tu vida es fuente de complacencia para mí! Dejar entrar a Dios en el corazón, la voluntad y la mente puede producir en nosotros el siguiente efecto. “He aprendido tanto de Dios que ya no puedo llamarme cristiano, hindú, budista ni judío. La verdad he compartido tanto conmigo tanto acerca de sí que ya no pienso en mí como hombre, mujer, ángel ni siquiera como alma pura. La existencia se me ha saturado de alegría, de risa hasta el punto de haberme liberado de todo concepto, imagen y expectativa con los que mi corazón, mi mente y mi voluntad pudieran entrar en conflicto” (Hafiz) Al respecto, escribe Joan Chittister: “Reconocer a Dios hace que la vida se convierta en una fuente permanente de gozo, no en una carga, y los demás en una posibilidad antes que, en un peligro. Donde Dios se hace presente, todos volvemos a reír de nuevo” Estamos en este mundo para vivir conectados con la Fuente esencial de donde proviene la vida. Cuando nos desconectamos perdemos el gozo y la alegría. Donde esto sucede, el amor que, es invisible, deja de ser la fuente de la creatividad, del cuidado, de la armonía y, lo que hacemos empieza a perder sentido convirtiéndose en una pesada carga. Al respecto dice Kahlil Gibran: “El trabajo es el amor hecho visible; y si no puedes trabajar con amor, sino sólo con desagrado, es mejor que dejes tu trabajo, te sientes a la puerta del templo y aceptes la limosna de los que viven y trabajan con gozo”. Donde hay desconexión de la Fuente, terminamos viviendo de las migajas de amor que otros decidan darnos. En Dios, nuestro corazón encuentra la Fuente del amor, de la creatividad, de la entrega y de la alegría verdadera, esa que nada ni nadie nos puede arrebatar. Quiero hablar de un amor infinito que se vuelve niño frágil, amor de hombre humillado. Quiero hablar de un amor apasionado. Con dolor carga nuestros pecados, siendo rey se vuelve esclavo, fuego de amor poderoso. Salvador, humilde, fiel, silencioso. Amor que abre sus brazos de acogida, quiero hablar del camino hacia la vida, corazón paciente, amor ardiente. Quiero hablar de aquel que vence a la muerte. Quiero hablar de un amor generoso, que hace y calla, amor a todos buscándonos todo el tiempo, esperando la respuesta, el encuentro. Quiero hablar de un amor diferente, misterioso, inclaudicable, amor que vence en la cruz. Quiero hablar del corazón de Jesús (Cristóbal Fones) Francisco Javier Carmona
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