La palabra corazón la utilizamos para definir el centro más profundo de nuestro ser. Del corazón brotan los sentimientos, las decisiones y los actos. La fuerza del corazón, dicen los especialistas, es indecible. En el corazón crecen juntos la capacidad de amar y de odiar, la esperanza y la desesperanza, la dureza y la ternura. El corazón puede estar abierto y, también, puede permanecer cerrado. En un corazón abierto, por más herido que se encuentre, la gracia del amor de Dios puede entrar en él, sanarlo y transformarlo. En un corazón cerrado, por más que Dios insista en entrar, nunca va a lograrlo. La apertura o cerrazón del corazón es, ante todo, un acto de la voluntad. En cada uno de nosotros crecen, a la par, dos fuerzas que se oponen entre sí. Nuestro corazón siempre estará en movimiento de apertura o cerrazón para dejar crecer o morir lo que permita o obstaculicé su crecimiento en el amor. El corazón, entre otras cosas, nos habla de lo que experimentamos. La forma cómo elaboramos lo que ocurre en la vida puede llevarnos a la sabiduría o a la insensatez. Un corazón sabio actúa con prudencia; en cambio, un corazón insensato se deja arrastrar por las pasiones y el desorden de sus afectos. La fuerza que domina en el corazón es la que nos inspira a actuar. Si estamos habitados por la experiencia de la gracia y el amor de Dios, podemos llegar a incendiar el mundo con la ternura y la compasión. Pero, si lo que habita en nuestro corazón es el desamor, podemos hacer que el mundo arda con nuestra ira y desasosiego. Si es el miedo el que domina nuestro corazón, podemos convertirnos en seres sumamente controladores, manipuladores y centrados en nosotros mismos, lo que pasa a nuestro alrededor no capta nuestra atención.
Hay una vieja fábula oriental que cuenta la llegada de un caracol al cielo. El animalito había venido arrastrándose kilómetros y kilómetros desde la tierra, dejando un surco de baba por los caminos y perdiendo también trozos del alma por el esfuerzo. Y al llegar al mismo borde del pórtico del cielo, San Pedro le miró con compasión. Le acarició con la punta de su bastón y le preguntó: ¿Qué vienes a buscar tú en el cielo, pequeño caracol? El animalito, levantando la cabeza con un orgullo que jamás se hubiera imaginado en él, respondió: Vengo a buscar la inmortalidad. Ahora San Pedro se echó a reír francamente, aunque con ternura. Y preguntó: ¿La inmortalidad? Y ¿qué harás tú con la inmortalidad? No te rías, dijo ahora airado el caracol. ¿Acaso no soy yo también una criatura de Dios, como los arcángeles? ¡Sí, eso soy, el arcángel caracol! Ahora la risa de San Pedro se volvió un poco más malintencionada e irónica: ¿Un arcángel eres tú? Los arcángeles llevan alas de oro, escudo de plata, espada flamígera, sandalias rojas. ¿Dónde están tus alas, tu escudo, tu espada y tus sandalias? El caracol volvió a levantar con orgullo su cabeza y respondió: Están dentro de mi caparazón. Duermen. Esperan ¿Y qué esperan, si puede saberse?, arguyó San Pedro. Esperan el gran momento, respondió el molusco. El portero del cielo, pensando que nuestro caracol se había vuelto loco de repente, insistió: ¿Qué gran momento? Este, respondió el caracol. Y al decirlo dio un gran salto y cruzó el dintel de la puerta del paraíso, del cual ya nunca pudieron echarle. El Evangelio recuerda que, en el corazón crecen, al mismo tiempo, el trigo y la cizaña. Es curioso descubrir que, Dios que no tolera el mal, Él permite que este conviva al lado del bien. Somos capaces de lo mejor y de lo peor. Ante esta realidad, no cabe presumir de bondad. Al contrario, tenemos que estar vigilantes porque no sabemos en qué momento el mal toca las puertas del corazón y, nos convierte, sino en sus aliados, si en sus instrumentos. Al crecer juntos el trigo y la cizaña, el bien y el mal, no queda otro camino que recurrir al descernimiento para saber cuando nuestras acciones están en consonancia con el amor o en contra de él. Escribe José Luis Ocasio: “Aunque el trigo y la cizaña se parecen se pueden distinguir por sus frutos. El trigo da un fruto real mientras que la cizaña da un fruto aparente. En nuestra vida espiritual debemos tener la astucia de identificar las cosas vanas que traen más dolor de cabeza que paz. Incluso, debemos identificar aquellas personas, hoy diríamos tóxicas, que entran a nuestro corazón e identificar aquellas cosas que siembran. Si una persona induce en nuestro corazón el odio, la guerra, la murmuración, la desidia y los malos pensamientos estamos ante una fuerza que puede destruir nuestro interior” Las cosas que crecen en nuestro corazón son el resultado de una actividad realizada; por ejemplo, pensar, meditar, repetir o reflexionar. Cuando decimos que el corazón es semejante a un campo también estamos diciendo que los frutos de la actividad que realizamos interiormente pueden ser vistos y recolectados. Aquello que nosotros hacemos queda grabado en el corazón y, si persistimos en hacerlo, entonces se convierte en un cultivo. El cuidado de la vida interior evita que, en el corazón crezcan cosas contrarias a nuestro ser, a nuestro propósito en la vida, a nuestra misión en el mundo. El desinterés por la vida interior permite que en el corazón crezca cualquier tipo de actitud, de pensamiento o creencia. En algunas ocasiones, lo que crece en el corazón termina haciéndonos un daño profundo. Raúl Ramiro López escribe: “El trigo y la cizaña, el bien y el mal, están en un mismo campo: el campo de nuestro propio corazón. ¿Quién puede decir que es trigo limpio? El mismo Pablo sentía esta lucha cuando decía: No hago lo bueno que deseo, sino que obro lo malo que no deseo (Rom. 7,19). Y termina diciendo: ¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? (v.24). Lo importante es aceptarnos como somos: con nuestro trigo y nuestra cizaña; con nuestras bondades y nuestras miserias; con nuestros aciertos y nuestros fracasos. Por el hecho de ser criaturas todos somos limitados” +Reconocer que, ninguno de nosotros es cien por ciento bueno evita que caigamos en la tentación del orgullo y la vanagloria. Frente al hecho de poder comprobar que junto al trigo también crece la cizaña tenemos dos posibles miradas. La primera, nos dice el evangelio de Mateo, corresponde a los jornaleros que piensan en arrancar la cizaña. Según ellos, no es posible que trigo y cizaña compartan el mismo espacio. La segunda, es la del patrón. Para él está bien dejar que ambos crezcan, se puede arrancar el trigo intentando acabar la cizaña. La primera mirada, corresponde a la de aquellas personas que piensan en ocultar todo lo que no marcha bien en su vida, sus incoherencias, su propia oscuridad. La segunda mirada, corresponde al hombre sabio que, antes de proceder, prefiere discernir sus decisiones. Nadie está exento de ver crecer en su corazón sentimientos, pensamientos y acciones que van en contravía de su ser. Todos tenemos la posibilidad de discernir que deseamos conservar en el corazón y que no deseamos que, aunque esté en la propia vida, sea lo que la defina. Trigo y cizaña. Juntos crecen el trigo y la cizaña, porque así es la vida en esta tierra: La soberbia baila con la humildad, el egoísmo y la generosidad conviven en extraño abrazo, la razón y la sinrazón discuten sobre lo humano y lo divino, sabiduría y necedad comparten melodías, víctima y verdugo se sientan en el mismo banco, la intransigencia de unos y la tolerancia de otros miden con distinto rasero las mismas historias. En un solo cofre se guardan puñales y versos, recuerdos y desmemorias, rencores y afectos. Dios, que es bueno, hace salir el sol sobre justos e injustos. El mundo es así, enredado, discordante, complejo. Pero no es este el tiempo de los veredictos, sino el de las oportunidades (José María Rodríguez Olaizola) Francisco Javier Carmona
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