La base de toda peregrinación se encuentra en un corazón inquieto. El corazón como el centro de la vida interior puede estar sin fuerza a causa de la escisión psíquica o disociación. A veces, atravesamos experiencias tan dolorosas que la única forma de seguir avanzando es a través de la desconexión emocional. Vamos para adelante, pero no somos conscientes ni del camino ni del proceso que estamos recorriendo. A pesar de estas condiciones, el corazón siente que algo más grande lo mueve, acompaña y sostiene. Si no fuera así, ¿cómo podría ir hacia adelante? Sin embargo, algo falta. Un residio de nostalgia le dice al corazón que, el estado en el que se encuentra no es su verdadera condición, algo puede ser diferente. El corazón que acoge esa nostalgia empieza a sentir que la vida se hizo estrecha y, es necesario encontrar mayor amplitud. Así es como el corazón aprende que, necesita irse de peregrinación. Escribe un colaborador de rezandovoy: “A veces me siento débil. Quiero ser un héroe y me descubro limitado. Quiero amar y me descubro impasible ante otros. Quiero ser acogedor y me descubro hermético. Quiero ser flexible y me sé intransigente. Pido tolerancia, pero yo mismo soy duro en mis juicios. Quiero tener fe y me descubro escéptico. Quiero creer en los seres humanos, pero me resisto a dar otra oportunidad. Quiero un mundo donde el perdón sea real, y a mí me cuesta tanto olvidar las ofensas. Quiero que triunfe la solidaridad, pero me cuesta dar pasos... Pero incluso en mi debilidad tu palabra me sigue llenando de ilusión: Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos”. El corazón comienza a inquietarse cuando la Palabra de Dios comienza a hacernos eco.
En Estambul hay una hermosa mezquita llamada Beyazid. Desde que fue construida, los sheiks y derviches sufíes han estado siempre presentes en ella. El sheik Jemal Halveti, uno de los maestros del camino, fue invitado por el sultán para bendecir la apertura de esa gran mezquita. Los sabios de Estambul, la aristocracia y hasta el mismo sultán estaban allí. La flor y la nata del Imperio Otomano se habían reunido allí ese día. Cuando el sheik se levantó para hablar ante tan erudita e importante multitud, un hombre simple se puso de pie de una salto y dijo: ¡Oh, sheik!, he perdido mi burro. Todos los habitantes de Estambul están aquí. Por favor, pregúntales si han visto a mi burro. El sheik le respondió que encontraría a su burro. Acto seguido, se dirigió a la muchedumbre: ¿Hay alguien entre vosotros que no sepa qué es el amor, que no haya nunca gustado del amor en alguna de sus formas? Al principio nadie se movió pero, finalmente, tres hombres se levantaron, uno a uno. El primer hombre dijo: Es verdad. Yo, realmente, no sé qué es el amor. Nunca lo he probado. Los otros dos movieron la cabeza en señal de aprobación. Entonces el sheik dijo al que había perdido el burro: Tú has perdido un burro. ¡Aquí te ofrezco tres! Pero hasta un burro ama la hierba fresca y verde. Cuando la gente aprende a amar - con amor real y verdadero - su estado se eleva por encima del de los ángeles. Cuando no conocemos el amor, nuestro estado se torna inferior al de los burros. Sólo quien experimenta la inquietud del corazón por amar cada día en libertad y autenticidad está listo para salir de peregrinación. El que está cómodo, el que se acostumbró a la vida inauténtica, cuando escucha la voz que le invita a caminar cuando no se desespera, se desentiende. Al respecto, José María Rodríguez Olaizola escribe: “Hay muchas formas de lanzarse al camino. Lo que es común a todas ellas es que, a la vez que uno avanza por lugares externos, también va haciendo un itinerario interior. El esfuerzo, el cansancio, el encuentro, la risa, el llanto, la reflexión, el silencio de largas horas de marcha…todo ello favorece el que uno piense en su vida y en otras vidas. Si eres un poco inquieto, el camino te invita a revisar tus prioridades, a pensar en qué es lo importante en tu vida, y a conocerte un poco más a ti mismo, a los otros y –desde la fe- al Dios que muchas veces late detrás de nuestras búsquedas” A diario, estamos metidos en los enredos, en las ofuscaciones, en la desesperanza, en la sensación de fracaso. Muchos viven cargados de trabajos, de compromisos y de tareas que, más que impuestas, fueron elegidas para acomodarse a las expectativas de los demás y a las falsas percepciones de la vida que hicimos propias. Algunos logran tomar un aire y darse cuenta que la vida es algo más que una simple competencia por ganar el aplauso y la aprobación del mundo. En este detenerse, algunos logran preguntarse: ¿hacia dónde me conduce esta vida? entonces, el corazón comienza a inquietarse y, cuando menos lo pensamos, estamos decidiendo empezar un camino que le dé un nuevo rumbo al corazón y al alma. Dice Anselm Grun: “Partir incluye siempre la valentía para hacer algo nuevo, para una aventura. En vacaciones, muchos viajeros parten para descubrir y vivir cosas nuevas. Pero partir también tiene que ver siempre con cortar. Para que la partida tenga éxito, debo cortar con el curso habitual de la vida cotidiana. La partida se sitúa al comienzo de un camino. Aún no sé lo que me aguarda en el camino. Es frecuente que la gente aplace la partida. Sienten que deben partir. Pero al mismo tiempo tienen miedo a dejar atrás lo habitual y a adentrarse en el camino hacia lo desconocido y lo alejado de lo que hasta el momento resultaba familiar”. El corazón que anda inquieto ya no resiste la pasividad ni la continuidad, necesita peregrinar, ir la santuario o al monte donde habita la divinidad. Quique Gómez, jesuita, escribe: “Mi historia está llena de caídas y nuevos intentos. Pero no desespero. Porque es Él, ese Dios que siempre está ahí, quien me trata como un maestro de escuela trata a un niño: enseñándome. Y me enseña que mi vida es un camino: que cada caída, crisis, enredo es una oportunidad para vivir de forma más auténtica; que es Él quien sigue dando continuidad a mi historia; que es su pedagogía, a veces extraña, la que me convierte, desbloquea, ilusiona y me impulsa a seguir haciendo camino. Un camino que, al andarlo, me abre a nuevos horizontes. Un camino, mi camino… que quiero seguir aprendiendo…” Ponerse en camino exige que tengamos fe. Para san Pablo la fe es el camino de la libertad. Para la psicología profunda, gracias a la fe, las personas logran integrar lo que esta escindido o desintegrado en su Yo. La fe convoca las partes de nuestro ser que cayeron en la trampa del rendimiento, de la producción y del reconocimiento para que se centren en lo único y fundamental: el amor de Dios que, no sólo da paz al alma y regocijo al corazón sino que dota la vida de sentido. Así que, Señor, no me dejes rendirme, olvidarte, dejar de buscar o darte por sentado. No me dejes convertirte en una referencia vaga o en un nombre vacío. No me dejes sacarte de mi agenda. Enséname a cuidarte, a aprenderte, a buscarte. Enséname a rezar para descubrirte, cerca o lejos. Y a arriesgar, para vivir tu evangelio y darme cuenta de que es posible. Sigue saliéndome al encuentro, aunque yo sea tan ciego que mil veces pase de largo. Y entonces aprenderé en tu rostro alegre o en tu rostro herido. En tu mano acogedora o en tu mano suplicante. En tu voz que alienta o en tu voz que llama. Aprenderé a vivir de verdad (Rezandovoy)Francisco Carmona
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