El alma siempre está siendo acompañada y dirigida por el Espíritu. “Entonces, Jesús fue llevado por el Espíritu al Desierto”. En la Sagrada Escritura, El Espíritu Santo es definido como el Guía, el Consolador o el Juez. El Espíritu es el que guía y acompaña al pueblo durante su travesía por el Desierto. Es el mismo Espíritu el que, en el momento adecuado, hace que el hijo menor, el que malgasto la fortuna del Padre, tome consciencia de sí mismo y, de lo que ha estado haciendo con su vida, con los bienes que ha recibido. Para Carlos de Foucauld, el Desierto no es un paisaje geográfico sino una figura simbólica que recoge todas las formas que toma la necesidad y la miseria humana. Cuando nos conectamos con nuestra miseria existencial, dice Carlos de Foucauld: “ la vida se convierte en un mundo despoblado, inseguro, estéril y absurdo. La existencia es pobreza y vacío, la vida es consumida por el trajín de cada día, por la superficialidad en las relaciones, el corazón se vuelve pétreo y los instintos van cada uno por su cuenta”. Nietzsche describe la realidad de la existencia en los siguientes términos: “El Desierto crece: ¡Ay de aquel que lleva dentro desiertos! Piedra rechina con piedra, el desierto traga y devora…No olvides, hombre, a quien ha consumido el placer: Tú eres la piedra, el Desierto, Tú eres la muerte.”
Muchas personas se quedan en el Desierto. Temen avanzar e ir, como dice la Sagrada Escritura, hacia la Tierra Prometida, hacia la conquista del Sí-mismo o hacia el descubrimiento de su identidad profunda. A muchos, les asusta la transformación y se aferran a su vieja condición existencial donde sólo hay sufrimiento. Para atravesar el Desierto, con cierto éxito, es necesario morir a los viejos patrones de conducta, a lo que nos esclaviza, al victimismo. La vida en el Desierto nos recuerda todo aquello que estamos invitados a superar, a dejar atrás. La vida cambia cuando a la contemplación le sumamos esfuerzo, disciplina y constancia. El Desierto prepara al peregrino para nuevas formas de vida. Hace muchos años, cuando trabajaba como voluntario de un hospital, conocí a una niñita llamada Liz que sufría de una extraña enfermedad. Su única oportunidad de recuperarse, era una transfusión de sangre de su hermano de 5 años, quien había sobrevivido a la misma enfermedad y había desarrollado los anticuerpos necesarios para combatirla. El doctor explicó la situación al hermano de la niña, y le preguntó si estaría dispuesto a darle su sangre. Yo lo vi dudar por un momento, antes de tomar un gran suspiro y decir: Sí. Lo haré si eso salva a Liz. Le voy a dar mi sangre para que ella viva. Mientras la transfusión se hacía, él estaba acostado en una cama al lado de la de su hermana, muy sonriente. Mientras nosotros los asistíamos, y veíamos regresar el color a las mejillas de la niña, de pronto el pequeño se puso pálido y su sonrisa desapareció. Miró al doctor y le preguntó con voz temblorosa: ¿A qué hora empezaré a morir? El niño no había comprendido al doctor, y pensaba que tenía que darle toda su sangre a su hermana para que ella viviera, y creía que él moriría... y aun así había aceptado. En el desierto hay un doble movimiento. Por un lado, el Espíritu habla y, por otro, el Corazón escucha. Cuando Palabra y Escucha se encuentran el resultado es un corazón que arde. Mientras iban caminando, en dirección a Emaús, los dos discípulos escuchaban atentamente al extraño acompañante que, se les había acercado. Después, en la fracción del pan, reconocen a Jesús y el uno al otro se dicen: “¿No ardía nuestro corazón dentro de nosotros mientras nos hablaba en el camino, cuando nos explicaba las Escrituras?” El Espíritu es el fuego que arde en nuestro corazón, cuando escuchando la Palabra de Dios, la meditamos conservándola en nuestro corazón a imagen de María, la madre de Jesús y, también, madre nuestra. En el Desierto, el Espíritu prepara nuestro corazón para hacer a un lado las palabras que, durante un tiempo, han permanecido allí hiriéndonos, lastimándonos e impidiéndonos ser, para darle lugar a las palabras que nos llenan de vida y nos conducen, inevitablemente, a permanecer siempre alegres. La Fe es el fuego que la Palabra y la Escucha encienden en el corazón de quien, a travesando el Desierto, se rinde ante su dolor, ante las imágenes deformadas de sí mismo, ante el afán y necesidad de ser valorado, aprobado, aceptado, reconocido. La fe nos revela nuestra verdadera identidad, esa que está más allá de las máscaras, de los engaños del Ego y de los afanes de poder y riqueza para ser adorados por el mundo. Recordemos que, mientras vamos atravesando el Desierto, Dios va caminando con nosotros. Aquello que somos se va manifestando, en la medida que, nos vamos desprendiendo del hombre viejo, del afán de conquistar el mundo, para vivir en consonancia con lo que somos, con el hombre interior que nos habita. En el desierto vamos muriendo al ser que se construyó en el victimismo, en la esclavitud de la necesidad compulsiva de esperar los padres perfectos, la vida perfecta, el amor perfecto, el trabajo perfecto, etc. También vamos naciendo al hombre fuerte en la fe, a ese que, abierto a la Escucha de lo que Dios tiene para revelarle, abre su corazón para que, el Espíritu entre, habite en él y, transforme en milagro, todo el barro que hay allí. Cuando acogemos la Palabra desde una Escucha honesta podemos salir del Desierto. La realidad existencial que nos ha definido por un largo período de tiempo; especialmente, cuando nos ha hecho sufrir y sentir esclavos, es transformada por la Fe que nace en el corazón y dirige al ser humano a la comunión con Dios, consigo mismo y con todo lo que le rodea. El Espíritu nos da el don de entendimiento para comprender lo que vivimos, el Discernimiento para acoger la verdad, la Piedad necesaria para conservar encendido en el corazón el fuego de la Fe, la Fortaleza para mantenernos de pie en la lucha, el deseo de elegir siempre lo que nos conduce a la vida y la Sabiduría para vivir siempre en conexión con nosotros mismos y con Dios, con su Amor que hace nuevas todas las cosas llenándolas de sentido. En el Desierto, lo estéril se vuelve fecundo, lo vacío se llena, la sequedad encuentra la Fuente que calma su sed, el consuelo que aleja la tristeza y, el sentido que la da rumbo a nuestros pasos. Nos cuesta mucho ir al desierto, mucho más permanecer en él y, vivir lo que nos espera; sin embargo, al salir, nos damos cuenta que valió la pena la travesía pues, allí estaba Dios esperándonos para hablarnos al oído y darnos a conocer su Amor. El amor de Dios no es otra cosa que la libertad para ser nosotros mismos, para realizar nuestro Destino en Amor y comunión de vida con Él. ¡Dichoso, el que atravesando el Desierto, conquista la libertad de su corazón y de su ser porque ha conocido no sólo a Dios sino también la fuerza, la grandeza y la profundidad de su amor! Todo se mueve y se renueva. Se mueve el sol, la luna y la tierra, el átomo y la estrella. Se mueve el aire, el agua, la llama, la hoja. Se mueve la sangre, el corazón, el cuerpo, el alma. Todo se mueve, nada se repite. Todo es calma y danza, quietud en movimiento. Lo que no se mueve se muere, pero incluso en lo que muere todo se mueve. Se mueve el Espíritu de Dios, energía del amor, verdor de la Vida. Se mueve Dios, el Misterio que todo lo mueve y lo impulsa al amor y a la belleza. Déjate llevar (José Arregui) Francisco Javier Carmona
0 Comentarios
Dejar una respuesta. |
Una producción de Francisco Carmona para acompañar a quienes están en busca de su destino.
Visita los canales de podcast en la plataforma de spotify y reproduce todos los episodios.
Haz parte de nuestro grupo de suscriptores y recibe en tu WhatsApp la reflexión diaria.
Escanea o haz clic en el siguiente enlace
Filtrar Contenido
Todos
|