En un taller de constelaciones familiares, una mujer consulta porque todo en su vida se estancó, nada fluye. A medida, que la constelación avanza, aparece un sentimiento muy intenso de ira. Cuando le preguntó: ¿reconoce este sentimiento? La respuesta de la mujer fue negativa. La representante de la rabia dice: “sí, yo estoy presente, estoy peleándome con un hombre, él me dice palabras muy fuertes”. En ese momento, el representante de la economía se mueve. Pregunto de nuevo a la consultante: ¿reconoces este sentimiento? Esta vez, la mujer dice: “Sí, ese hombre es mi hermano a quien le reprocho que no trata a mi mamá, como yo la trató. Hace días, me gritó y me dijo: ¡déjeme en paz, haga con su vida lo que quiera, no me atormente más, hasta hoy, te considero mi hermana, considéreme muerto para usted! Cuando la mujer reconoce el sentimiento, le da lugar en el corazón al conflicto, todo en la constelación toma su lugar. Un hombre estaba remando en su bote corriente arriba durante una mañana muy brumosa. De repente vio que otro bote venía corriente abajo, sin intentar evitarle. Avanzaba directamente hacia él, que gritaba: ¡Cuidado! ¡Cuidado! Pero el bote le dio de pleno y casi le hizo naufragar. El hombre estaba muy enfadado y empezó a gritar a la otra persona para que se enterara de lo que pensaba de ella. Pero cuando observó el bote más de cerca, se dio cuenta que estaba vacío.
En el corazón hay una parte que se esfuerza por controlar a Dios haciéndole creer que nuestra conducta es intachable. Nos cuesta creer que Dios conoce nuestro corazón. Por eso, intentamos engañarlo y engañarnos haciéndonos creer que, a pesar del conflicto, del dolor, del desorden todo está bien. Olvidamos que, con engaños no persuadimos a Dios. El salmo 50 nos recuerda lo siguiente: “Un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias, Señor”. Ninguno de nosotros, por muy santos que seamos, tenemos la última palabra sobre el destino de los demás. Nos corresponde vivir nuestra vida, nunca la ajena. La mayor prueba de soberbia consiste en creer que, nuestra vida es la norma de vida para los demás. Sólo el Evangelio es la norma común para todos. Dice Joan Chittister: “Ojalá cayéramos en la cuenta de lo importante que es no persuadir a Dios, sino aprender a afrontar la realidad nosotros mismos, que es lo que marca la diferencia entre la infancia espiritual y la edad adulta”. A Dios, no se le puede controlar. Está bien que, nosotros deseemos para nosotros y para quienes nos rodean una buena vida. Nos equivocamos cuando creemos que esa buena vida es como nosotros la imaginamos. Cada uno tiene un destino diferente. Nuestros destinos siempre corren en paralelo, cuando se cruzan, por lo general, las cosas terminan mal. Recorremos el destino en compañía de otros, siempre conservamos la individualidad, nunca la perdemos. Nos vemos enriquecidos por la compañía de los demás, eso los puede convertir en inspiración, pero nunca en la norma a seguir. Nos equivocamos cuando creemos que tenemos un mejor destino que los demás o cuando creemos que los demás tienen un mejor destino que el nuestro. La verdad sólo la tiene el corazón y, para contactarla, es necesario, descender a las profundidades del corazón, sanar lo que está roto y, escucharnos. La filosofía afirma: “Es una desgracia vivir en la falsedad, en la ilusión, el engaño y la ignorancia”. Erasmo de Rotterdam solía afirmar: “Cuando no conseguimos lo que deseamos, tenemos la posibilidad de obtener algo distinto. Las expectativas frustradas son el comienzo de algo distinto”. Siempre que algo no resulta como deseamos, tenemos la posibilidad de explorar nuevos caminos y conectar con intereses y acontecimientos que no estaban antes en nuestro foco de atención. Cuando el corazón se aferra a la necesidad de control, en lugar de encontrar paz, se logra aumentar la inquietud y el estado de incertidumbre. La confianza es una ruta segura para el transito del alma y del corazónn hacia su destino y, hacia el encuentro con la verdad profunda del ser que nos habita. Vivir y realizar autenticamente nuestra existencia, es una de las decisiones más importantes que un ser humano puede tomar. El primer signo, que revela el compromiso que asumimos con nosotros mismos, es la capacidad de confiar en la vida, en los demás y, por esa razón, dejamos de querer controlarlo todo, no sólo nuestra vida, sino tambien de los que son allegados nuestros. La necesidad de control es una muestra de debilidad de la psique. Las personas controladoras terminan contaminado las relaciones con la manipulación. Se inventan todo tipo de artimañas con el único fin de comprobar si los demás mienten o no. Para enmascarar su debilidad y vulnerabilidad recurren al papel de víctima, acusan a los demás de chantajearlas, amenzarlas y obligarla a desconfiar. La espiritualidad nos enseña que, cuando el corazón se encuentra en una encrucijada, sólo sale de ella tomando un decisión. Se espera que sea la adecuada y que esté en consonancia con la voluntad de Dios y con el ser que somos. Malgastamos la vida alimentando el miedo, el control y la desesperanza. En algunas ocasiones, la única decisión que necesitamos tomar es la de asentir a la vida como es y a los demás como son. Hay cosas que, cuando suceden no podemos hacer nada sino continuar avanzando de la mejor manera posible. Quedarnos en el lugar de la víctima, esperando una retribución, un pago por lo que nos sucedió, en lugar de ayudarnos a ser mejores seres humanos, termina empobreciéndonos y convirtiéndonos en esclavos de nuestros propios afanes. Es muy dificil progresar en la realización del propio destino cuando lo único que buscamos es nuestro propio interés y querer. Las encrucijadas son los momentos propicios para confiar en Dios y dejarnos guiar por su Espíritu. La salvación consiste en experimentar el gozo que produce vernos liberados de la realidad existencial que nos esclaviza. Cuando el corazón aprende a aceptar el propio destino y el de los demás, la fe se fortalece y se convierte en la lámpara que nos guía cuando es de noche; es decir, cuando lo que sucede resulta sumamente incomprensible para el entendimiento, la voluntad y la mente. No hay necesidad de fe cuando todo está claro, cuando la vida parece resuelta y, de manera especial, a nuestro favor. La fe ayuda a descubrir que, Dios actúa en la vida de los demás de la misma manera que en la nuestra. Si Dios es capaz de salvarnos a nosotros también puede hacerlo con las demás personas, incluidos los miembros de nuestro grupo familiar. La fe nos ayuda a confiar que Dios actúa en lo que nosotros vemos que está sucediendo y ante lo que no podemos actuar. En la noche oscura, el alma crece porque aprende que, lo más importante de la vida es confiar antes que, controlar. “Venid a mí, bramó la tormenta, invitándonos a adentrarnos en su intemperie llena de posibilidades. Venid a mí, dijo la luz, alejando de nosotros el temor a la sombra. Venid a mí, propuso la esperanza, convertida en caricia para quienes andaban cansados y afligidos. Venid a mí, exclamó la pasión, prometiendo un nuevo fuego al rescoldo de corazones que en otro tiempo ardieron. Venid a mí, exigió la justicia, herida –en las víctimas- por tanta mentira dicha en su nombre. Venid a mí, susurró el silencio, mostrando, con los brazos abiertos, una forma distinta de cantar. Venid a mí, gritó la soledad, cansada de deserciones y abandono. Venid a mí, pidió el dolor, ofreciendo su rostro herido para que la compasión lo acunase. Venid a mí, llamó el Dios de los encuentros. Y fuimos. A veces vacilantes, con toda nuestra inseguridad a cuestas. Pero fuimos (José María R. Olaizola sj) Francisco Javier Carmona
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