La experiencia más profunda que un ser humano puede tener de Dios es aquella, donde Dios revela, como Aquel que siempre nos acompaña. Ese Dios sólo se encuentra en el Desierto, es decir, en los espacios que hacen posible el encuentro interior con nosotros mismos. En el libro “El principito”, el hombre que se ha esforzado por alcanzar las alturas, lograr el éxito, no tiene más remedio que aterrizar forzosamente en el desierto. Su avión, la percepción que tiene de sí mismo y de lo que está llamado a ser en la vida, de su destino, comienza a fallar, a resquebrajarse. Cuando está intentando reparar el motor del avión, los ideales que hicieron posible que levantara vuelo por primera vez, aparece, de la nada, un pequeño príncipe que, en realidad es, su niño interior con el cual se ve obligado a dialogar. El profeta Oseas, cansado de la continua infidelidad de su esposa, decide un día, llevarla al desierto, hablarle directamente a su corazón de su amor. En el desierto, apartados de los ruidos y expectativas del mundo exterior, podemos acceder a nuestro interior, a nuestra intimidad, y celebrar el encuentro profundo con Dios; ese Dios que, una y otra vez, desea susurrarnos al oído que nos ama incondicionalmente. Sin acceso al interior, difícilmente, se accede a la compañía de Dios. Dice Santa Catalina de Siena: “Construye una celda interior en tu alma y no salgas nunca de ella”. Santa Teresa de Jesús habla de castillo interior como imagen de lo que ocurre cuando el alma enamorada comienza a buscar en su interior el amor que la consume. Jesús nos invita a entrar en nuestra habitación cerrando las puertas. El desierto, nos dice Fernando Rivas, es el espacio liminal donde Dios se revela y manifiesta como Presencia-ausencia, como cuidador, compañía y guía.
En el desierto, resuenan los ecos de la vida vivida y, también de aquella que espera y anhela ser vivida. El aviador descubre en el desierto que en su alma están creciendo pensamientos destructivos, limitantes que, si no los poda pueden abarcar el alma y llenarla de sombra; es decir, de oscuridad. Además, de que estos pensamientos no dejan crecer, abrir la alas y conquistar el cielo. A Juan Salvador Gaviota, la consciencia de su sistema, las gaviota existen para pescar, no para volar, se convirtió en la causa de su exclusión. Este personaje nos mostró que, más importante que la consciencia del sistema familiar, es seguir nuestro destino. Las gaviotas, cuando se lo permiten, pueden descubrir la velocidad que pueden alcanzar cuando se entregan a algo que ellas también pueden hacer, volar. Un hombre iba caminando con dificultad por la orilla de un río. Observó que la orilla opuesta era mucho más transitable, pero no podía alcanzarla a nado porque la corriente era muy fuerte. Así que paró, reunió algunas cañas y los materiales necesarios y construyó una balsa. Subido en ella cruzó el río sin problemas. Una vez llegado a la otra orilla, sintió tristeza al pensar en abandonar su embarcación. Consideraba todo un logro personal haberla construido y le gustaba contemplarla. De modo que decidió cargarla sobre sus espaldas y reanudó su marcha. Pero, conforme iba pasando el tiempo, sus pasos se hacían cada vez más torpes y lentos. A pesar de que el camino era más fácil, se iba quedando sin fuerzas, y empezó a preguntarse si había valido la pena cambiar de orilla. Tardó tiempo en darse cuenta del desgaste que le estaba suponiendo llevar la balsa a sus espaldas mientras escalaba hacia las cumbres de la montaña. Finalmente, decidió abandonar su carga y se sintió más ligero y más equilibrado. En el desierto, podemos hacernos conscientes de la experiencia vivida con nuestros padres que, por su intensidad emocional, se convirtió para nuestra alma en algo numinoso, sagrado. Cuando nos quedamos atrapados en estas experiencias podemos considerar a los demás como seres que sólo existen para servirnos, aplaudirnos, complacernos, etc. De igual manera, podemos percibir el mundo como un lugar hostil y decidir, encerrarnos en nosotros mismos. En el desierto, Dios nos recuerda que está ahí para nosotros, para consolarnos, para regalarnos su amor y, de manera especial, para alentarnos a tomar la vida plenamente. En el desierto, purificamos nuestra imágenes infantiles de Dios y, también aquellas que, siendo falsas nos hacen creer que nos dan la plenitud. En momentos de dificultad, el ser humano tiende a buscar lo que le da certeza, seguridad y confianza. Hoy, en medio de la crisis religiosa que afronta la cultura, el ser humano tiende a buscar, en el supermercado de experiencias, refugio en sistemas de creencias o corrientes espirituales que, en lugar de humanizar, destruyen la posibilidad de crear lazos profundos y auténticamente trascendentes. Con más frecuencia que antes, las personas buscan la paz en lo que la psicología profunda llama enteógenos. ¿Qué entendemos por enteógenos? Los enteógenos son sustancias vegetales con propiedades psicotrópicas, que cuando se ingieren provocan un estado modificado de conciencia. El uso de estas sustancias, señala Jung, son un método bárbaro y regresivo que, resulta un peligroso sustituto de una verdadera religión o conexión con Dios. La relación con Dios, como todas las relaciones, necesita vivirse dentro de un ámbito permanente de purificación de las proyecciones que podemos poner en el otro. Lo que no se resuelve, termina proyectándose. Una vez que, integramos los contenidos que nos hemos esforzado en alejar de la consciencia, las proyecciones cesan y las relaciones se vuelven auténticas, confiables y permiten que el amor fluya. Nos dice Fernando Rivas: “La búsqueda compulsiva o interesada de un Dios puede convertirse en una trampa que impide a Dios ser Dios y, además, nos impide relacionarnos de una manera sana con nuestras incertidumbres”. Necesitamos entonces, reconciliarnos con Dios y, adentrarnos en las imágenes de Dios que nos permitan sumergirnos en su misterio que es, ante todo, vida y comunión. De nuevo, Fernando Rivas nos dice: “Mientras las divinidades de las religiones antiguas prefieren encontrarse con los mortales en verdes prados, arboledas floridas, manantiales gozosos o exuberantes paisajes marinos, el Dios Judeocristiano gusta de mostrarse en lugares desérticos, donde nada obstaculiza está relación y la mirada queda sustituida por el oído”. En medio de la incertidumbre, de la oscuridad, de la dificultad necesitamos escuchar a Dios que, siempre se dirige al corazón para llenarlo de su amor y transmitirle la confianza que le permita entender que, “aunque pase por cañadas oscuras, paisajes llenos de animales salvajes que destrozan al ser humano, no tenemos nada que temer porque el Señor, con su vara y su cayado, nos acompaña, nos defiende y nos sostiene” ¿Qué corona es esa que te adorna, que por joyas tiene espinas? ¿Qué trono de árbol te tiene clavado? ¿Qué corte te acompaña, poblada de plañideras y fracasados? ¿Dónde está tu poder? ¿Por qué no hay manto real que envuelva tu desnudez? ¿Dónde está tu pueblo? Me corona el dolor de los inocentes. Me retiene un amor invencible. Me acompañan los desheredados, los frágiles, los de corazón justo, todo aquel que se sabe fuerte en la debilidad. Mi poder no compra ni pisa, no mata ni obliga, tan solo ama. Me viste la dignidad de la justicia y cubre mi desnudez la misericordia. Míos son quienes dan sin medida, quienes miran en torno con ojos limpios, los que tienen coraje para luchar y paciencia para esperar. Y, si me entiendes, vendrás conmigo (José María Rodríguez Olaizola, sj) Francisco Javier Carmona
0 Comentarios
Dejar una respuesta. |
Una producción de Francisco Carmona para acompañar a quienes están en busca de su destino.
Visita los canales de podcast en la plataforma de spotify y reproduce todos los episodios.
Haz parte de nuestro grupo de suscriptores y recibe en tu WhatsApp la reflexión diaria.
Escanea o haz clic en el siguiente enlace
Filtrar Contenido
Todos
|