Juan Bautista encarna al ser humano que, en medio de tantas ofertas como las que ofrece la cultura, presiente que hay algo más grande, más esperanzador y más lleno de sentido que todo aquello que estamos viviendo. Juan el Bautista sabe que, hoy existen muchas ofertas de sentido, muchas experiencias nos prometen el método para alcanzar el cielo; es decir, para sentirnos felices y creer o, sentir que, ya somos plenos. Sin embargo, la inmensa mayoría de esas ofertas, siendo buenas y válidas, no conducen a la verdad porque, en lugar de silencio están habitadas de mucho ruido. Sin un cambio de raíz, como advierte Juan el Bautista, el camino hacia la auténtica plenitud se hace espinoso y encumbrado. El camino hacia Dios implica dos cosas: por un lado travesía y, por otro, desierto. Sin estas dos experiencias, es difícil creer que las cosas experimentadas correspondan realmente a un encuentro auténtico con el Misterio. Un buscador espiritual viajó a la India en su afán por encontrar y entrevistar a un verdadero iluminado, a un liberado-viviente. Viajó durante meses por el país. Se trasladó de los Himalayas al cabo de la Virgen, del estado de Maharajastra al de Bengala. Recorrió montañas, dunas, desiertos, ciudades y pueblos. Recabó mucha información y, por fin, halló, según todos los testimonios, un verdadero hombre realizado. Por fin, podría llevar a cabo su ansiado encuentro. El graznido de los cuervos quebraba el silencio de una tarde apacible y dorada. El hombre realizado se hallaba bajo un frondoso rododendro, en actitud meditativa. El visitante lo saludó cortésmente, se sentó a su lado y preguntó: Antes de que usted hallase la realización, ¿se deprimía? Sí, claro, a veces, repuso tranquilamente el liberado viviente. El buscador hizo una segunda pregunta: Dígame, y ahora, después de su iluminación, ¿se deprime a veces? Sí, claro, a veces, pero ya ni me importa ni me incumbe
Escribe un colaborador de rezandovoy: “¡Queremos motivos para la alegría, para el júbilo, para la sonrisa! Pero es que a veces la vida nos da razones para la pena, el llanto, el desconsuelo. Y sería un error echar a correr demasiado pronto en pos de un bienestar reconquistado. A veces, lo humano, es aceptar nuestra porción de desierto. Saldremos de las sombras, se disiparán las tormentas, volverá a brillar el sol, pero toca asumir que, a veces, la vida duele un poco. Por tantas razones y sin razones…Son tan variados, ¿eh? ¿Qué se oculta tras nuestros semblantes, a veces indescifrables? ¿Por qué hoy me he levantado con mal pie? ¿Por qué a veces pesa todo? ¿Por qué hay días en que los minutos se hacen eternos? ¿Por qué en ocasiones me siento solo, aun rodeado de gente? ¿Por qué muerde la duda, o la nostalgia? ¿Por qué a veces me siento incomunicado? ¿Por qué cuesta tanto pedir ayuda? ¿Por qué, a veces, no me aguanto ni a mí mismo? Muchas veces no sé la respuesta, pero quizás no importa mucho. Sólo te pido, Señor, que en esos momentos no me dejes rendirme. Que no me dejes tampoco dramatizar demasiado. Que me ayudes a sonreír un poco ante mis angustias. Que me enseñes a fiarme, de Ti y de otros”. Escribe José Antonio Pagola: “En la sociedad de la abundancia, del consumo y del progreso se está haciendo cada vez más difícil escuchar una voz que venga del desierto. Lo que se oye es la publicidad de lo superfluo, la divulgación de lo trivial, la palabrería de lideres tanto políticos como religiosos prisioneros de las estrategias de comunicación, y hasta discursos prisioneros de intereses que, en lugar de vida buscan alimentar el consumo” Vargas Llosa, en la civilización del espectáculo, advierte que, la cultura actúa simpatiza con lo que resulta divertido. “La cultura es hoy diversión, y lo que no es divertido resulta no ser cultura; lo que vende es bueno, y lo que no conquista al público es malo; el mercado fija hoy el único valor...” Ante este panorama, a veces un tanto desesperanzador para quienes buscan algo diferente, Juan el Bautista nos recuerda que, existen personas que hablan desde la sabiduría, desde la dignidad, que no viven desde lo superfluo, gente sencilla, entrañablemente humana y, para encontrarlas hay que atreverse a ir al desierto, porque sólo allí, se encuentran no solo las voces sino también las personas que viven en contacto con el Misterio. El Maestro Eckhart es uno de los grandes místicos de la humanidad. El nacimiento de Dios en el alma es la idea central de las enseñanzas del Maestro Eckhart. Para que Dios nazca en el alma son necesarias tres cosas: la primera, el desapego; la segunda es el abandono y, la tercera es un “corazón donde reina una indestructible y silenciosa paz”. En palabras del Maestro Eckhart el desapego es la forma como el creyente puede honrar a Dios porque renuncia a estar por encima o por debajo de los demás. “Honrar a Dios no significa principalmente rendirle culto mediante ciertas ceremonias u orarle en pos de algún bien, sino que los que lo honran debidamente son aquellos que se han salido completamente de sí mismos y ya no buscan su interés en ninguna cosa. Son aquellos que no persiguen ni bien, ni gloria, ni aprobación, ni placer, ni interés, ni devoción interior, ni santidad, ni recompensa, ni reino de los cielos, sino que están liberados de todo eso, de todo lo que les pertenece”. Para el Maestro Eckhart, el abandono es el estado del alma, donde el ser humano, es capaz de dejarlo todo, darlo todo, no tener nada. Para no caer en literalismos, digamos que, el abandono es la actitud que asume aquel que deja salir lo oculto, renuncia por completo a vivir según sus caprichos y a toda voluntad ajena a Dios y al amor, se despoja de las formas de pensar egoístas y que conducen a estar por encima de los demás y, sobretodo, el que vive con generosidad y renuncia al amor que calcula. El abandono, según el Maestro Eckhart, es la confianza básica en la que vive quien ha depositado su confianza en Dios antes que, en el poder, el honor y la buena imagen. El que teme abandonar sus viejos patrones de pensamiento, de vinculación y, de actuación está “afanosamente buscándose a sí mismo porque renunció a buscar a Dios” (Eckhart) Finalmente, Dios nace en el corazón donde reina una indestructible e inquebrantable paz. El corazón representa nuestro interior. Quien no tiene vida interior, difícilmente, podrá actuar desde el corazón. Lo hará desde las heridas abiertas y las distorsiones que tiene acerca de la vida, del amor, de Dios y del otro. Hablar del interior, hace referencia a la necesidad de dar orden a nuestro mundo afectivo, al llamado a superar la escisión o disociación que gobierna nuestra psique porque, al no sumergirnos en el conocimiento interno de nosotros mismos, renunciamos a ser conscientes de la verdad a la que estamos invitados a adherir la vida, nuestros proyectos y decisiones porque sabemos que en ella reside la plenitud misma de la existencia. Cuando tenemos un espíritu libre de ansiedades podemos elevarnos sobre nosotros mismos, actuar más allá de toda expectativa y estar dispuestos para que, el Dios escondido, el que viene de lo alto, como el rocío de cada mañana, ponga su morada en nosotros, acampe en nuestro corazón y, desde ahí, pueda manifestarse e irradiar su luz a todos los que, sanando las raíces de su vida, de su alma, saben que, hay algo más que la diversión, el espectáculo, la trivialidad, la máscara, la vida disociada y, al servicio del pecado; es decir, de proyectos falsos de existencia. Dice el Maestro Eckhart, citado por Francisco Martínez: “El nacimiento del Verbo se produce en lo más puro y valioso de nuestra alma, en lo más interior de nuestro interior: en esa chispita o scintilla”. El Maestro Eckhart, afirma Martínez, nos invita a vivir y permanecer en nuestro fondo, en nuestra esencia, pues es ahí donde Dios nos toca con su simple esencia, sin que haya ninguna imagen como intermediaria (Pr. 101; p. 83). Nos toca allí donde todas las potencias están retiradas de toda su actividad (id.; p. 84). Dios nace en el desierto, en lo escondido de nuestro corazón, donde no hay ansiedades, ni expectativas y, mucho menos discursos que nos apartan de lo real, lo verdadero, lo esencial, lo único. Dame, Señor, valentía para exponerme, flexibilidad para tambalearme y fortaleza para no caer. Dame, Señor, un corazón que se estire y una piel sensible, unos ojos despiertos y oídos atentos para no ser sordo a tu paso silencioso. Dame, Señor, sorpresas, muchas sorpresas, para que nunca me apoltrone en el cómodo sillón de mis inocuas seguridades. Y si algún día pienso que lo sé todo o creo hacer pie por los mares de mi alma, ponme de nuevo ante el abismo del no saber para que así recuerde, un día más, que eres el Dios de las sorpresas insondables (Óscar Cala sj)Francisco Carmona
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