Hoy, encuentro personas animadas por el deseo de llevar una vida silenciosa, dedicada a la contemplación y al trabajo en el campo. Poco a poco, van apareciendo nuevas expresiones de vida monástica o contemplativa. Ahora, no se ven los grandes monasterios, sino casas campesinas humildes, donde sus habitantes, esposos que ya terminaron la educación de sus hijos, desean vivir la vida de otra manera. El afán de ser exitosos, productivos y viajar por el mundo va contrastando con la aparición de formas de vida ajustadas en otros intereses. Un mundo centrado en el materialismo, en el placer y en el éxito basado en la fama, el prestigio y el rendimiento económico y académico también produce, al mismo tiempo, pequeños grupos que, como Jesús, recuerdan a la humanidad que, “no sólo de pan, vive el hombre” Cada uno de nosotros esta invitado a cultivar aquello que el alma siente que le es propio, que le pertenece, que la hace única y, especialmente, que nos conecta con lo más profundo de nuestro ser. El trabajo interior exige capacidad para soportar algo de incomodidad. Crecemos en la medida que, estamos dispuestos a exigirnos, a confrontarnos y a despojarnos de lo que nos brinda cierta seguridad, estabilidad y tranquilidad. Adentrarse en el interior reclama un estilo de vida capaz de sobrevivir a este nuevo proceso. Escuchar la voz interior, es algo relativamente fácil, comparado con la lucha que se genera entre el Ego y el Espíritu que quiere obedecer. Abrir el corazón y disponer el entendimiento y la voluntad para seguir el llamado es algo que, a veces, resulta sumamente complicado.
El camino que nos conduce del desierto hacia la vida que contempla y realiza la propia identidad se focaliza en tres aspectos: La oración, el trabajo y la meditación de la Palabra del Señor. Veamos en qué consiste cada uno de ellos. Con respecto a la oración podemos decir que, es el agua que una planta necesita para crecer, vivir y fortalecerse. Sin oración, el alma se reseca, entra en angustia y pierde el foco de atención. La oración nos permite profundizar en la llamada, en nuestra identidad, en el conocimiento de Dios y en la imagen que de Él se ha formado nuestro corazón, nuestra mente y nuestro entendimiento. Sin oración, difícilmente podemos saber si la voz que intentamos seguir realmente proviene de Dios o de los fondos oscuros de nuestro Ego o nuestra alma. A las lecciones del maestro Bankei acudían no sólo estudiantes del Zen sino también personas de toda escuela y estamento. Él nunca citaba los Sutra ni se entregaba a disertaciones escolásticas, sino que sus palabras salían directamente de su corazón al corazón de sus oyentes. Lo vasto de sus auditorios irritó a un sacerdote de la escuela Nichirén, porque los adherentes de escuela habían desertado para oír hablar del Zen. El sacerdote, tan centrado en su propio yo, acudió al templo, decidido a sostener un debate con Bankei. ¡Eh, maestro del Zen!, prorrumpió. Espera un poco. Los que te respeten podrán hacer caso a lo que tú dices, pero un hombre como yo no te respeta. ¿Puedes lograr que te haga caso? Ven junto a mí y te mostraré., dijo Bankei. Orgullosamente, se abrió paso el sacerdote entre la multitud para acercarse al maestro. Bankei sonrió. Ven, ponte a mi izquierda. El sacerdote obedeció. No, dijo Bankei, hablaremos mejor si tú estás a mi derecha. El sacerdote, orgullosamente, se pasó a la derecha. Ya ves, observó Bankei, me estás haciendo caso, y pienso que eres una persona muy amable. Ahora, siéntate y escucha… Pedro Finkler señala: “Orar y contemplar significa siempre no hacer nada más que eso durante el espacio destinado a la oración. Ocuparse durante el tiempo de oración en pensar en no sé qué cosas, o preocuparse en qué haré después, hace infructuosa la oración. Cuando se trata de buscar a Dios, el único objeto de meditación y de deseo ha de ser él y nadie más que él. Rezar y contemplar es estar con Dios y con ningún otro. Y lo mismo se diga de los pensamientos piadosos y santos, que no deben ocupar lugar ni en la cabeza ni en el corazón del hombre en contemplación. Dios ocupa totalmente todos los espacios disponibles de nuestra persona. Por eso, cuando queremos contemplar, es necesario concentrar tranquilamente toda la atención únicamente en Dios mismo, sin admitir otro pensamiento por más santo que sea. Pero esto no se puede alcanzar por el mero conocimiento. Las realidades espirituales no pueden ser entendidas por nuestra inteligencia humana como entendemos las realidades materiales. Nuestros razonamientos nunca son pensamiento puro como es, por ejemplo, el pensamiento de los ángeles. La pretensión de querer abarcar a Dios con nuestro pobre pensamiento humano nos llevaría fatalmente al error. Por eso es preferible buscarle con el corazón, como aquel que nos ama, sin que sepamos exactamente cómo es ni conozcamos su insondable y misterioso ser”. +Con respecto al trabajo, Fernando escribe: “El trabajo nos enseña la densidad de lo real, en contraste con las ilusiones. El trabajo cuando tiene alma descansa; en cambio, cuando es algo ajeno a nosotros mismos, nos cansa y hace que, agobiemos a los demás”. Pedro Finkler escribe: “El contemplativo en acción es una persona que funciona externa e internamente con toda su potencialidad. Piensa y razona con la cabeza, trabaja con los músculos y ama con el corazón. Ser verdaderamente humano es funcionar en todas las dimensiones del propio ser”. El que trabaja y tiene la capacidad de contemplar lo que hace es un hombre que ha logrado, en cierto modo, integrar lo que su alma es, con aquello que ella hace, realiza, construye. Con respecto a la meditación de la Sagrada Escritura podemos decir que éste ejercicio nos saca de nuestra subjetividad y nos conecta con algo mayor a nosotros mismos. La meditación de la Sagrada Escritura nos ayuda a poner en el crisol nuestras motivaciones, nuestros deseos, nuestras actitudes, nuestros comportamientos y, de manera especial a nuestro corazón. La meditación purifica el alma y la dispone para que se deje guiar por el Espíritu Santo. Sin encuentro con la Palabra, ir por los valles de la oscuridad se vuelve una alternativa muy palpable. Los evangelios nos presentan a María como la que meditando la Palabra del Señor, la guardaba y conservaba en su corazón. De esta forma, Ella podía permanecer fiel y realizar la voluntad del Señor. Salir de la casa y entrar en el Desierto con la plena disposición de seguir y realizar la voluntad de Dios coloca al creyente en situación de inseguridad y vulnerabilidad. Al salir, lo primero con lo que tropezamos son las tentaciones, las pruebas y las voces que invitan a regresar al lugar de origen. Aquello que se abandona, la casa paterna, siempre está esperando nuestro regreso. Es curioso, los padres siempre están dispuestos para retener a los hijos. Son pocos los casos, en los que los padres alientan a los hijos a ser ellos mismos. Sólo después de un proceso de crisis, los padres comprenden que no pueden hacer de la vida de sus hijos, lo que se les antoje. También sucede que, llega un momento, donde el hijo no soporta seguir viviendo para responder a las expectativas de los otros sobre él. En el Desierto, se aprende a descubrir el valor que tiene darle orden a la vida afectiva. Sin orden, el amor puede convertirse en una fuerza ciega que, en lugar de dar vida, puede destruirla y, en ocasiones, hasta quitarla. El desorden se convierte en el primer enemigo no sólo del crecimiento espiritual, de la individuación, sino también de la conexión con Dios. Hay dos renuncias que todo el que se adentra en el Desierto, en algún momento de la vida, tiene que hacer. La primera renuncia está asociada a la riqueza. Entendamos bien lo siguiente. La riqueza es lo que tiene el mayor valor en nuestro corazón y en nuestra vida. Al respecto, el Evangelio nos dice: “¿Qué es más importante: nuestra alma o nuestras posesiones?” Digamos que el alma es nuestra mayor riqueza. Sin alma no hay posesión que podamos disfrutar y realmente tener. Si los bienes están por encima del alma entonces, los bienes nos poseen a nosotros. Se alteró el orden. La segunda renuncia está conectada con la familia. De nuevo la pregunta: ¿Qué es más importante: el alma o los dictados de la consciencia familiar? Jesús nos dice: “Quien quiera ser mi discípulo tiene que dejar a padre y madre”. Sólo un corazón dispuesto a liberarse de lo que no le pertenece puede entrar y permanecer en el desierto. Hoy no quiero llamarte maestro, aunque tanto aprendo de ti. Ni tratarte de Señor, aunque tu amor sea mi ley. No quiero nombrarte con títulos sonoros, llenos de importancias y promesas. Solo quiero llamarte amigo. Digo amigo, con la necesidad de quien sabe que solo no llegará lejos. Con la intensidad de quien quiere compartir tiempo, corazón y vida. Amigo para llorar las penas y celebrar las fiestas, para acallar los ruidos y serenar los miedos. Para pelear, hombro con hombro, las batallas justas. Y si ves que te fallo, dímelo, amigo, pues en tu abrazo, aprenderé (Rezandovoy) Francisco Javier Carmona
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