En su interior, muchos llevan escrito el amor de Cristo como la Ley a la que someten su voluntad y todo su quehacer. Estas personas por donde pasan van dejando un buen olor y su presencia resulta agradable porque inspiran a vivir. Otros, en cambio, llevan inscrito en su corazón el dolor que no han logrado o querido superar. Por donde pasan también dejan el olor de aquello que los ha marcado. En sus relaciones, estas personas actúan haciendo sentir y experimentar a los demás lo que ellas han dejado fermentar en su corazón. Con razón dice Jung: “El que hiere, se hiere a sí mismo y, el que sana, se sana a sí mismo”. Damos a los demás aquello que nos inspira y sostiene en la vida. Érase una mujer conocida por su perfección. Un día decidió que ya era tiempo de casarse y como era un ser tan perfecto, pensó que se merecía al hombre más perfecto. A todos los hombres que conocía los descartaba por ser demasiado altos o demasiado bajos, demasiado listos o demasiado tontos, demasiado fuertes o demasiado débiles… Así fueron pasando los años y cuando la mujer pareció encontrar a su hombre perfecto, éste la rechazó porque ella era demasiado vieja.
Podemos elegir entre vivir en el amor o en el dolor. Nuestra elección termina marcando nuestro destino y, en algunas ocasiones, definiendo la forma como vamos a experimentar la muerte. Es posible que, lo que consideramos una verdad cuando éramos pequeños, se vuelva una realidad insostenible en la vida adulta. Lo que más nos hace sufrir es la resistencia que hacemos a la realidad. Asentir a la vida como es y a los demás como son es un principio que nos permite atravesar la noche oscura del alma y abrazar la vida naciente que la reconciliación engendra. La vida transformada es nuestra esperanza. Permitir que el dolor y el rencor nos guíen es una forma disimulada de ateísmo. Aunque el dolor nos embargue y la oscuridad parezca adueñarse de nuestra alma, la proclamación de la resurrección de Cristo nos salva de caer en el vacío y nos abre a una vida nueva donde dolor, muerte, rencor y división interna son realidades que pueden ser superadas. Al respecto, dice el Papa Francisco: “Cristo resucitado y glorioso es la fuente profunda de nuestra esperanza... Su resurrección no es algo del pasado; entraña una fuerza de vida que ha penetrado el mundo. Donde parece que todo ha muerto, por todas partes vuelven a aparecer los brotes de la resurrección. Es una fuerza imparable. Verdad que muchas veces parece que Dios no existiera: vemos injusticias, maldades, indiferencias y crueldades que no ceden. Pero también es cierto que en medio de la oscuridad siempre comienza a brotar algo nuevo, que tarde o temprano produce un fruto”. Guardar en el corazón el dolor es, una muestra clara del menosprecio que sentimos hacia nosotros mismos y, en consecuencia, hacia nuestros padres y hacia la vida. Abrirnos a la reconciliación y abrazar la posibilidad de construir un mundo interior diferente termina llenando de gozo el alma y permitiéndole experimentar que, la verdadera vida está más allá de lo que nos encadena e impide vivir y realizar la vida divina que permanece como una semilla en nuestro interior hasta el día que le permitimos abrirse, crecer y dar fruto abundante. La transformación es la Ley que guía el camino espiritual. Si no hay transformación, el camino que recorremos no es el adecuado o nosotros somos viajeros que no saben a dónde se dirigen. Escribe Xuan Bello en las cosas que a mí me gustan: “A mí me ocurre lo mismo que a los niños y a los gatos: denme una grieta para asomarme y desde allí imaginaré que veo el universo entero. De alguna manera, eso es la vida de todo pequeño: una peregrinación hacia las fuentes de cada uno, una búsqueda incesante de un momento esencial que entrevemos donde menos lo esperamos y donde se descubre, con perplejidad encantadora, que el mundo al fin y al cabo solo es el destello de uno mismo”. El poeta y místico Rumi nos habla del proceso de transformación interior con las siguientes palabras: “Mi corazón se ha transformado en un lápiz que el Amado sostiene entre sus dedos”. El dolor que se pone en el corazón del Señor es, transformado por Él en una historia diferente, donde lo que antes era noche, ahora es el comienzo de un nuevo proyecto, de una vocación. A veces, de las rupturas sale una luz que indica el camino nuevo a seguir. Permanece anclado en el dolor quien se resiste a vivir y a morir a todo aquello que, en lugar de dar vida, la termina quitando. Para avanzar de un modo diferente por la vida es necesario entrar en el silencio del mundo y abrirse a la escucha de Dios. Escribe Mirza Deras: “En medio del bullicio y la agitación diaria, a menudo corremos el riesgo de perder de vista lo que realmente importa. Es fácil dejarse llevar por el ruido que nos rodea: las opiniones de los demás, las expectativas sociales, las distracciones constantes. Sin embargo, en lo más profundo de nuestro ser, está la voz de Dios, susurrándonos sabiduría, amor y dirección. Es esa voz la que nos guía hacia lo que es verdaderamente significativo, hacia la paz interior y la autenticidad”. Los necios se apartan de la presencia de Dios y, por la misma razón, del contacto honesto consigo mismos. Es necesario que, hagamos todo lo que está a nuestro alcance para que la voz del resentimiento no apague en nosotros el amor de Dios. Podemos elegir hacia donde mirar. Por un lado, existe la posibilidad de mirar la vida quedándonos con la memoria de todo aquello que ha sido doloroso y le ha restado valor a nuestra existencia. También podemos alzar los ojos y, desde el asombro, contemplar al sol que, cada día, se levanta de su tumba para recorrer el mundo e impregnarlo de su luz y, también de su nostalgia. La mirada, sobre todo, cuando nace en los ojos del alma, sobrepasa toda realidad aparentemente visible, la verdad se esconde detrás de nuestras explicaciones y racionalizaciones. Dice el poeta: En mis entrañas hay una noche que la noche no logra contener, una luz que el dolor no logra opacar y un amor que el odio no logra extinguir” Postrado ante ti, Señor, me envuelven los recuerdos, de aquellos que fueron fuego y encendieron en mí, la llama de tu Amor. Quiero darte gracias, Señor, por la voz dulce que me enseñó a rezar, por los ojos que alumbraron mi mirada y me hicieron verte en los demás. Por la mano tendida que me acogió y me ayudó a caminar hacia ti, por esos brazos fuertes que me alzaron para verte mejor, por los oídos que en silencio me escucharon, y por el eco invisible que tu presencia me mostró. Gracias, Señor. Y pedirte, Señor, quisiera, la luz y la fuerza, para transmitir esa herencia y también poder ser yo, voz que tu oración enseñe, ojos que muestren tu mirada, mano que de seguridad, brazos fuertes, oídos para acompañar, y que siguiéndote deje el eco de tu presencia en mi humilde caminar (Luis S. Gallardo)Francisco Carmona
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