Un sábado, Jesús estaba enseñando en una de las sinagogas, y estaba allí, una mujer que por causa de un espíritu maligno llevaba dieciocho años enferma. Andaba encorvada y de ningún modo podía enderezarse. Cuando Jesús la vio, la llamó y dijo: ¡Mujer, quedas libre de tu enfermedad! Al mismo tiempo, puso las manos sobre ella; al instante, la mujer se enderezó y empezó a alabar a Dios. Indignado, porque Jesús había sanado en sábado, el jefe de la sinagoga intervino, dirigiéndose a la gente. Hay seis días en que se puede trabajar, así que vengan esos días para ser sanados y no el sábado. ¡Hipócritas!, le contestó el Señor ¿Acaso no desata cada uno de ustedes su buey o su burro en sábado y lo saca del establo para llevarlo a tomar agua? Sin embargo, a esta mujer, que es hija de Abraham y a quien Satanás tenía atada durante dieciocho largos años, ¿no se le debía quitar esta cadena en sábado? Cuando razonó así, quedaron humillados todos sus adversarios, pero la gente estaba encantada de tantas maravillas que él hacía. Jesús ve en la sinagoga a una mujer que no puede observar una postura recta, no puede mirar a los demás a los ojos. En el pasado algo sucedió y transformo la postura de la mujer frente a la vida, frente a Dios, frente a los demás. Jesús está enseñando en la sinagoga. Seguramente, está hablando de la misericordia de Dios. La imagen que Jesús tiene de Dios no coincide con la imagen que, muchas veces, el hombre o mujer religiosos, tienen de sí mismos. Nos presentamos ante Dios sin hacer ningún esfuerzo por cambiarnos a nosotros mismos. Nos resignamos ante lo que podemos hacer por nosotros esperando que sean los demás quienes actúen. Dios descansa el día séptimo porque ve que su creación está terminada completamente y se ve perfecta. El dolor, puede completar la creación de Dios, pero también puede desfigurarla.
Nasrudín paseaba cerca de un pozo, cuando sintió el impulso de mirar adentro. Era de noche y, al escudriñar la profundidad del agua, vio el reflejo de la luna. ¡Debo salvar la luna!, se dijo, de otro modo, nunca menguará y el mes de Ramadán no terminará nunca. Cogió una cuerda y la arrojó dentro del pozo mientras exclamaba: ¡Mantente firme, no te descorazones ya llega el socorro! La cuerda quedó enlazada en una roca dentro del pozo y Nasrudín tiraba con todas sus fuerzas cuando, de pronto, se soltó del fondo y cayó de espaldas. Mientras se hallaba tendido jadeante, vio la luna surcando el cielo. Me alegra haberte sido útil - dijo Nasrudín - fue una suerte que yo justamente pasara por aquí, ¿no es cierto? El jefe de la sinagoga tiene una reacción diferente a la de Jesús. La rabia con la que actúa el jefe de la sinagoga termina siendo una cuestionamiento a lo que está sucediendo en el presente. Escribe Byung: “La rabia tiene la facultad de interrumpir un estado y, en algunos casos, imposibilitar que comience otro nuevo. La rabia impide, curiosamente, que las cosas cambien. Es más, en algunas experiencias, la rabia manifiesta preocupación por el giro que están dando las cosas en una dirección contraria a la establecida. Escribe Lucas: “El jefe de la sinagoga se volvió furioso viendo la acción de Jesús, porque había curado a la mujer un día de sábado: Hay seis días en que se puede trabajar; venid, pues, esos días a curaros, y no en día de sábado”. La actividad que nace de la contemplación, de la relación con Dios cuestiona nuestros modos mecánicos de actuar, nuestra inconsciencia y, de manera especial, nuestra falta de atención a lo que está sucediendo en el presente. La rabia tiene, en este caso concreto, un carácter negativo. En lugar de alabar a Dios porque una persona encuentra una postura diferente en su vida, que la libera y la dignifica, se recurre al enojo como si lo que está ocurriendo fuera negativo y amenazante. La arrogancia nos dice que, sin ser nuestra intención, nos estamos poniendo por encima de Dios. ¿Acaso, el jefe de la sinagoga puede decirle a Dios cuando curar, sanar o rescatar a un hijo suyo del poder del mal? En la sociedad de la positividad, dice Byung, hay una incapacidad muy grande para contemplar los estados de excepción que se presentan en la vida cotidiana. La positividad, cuando menos lo imaginamos, nos convierte en seres mecánicos que, dejan de saborear la vida, porque andan angustiados por ser felices. Pensar que hacer el bien atenta contra Dios nos revela la profunda desconexión que se está produciendo en el alma y en el corazón. En la sociedad de la producción cuando no hay negatividad, hay cálculo. Al respecto, escribe Byung: “En el marco de la positivización general del mundo, tanto el ser humano como la sociedad se transforman en una máquina de rendimiento autista. Puede decirse que justamente el esfuerzo exagerado por maximizar el rendimiento elimina la negatividad y, termina ralentizando los procesos”. Lo anterior, hace que aparezca el sentimiento de impotencia ante la vida y sus circunstancias. En el texto del evangelio dice que, los adversarios de Jesús quedaron abochornados. La compasión termina imponiéndose sobre el cálculo y el afán de sentirnos custodios de un orden que, en lugar de sanar, enferma. Cuando Jesús actúa lo hace para restablecer la dignidad del ser humano. Para cumplir este objetivo no hay norma divina que establezca cuando lo podemos hacer y cuando nos debemos detener. Dios siempre actúa en favor de la humanidad. Hacer lo que Dios hace y amar lo que Dios ama es el camino que nos conduce a la santidad. Al respecto, dice Thomas Merton: “La santidad no es ni ha sido nunca una deserción de la responsabilidad y de la participación en la tarea fundamental del ser humano de vivir justa y productivamente en comunidad con sus semejantes”. Actuamos en favor del que está cansado y agobiado, desconectado y angustiado, disociado y enajenado de sí mismo porque el amor nos impulsa a hacerlo. Cuando amamos al prójimo, estamos entregando el amor de Dios que fuimos capaces de tomar de Él. La mujer lleva dieciocho años encorvada porque importa más ser perfecta que, vivir humanamente. Escribe Pablo D’Ors: “Los grandes meditadores y maestros nos aseguran que no hay iluminación que no pase por el reconocimiento de la propia fragilidad. Más aún: que la iluminación no es sino el reconocimiento de la propia fragilidad y nuestra reconciliación con ella”. El afán por mostrar que llevamos una vida donde las dificultades no tienen espacio, en lugar de ayudarnos a vivir sana y libremente, muestra el grado de esclavitud en el que estamos sumergidos. Nada hay más grave para el alma que, vivir convencida de que el desorden es la vía de su libertad y realización. Donde hay aceptación de la propia fragilidad también hay amor hacia uno mismo y esto se traduce en mayor capacidad para vivir con gozo cada día. Te pedimos la paz que es tan necesaria como el agua y el fuego, la tierra y el aire. La paz que es perdón que nos libera de la rabia y la ira, de la envidia y la sangre. La paz que es amnistía de presos y exiliados que desean un hogar más digno y estable. La paz que es libertad, la vida siempre abierta en la casa y en la fábrica, en la plaza y la calle. La paz que es el pan amasado cada día que se rompe en la mesa con júbilo y con hambre. La paz que es la flor de tu reino que esperamos y que hacemos más bello y cercano cada tarde. Te pedimos la paz y a nosotros nos pedimos porque somos hermanos y Tú eres nuestro Padre (Víctor Manuel Arbeloa)Francisco Carmona
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