Vivian Brougthon señala que, en el trauma de amor encontramos un corazón dividido. En el interior de la persona se libra una lucha entre el amor y el desamor. Una psique dividida corresponde también a una división de la vida y, por tanto, del objeto de amor. El Evangelio dice con claridad: “No se puede servir a dos señores porque se terminará amando a uno y odiando al otro”. Donde hay división, hay confusión y, también un dolor muy profundo. La división interna del corazón hace que la persona no sepa si está dando sentido a su vida o se está dirigiendo hacia el vacío. Vivía en una ermita en la inmensidad del Sistema de los Himalayas. Siempre había tenido un carácter hosco. Era ermitaño desde hacía muchos años, pero no había cambiado. Cierto día, un hombre que viajaba por la región se topó con él y, respetuosamente, le dijo: Hombre de Dios, te muestro mis respetos. ¿Te encuentras bien? El ermitaño le miró adustamente y rezongó: ¿Cómo voy a estar bien, necio? ¿Puede estar bien un hombre que es un prisionero? ¿Cómo puedes decir que eres un prisionero si puedes moverte a tu antojo por esta inmensidad? preguntó perplejo el visitante. Todo este universo se me antoja excesivamente pequeño y me siento preso en él. El viajero no podía salir de su asombro. Estaba realmente estupefacto. El ermitaño agregó desabridamente: ¡No pongas esa cara de bobo! ¡Qué pequeño debe de ser el mundo para que nos hayamos encontrado y tener que aguantar tu presencia! Y el viajero replicó: ¡Y qué pequeño debe de ser tu corazón para que seas tan poco amable! Añadió el Maestro: Cuando una persona está en guerra consigo misma o llena de resentimiento, tiende a manifestarse con acritud. Cuando una persona está en paz, tiende a expresarse con afectividad. Dice el Maestro: cuando escucho hablar a alguien, sé si en su corazón reina el sosiego o el desasosiego.
En ocasiones, surge la pregunta: ¿Cómo alguien que ama a Jesús, que lo acompaña en sus recorridos, que se sienta a la mesa con Él, que sabe mejor que nadie lo que hay en su corazón, se atreve a traicionarlo? Juan José Benítez nos regala la siguiente reflexión: “Judas era un tipo de persona que tendía a aislarse. Era altamente individualista y eligió crecer tornándose cada vez menos sociable y más encerrado en sí mismo. Persistentemente se negó a confiar en sus hermanos apóstoles y a fraternizar libremente con ellos. Le disgustaba hablar de sus problemas personales y de sus dificultades con sus amigos y con los que realmente lo amaban. Durante todos los años de su vinculación, no recurrió ni una sola vez al Maestro con un problema puramente personal. Como resultado de su persistente aislamiento, sus penas se multiplicaron, sus congojas crecieron, sus ansiedades aumentaron, y su desesperación se profundizó más allá de lo soportable. La soledad puede conducir a un grado tal de insociabilidad que, a pesar del amor de los demás, transforme al individuo en una cárcel inexpugnable, en la que nadie puede entrar ni salir. Tomás, Natanael, Andrés y Mateo tenían también muchos sentimientos y tendencias individualistas, pero estos hombres, a medida que pasaba el tiempo, crecieron en amor y confianza hacia Jesús y sus hermanos apóstoles. Judas no sabía amar y, para empeorar las cosas, ante todas sus desilusiones, alimentó persistentemente rencores y deseos de venganza. No supo aceptar que las desilusiones y el desencanto son parte de la existencia humana y recurrió a la práctica de culpar a los demás. Siempre esperaba ganar. No sabía perder. Huid del aislamiento. Buscad consuelo y amistad. De no hacerlo, los errores se multiplicarán. Los solitarios viven, día a día, el veneno del resentimiento rechazando toda justicia, toda caridad, toda alegría y toda opinión que no nazca de su propia oscuridad. Amad, amad siempre, aunque la tristeza y los fracasos sean vuestros permanente horizontes”. Un corazón que está en guerra consigo mismo no se soporta y, cuando se dirige a los demás, lo hace desde la tosquedad, la dificultad, la tensión y el conflicto. A diferencia de Judas, Jesús se revela como un ser humano diferente. Fernando Gálligo dice: “En el caso de Jesús de Nazaret, entender quién es sólo puede hacerse tratando de ahondar en su experiencia de hijo de José y María. Nunca alcanzaremos a valorar del todo la enorme influencia que sus padres tuvieron sobre él, como en general es el caso de todos los seres humanos. Haciendo un cierto ejercicio de imaginación, caemos en la cuenta que Jesús aprendería probablemente de su padre José a ser trabajador, a hacer las cosas con honradez y cuidado, a ser justo. De su madre María aprendería a entregar la vida sin reservas, a saber esperar, a hacer preguntas a Dios sin miedo, a confiar humildemente en la acción de Dios que hace posible lo imposible. Más allá de eso, Jesús vivió profundamente su ser Hijo del Padre, hasta el punto de llamar a Dios con un nombre tremendamente personal y único: Abbá. En el evangelio de Juan se comprueba una y otra vez cómo Jesús se sabe Hijo: Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día (Jn 6, 40). Esta comprensión de sí mismo como Hijo del Padre es prueba palpable de su autoconciencia de ser Jesús el Cristo. Donde el corazón está dividido, la consciencia de sí mismo es difícil y, a veces, sumamente complicada. El corazón es el símbolo de la interioridad; es decir, de nuestra identidad. Somos aquello que, de una forma u otra, custodiamos en el corazón. Un corazón dividido es la manifestación más clara de una experiencia de vida traumática. En el trauma, la psique se ve obligada a dividirse porque se siente obligada, como dice Vivian Brougthon, a identificarse con los deseos, necesidades, emociones y traumas no resueltos de la madre, en lugar de ocuparnos de los propios. Cuando la psique se ha visto expuesta, desde muy temprano, al trauma es difícil mantener intacto el sentido del propio Yo. El trauma de identidad nos revela que el individuo no se siente ni visto ni amado por la madre. Ella no nos permite la autonomía; es decir, la madre nos ve como una extensión de ella y, con el maltrato, el esfuerzo por retenernos, la descalificación y la desvalorización, nos niega el derecho a construir nuestra propia identidad. En estas condiciones, podemos decir que, la madre puede llegar a vernos como un objeto sin ningún valor, sin recursos propios, incapaces de vivir autónomamente e inhabilitados para realizarnos por cuenta propia. El individuo se ve obligado a renunciar a sus propios deseos, necesidades, recursos para identificarse con la madre. De esta forma, se configura la pérdida de la propia identidad. Al respecto de todo lo anterior, Vivian Brougthon señala: “Si la madre tiene claridad en su propia psique, tiene acceso predominante a su psique sana, es decir, si ella misma no ha sufrido un trauma grave, es capaz de conocer a su hijo como un individuo, con sus propios deseos y necesidades. También la madre es capaz de darse cuenta que la vida del niño está separada de la de ella. Este es el terreno para un comienzo saludable para el niño, donde pueda desarrollar su propia identidad y autonomía sin tener que dividir su psique”. En la relación con la madre aprendemos a dividir el corazón. Por un lado, está la exigencia de la vida a ser nosotros mismos y, por otro, la fuerza del amor ciego que nos invita a no defraudar y hacer sufrir a la madre. Mientras más nos sintamos enredados simbióticamente con la madre, más difícil nos resulta llevar adelante una vida autónoma e independiente. En la medida que, aprendamos la conexión con nuestro interior, que descubramos las imágenes distorsionadas de nosotros mismos y de la vida que llevamos en el corazón, más podemos ir transformando la relación que tenemos con la madre y con la vida. Recordemos que, estamos en paz con la madre cuando sentimos satisfacción con el estilo de vida que elegimos vivir. Todo saboteo a la vida que deseamos vivir y, a la que nos sentimos llamados se vuelve un conflicto con la madre, la imagen de la vida que llevamos en nuestro interior, en el corazón. Un corazón dividido no tiene una percepción clara de la vida, de sí mismo, de las relaciones con los demás. Un corazón dividido está en guerra permanente consigo mismo porque no logra definir el camino que está invitado a seguir. De ahí que, la única forma de restablecer la paz sea la reconciliación. La experiencia espiritual auténtica integra las partes divididas de la psique y unifica el corazón entorno al Señor de la vida. Jesús resucitado nos revela que la vida verdadera, la que alcanza la plenitud, sólo se logra sirviendo a la vida desde el amor que respeta el orden y se entrega generosamente al servicio de la vocación que, es nuestra identidad. Yo tengo un Dios único, nada ni nadie se le compara. Tengo un Dios que se me revela, tengo un Dios que se hace carne, tengo un Dios que se hace pobre. Tengo un Dios que me perdona, y me perdona siempre. Tengo un Dios que me quiere sin maquillaje, y eso me tranquiliza. Tengo un Dios que me da Vida, porque yo no tengo. Tengo un Dios que, no me juzga, no me agobia, no me pide cuentas, sino que me anima y consuela en el camino. Tengo un Dios que me espera, todo el tiempo que haga falta. Tengo un Dios disponible, a todas horas y en todo momento. Tengo un Dios que se me entrega siempre, todos los días. Yo tengo un Dios inigualable, nadie ni nada se le compara (Jacobo Espinos)Francisco Carmona
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