La disociación es una forma de defenderse del impacto emocional que genera una experiencia traumática. Con el paso del tiempo, se convierte en la forma habitual de solucionar cualquier situación estresante que se produzca y que se relacione con el dolor de la experiencia original. La disociación es un mecanismo muy útil de defensa porque permite desconectarse de una emoción intolerable y, de manera especial, cuando no se cuenta con alguien que proteja o contenga. La emoción queda contenida y, en cualquier momento, puede generar una reacción desproporcionada y causar un dolor aún más grande. Para lograr mantener a raya una emoción desagradable exige que el Yo se escinda. Una parte del Yo se esfuerza en llevar adelante una vida normal. Otra parte, lucha continuamente para que la emoción no salga a flote y cause estragos. Las emociones, nos enseña la psicología, se sienten en el cuerpo. Lo que sentimos lo transmitimos. La parte del Yo encargada de reprimir la emoción desagradable tiene, necesariamente, que actuar sobre el cuerpo. Si la represión es muy fuerte, se pierde el control del cuerpo y, sin que sea un propósito, se puede terminar dañando el cuerpo. Ingerimos cosas que, calmen la ansiedad que sentimos y, se dejan de mirar las consecuencias que hay para la salud.
En la disociación, el Yo superviviente se encarga de bloquear la información. Nuestra capacidad perceptiva, la memoria, la mente, la capacidad de pensar terminan bloqueándose. También se acude a la racionalización, todo tiene que tener una explicación, para poder bajar la intensidad que tiene la experiencia y la emoción contenida. A todos, desde niños, nos enseñaron a tener control sobre nuestras emociones, es válido y necesario hacerlo. Pero, cuando se trata de reprimir una emoción que nos conecta con algo que fue desagradable por el dolor que nos causó, las condiciones de la represión cambian. Sanamos cuando la emoción fluye. Las emociones contenidas causan desasosiego, incomodidad y malestar en la persona, no la dejan estar en paz y experimentar la sensación de armonía. Un viajero muy cansado llegó a la orilla de un río. No había un puente por el cual se pudiera cruzar. Era invierno y la superficie del río se hallaba congelada. Oscurecía y deseaba llegar pronto al pueblo que se encontraba a poca distancia del río, mientras hubiera suficiente luz para distinguir el camino. Llegó a preguntarse si el hielo sería lo suficientemente fuerte para soportar su peso. Como viajaba solo y no había nadie más en los alrededores, una fractura y caída en el río helado significaría la muerte; pero pasar la noche en ese hostil paraje representaba también el peligro de morir por hipotermia. Por fin, después de muchos titubeos y miedos, se arrodilló y comenzó, muy cauteloso, a arrastrarse por encima del hielo. Pensaba que, al distribuir el peso de su cuerpo sobre una mayor superficie, sería menos probable que el hielo se quebrara bajo su peso. Después de haber recorrido la mitad del trayecto en esta forma lenta y dolorosa, de pronto escuchó el sonido de una canción detrás de sí. De la noche salió un carruaje tirado por cuatro caballos, lleno de carbón y conducido por un hombre que cantaba con alegría mientras iba en su despreocupado camino. Allí se encontraba nuestro cauteloso viajero. Arrastrándose con manos y pies, mientras, a su lado, como un viento invernal, pasó el conductor con su carruaje, caballos y pesada carga... ¡por el mismo río! Reconocemos la disociación por la incapacidad de mantener la atención en lo que está sucediendo a nuestro alrededor. El nivel más severo de disociación se conoce con el nombre de trastorno de identidad disociativo. Según Francisco Ruiz, psicólogo: “Los trastornos de tipo disociativo se caracterizan por una interrupción y/o discontinuidad en la integración normal de la conciencia, la memoria, la identidad propia y la subjetiva, la emoción, la percepción, la identidad corporal, el control motor y el comportamiento”. Todo aquello que amenaza nuestra estabilidad emocional o nuestra estructura mental termina convirtiéndose en el desencadenante de la disociación. Nos disociamos para no conectar con las emociones que nos resultan incómodas. Es posible que, desde niños hallamos estado sometidos a maltrato físico y emocional, a violencia o abuso. Para poder salir adelante, en un contexto que en lugar de ser protector, se convirtió en una amenaza, aprendimos a no prestar atención a nuestras emociones, a las sensaciones que albergaba el cuerpo cada vez que pasaba una situación difícil, sumamente estresante y a ignorar los recuerdos dolorosos. Al obrar de esta manera, se fueron creando las condiciones que, lentamente, condujeron al estado disociativo de la consciencia. Muchas personas están bajo el efecto de la disociación. Invertimos mucha energía reprimiendo la emoción incómoda. La disociación reorganiza la psique para la defensa. En todo momento, aunque no se esté bajo amenaza, siempre se responde en modo reactivo. La tarea consiste en identificar las reacciones y los patrones de conducta agresivos. Reorganizar el mundo interior es una tarea que exige mucho compromiso; sobre todo, si se ha despertado algún tipo de fobia u obsesión. Hacer que las diferentes partes del Yo estén dispuestas a conciliar con el dolor exige una apertura grande de corazón. En este camino, la espiritualidad es de gran ayuda porque uno de sus componentes esenciales es, precisamente, abrir el corazón para acoger el dolor y poder transformarlo. Señala Mario Carlos Salvador: “El antídoto de la disociación es la conexión, el poder volver a una relación interpersonal que ahora es presente, disponible, estable y radicalmente aceptadora”. Una vez que, se han identificado los mecanismos de interrupción del contacto interno e interpersonal, podemos dirigirnos hacia ellos en tono curioso, amable y profundamente respetuoso. Una vez que asumimos todo lo que reorganizamos en nuestro interior se puede pasar del modo sobreviviente, defensivo, al modo creador y asertivo. Iluminar el dolor es la clave para poderlo superar. El dolor que se dota de sentido, se transforma. El camino sube, Señor, se acerca mi destino. Pero cada día es un día nuevo. Cada día hay pendientes, está el sol, está el cielo, existen nuevos retos, dificultades, cansancios, nuevas personas. El camino sube y hay que adaptarse, respirar, es necesario sentir la fuerza y el esfuerzo de las piernas, hay que saber descansar. El camino sube y la gente te saluda y te da ánimos. El camino sube y hay veces que estás solo. El camino sube, pero cada día siento de nuevo la frescura de la mañana, el calor del sol, la fuerza y la energía que me das, Señor. El amor de tanta gente me ayuda a lo largo del camino. El camino sube, pero no me siento solo. Doy tantas gracias porque empecé buscándote a ti, Señor. Que este camino sirva para los demás, para aprender a querer mejor, acompañar mejor. Aproximarme un poco más a ese Dios que descubro en la misericordia, amor que desciende, amor que se hace luz para los que están en la oscuridad. Amor que es bondad, que es comprensión. El Amor tan y tan grande acompañándome en tantas circunstancias. Así que el camino hace subida, pero yo cojo los palos, las piernas, la mochila de nuevo y cojo la subida que toca, al igual que la bajada que voy recibiendo en cada instante, con nuevas fuerzas todos los días (Alexis Bueno, sj) Francisco Javier Carmona
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