La vida está relacionada con el crecimiento y la novedad, vivir aferrados al pasado, dejándose orientar y guiar por él, no es realmente vivir. La vida requiere que vivamos en el presente y orientados hacia lo que no espera siendo nosotros mismos. La vida que crece está llena de esperanza, la vida que se ha estancado, se desarrolla en la angustia y la ansiedad. La vida se pierde cuando creemos que podemos cambiar el pasado. La vida se conserva y se gana, cuando nos desprendemos de aquellas cosas que, sin querer, convertimos en nuestro patrimonio de vida, en el tesoro que celosamente custodiamos, porque lo llevamos en el corazón. Algunos, le han puesto tantas condiciones a la vida que la esperanza, el gozo y la alegría, fuerzas que la hacen crecer, no tienen cabida en ella. Ikkyû, el maestro del Zen, desde pequeño fue muy avispado. Su maestro poseía una preciosa taza de té, de rara antigüedad. A Ikkyû se le rompió accidentalmente esta taza, y se quedó muy perplejo. Oyendo los pasos del maestro que se acercaba, ocultó tras de sí los pedazos de la vasija. Cuando apareció el maestro, Ikkyû le preguntó: ¿Por qué hay que morir? Es lo natural, respondió el digno señor. Todo debe morir y tiene un determinado tiempo de vida. Ikkyû, mostrando la vasija despedazada, explicó: A tu taza le ha llegado el tiempo de morir.
Hace algún tiempo conocí una mujer que, al preguntarle: ¿cómo ha logrado conservar la alegría en medio de tanta adversidad y sufrimiento? Sin dudarlo, contestó: ¡por qué me he dedicado a vivir! En otra ocasión, conocí a otra mujer que, a sus 76 años dice: “Viví lo de siempre, me amoldé a las circunstancias, siento que no he vivido de verdad. No me atreví a seguir mis sueños, tuve miedo de lograrlos. Me contenté con trabajar para alcanzar una pensión. Pocas veces, me sentí contenta con mi trabajo, con mi matrimonio, con la familia que construí. Tengo la sensación de que todo carece de valor. No viví”. Aferrarnos a lo que pudo ser y no fue, en lugar de ayudarnos a encontrar la paz, nos la quita. La vida para crecer necesita una mirada limpia y está se consigue con un corazón reconciliado y agradecido con todo lo que se ha vivido y dejado de vivir. En los Evangelios hay escenas, donde varias personas se acercan a Jesús y, le preguntan: ¿Qué tengo que hacer para alcanzar la vida eterna? A todos, sin excepción, Jesús, les dice: solo una cosa te hace falta, vende lo que tienes y sígueme. Jesús percibe con claridad nuestros anhelos de crecer, de seguir adelante en la vida, de amar y ser amados en una relación auténtica y adulta. Jesús también percibe que nuestro corazón se ha entregado al pasado, a la memoria traumática, a los sueños rotos, como si se tratara de un tesoro. Nuestras verdaderas posesiones son aquellas que se apoderan del corazón, lo guían y, le marcan el rumbo hacia el futuro. La espiritualidad, constantemente, nos recomienda estar vigilantes sobre lo que llevamos en el corazón, porque ese es nuestro verdadero tesoro. No es el dinero, sino la codicia; no es la soledad, sino el miedo; No es la separación, sino el abandono, lo que realmente marca el rumbo de la nuestra existencia. Aquello a lo que nos entregamos, termina definiéndonos. Cada vez que nos preguntamos: ¿Qué nos hace falta para sentirnos felices, satisfechos, plenos, a gusto con la existencia? Podemos advertir que, Dios a través de Jesús, nos mira con amor. Ese mismo Jesús, nos dice: ¡Una sola cosa te falta! Vende lo que tienes. En otras palabras, Jesús pide que nos despojemos de lo que hasta el momento presente, nos ha definido. Para algunos, su posesión es el abandono, el rechazo, la desvalorización, la soledad, la inadecuación, etc. Nuestras posesiones son aquello que define nuestra vida. Nuestra verdadera riqueza no está en los títulos de propiedad ni en las cuentas bancarias, sino en el pasado doloroso que no nos atrevemos a soltar, porque creemos que sin él, no seríamos nadie. Esta es una verdad a medias. Un corazón desorientado cree que una experiencia dolorosa le arrebató todo; en cambio, un corazón reconciliado encuentra que en medio del dolor, también la vida floreció. En la espiritualidad se compara el alma con una mujer que busca algo. En el Evangelio de Lucas, está mujer hace una limpieza profunda en su casa, no para hasta encontrar la moneda. Después de limpiar, encuentra la moneda. Entonces, llama a todos sus vecinos y celebra con ellos un banquete. ¿Cuál es moneda que la mujer perdió? Sin lugar a duda, la moneda es la conexión con su centro divino, con aquello que constituye su centro vital. Seguramente, en el proceso de limpieza, la mujer se da cuenta de que, en su casa, como en su vida, han entrado cosas que no son las que desea tener, regalos que exhibe por complacencia, pero no porque hagan parte de lo que quiere conservar en su vida. Entonces, toma la decisión de sacar lo que ya no le interesa para llevar una vida ordenada, a su gusto, en conformidad con su ser profundo. Del mismo modo que la mujer, estamos invitados a darle orden a nuestra casa, a nuestro interior, sacando todo aquello que ya no necesitamos o no nos interesa conservar. Carl Gustav Jung, en el libro Aion, deja consignada la siguiente expresión: “Cuando no se hace consciente una situación interior, sucede exteriormente, como destino”. El desorden afectivo es producido por una emoción que, en lugar de expresarla, decidimos reprimir y contener para conservar el afecto de una persona o continuar sintiendo que seguimos haciendo parte del sistema familiar. A constelaciones viene una mujer, en su casa son seis mujeres, cuando le tomó el pelo diciendo: “los papas podían haber intentado el séptimo para que viniera el hombre”, contesta espontáneamente, en mi familia no se contempla la vida con los hombres. En efecto, todas son madres solteras y viven en la casa materna con sus hijos. Algo sucedió en el sistema familiar, para que todas las mujeres, desde la abuela hasta las nietas, se resistan a una vida de pareja y de familia estable. Cuando nos aferramos al dolor que producen ciertas experiencias, terminamos condenando a las generaciones siguientes a repetir la misma historia. Aquello que no se resuelve, como dice Jung, termina convirtiéndose en destino, no sólo propio, sino también de aquellos que vienen después. El dolor crea una solidaridad de amor que, si no nos hacemos conscientes de ella, terminamos convencidos de que el dolor es nuestro destino y, como dicen algunos, “la carga familiar” que nos toca llevar sobre las espaldas. Muchas veces, nuestra vida se funde con la realidad de aquel ancestro que tuvo que vivir un infortunio o una experiencia sumamente dolorosa para él. Aquel con el que nos hacemos solidarios en el dolor, sin que sea su intención, es el que maniata nuestra alma para que vaya libre hacia su destino. Donde hay reconciliación con el pasado, también hay libertad para amar y ser amado. Cuando te llama el amor, síguele, aunque sus caminos sean ásperos y empinados. Y cuando sus alas te envuelvan, entrégate, aunque te pueda herir la espada oculta entre sus plumas. Y, cuando te hable, créele, aunque su voz perturbe tus sueños como arrasan el jardín las ráfagas del viento norte. Pues, a la vez, el amor te corona y te crucifica. A la vez, él te hace crecer y te poda. Y mientras te eleva a las alturas y acaricia tus más tiernas ramas que tiemblan al sol, baja, también, a tus raíces y las sacude para que no se agarren a la tierra. Te desgrana para sí como a granos de maíz, te trilla hasta dejarte desnudo, te aventa para limpiarte del salvado, te muele hasta la blancura, te amasa hasta dejarte dúctil. Y luego te manda su fuego sagrado, para que te conviertas en pan sagrado para el sagrado festín de Dios (Kahlil Gibran)Francisco Carmona
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