Una forma triste de desaprovechar la vida es aquella donde nos quedamos parados esperando que los demás hagan las cosas por nosotros. Una mujer viene a constelaciones, desea trabajar su parálisis en las cosas que emprende. Según ella, todo va bien hasta cierto momento, después, los socios desaparecen, los clientes se alejan y todo se cae. Cuenta como la gente la busca para asociarse con ella; sin embargo, nada termina bien. Mientras la escuchaba, recordé las palabras de Carl Gustav Jung: “Cuando no se hace consciente una situación interior, sucede exteriormente, como destino”. Mientras la persona hablaba, noté que insistía mucho en la necesidad de un compañero para llevar adelante sus proyectos. Karen Horney entendía la neurosis como un intento de hacer la vida más llevadera. Para muchos, la vida es mejor si pueden controlar la vida o encontrar una forma de adaptarse a las situaciones difíciles que no les genere mayor conflicto. La adaptación, en condiciones de estabilidad emocional, psíquica y espiritual, se da disfrutando de la vida, del compromiso, de las cosas que nos apasionan y dan sentido a la vida. El neurótico, en cambio, tiene mucha dificultad para disfrutar lo que hace, lo que le apasiona; la mayoría de las veces, los neuróticos piensan que, el disfrute va en contravía de la perfección de vida, de la adaptación, que sueñan alcanzar. La neurosis nace de la distorsión de las necesidades profundas que hay en el alma tanto colectiva como individual.
A una estación de trenes llega una tarde, una señora muy elegante. En la ventanilla le informan que el tren está retrasado y que tardará aproximadamente una hora en llegar a la estación. Un poco fastidiada, la señora va al puesto de diarios y compra una revista, luego pasa al kiosco y compra un paquete de galletitas y una lata de gaseosa. Preparada para la forzosa espera, se sienta en uno de los largos bancos del andén. Mientras hojea la revista, un joven se sienta a su lado y comienza a leer un diario. Imprevistamente la señora ve, por el rabillo del ojo, cómo el muchacho, sin decir una palabra, estira la mano, agarra el paquete de galletitas, lo abre y después de sacar una comienza a comérsela despreocupadamente. La mujer está indignada. No está dispuesta a ser grosera, pero tampoco a hacer de cuenta que nada ha pasado; así que, con gesto ampuloso, toma el paquete y saca una galletita que exhibe frente al joven y se la come mirándolo fijamente. Por toda respuesta, el joven sonríe... y toma otra galletita. La señora gime un poco, toma una nueva galletita y, con ostensibles señales de fastidio, se la come sosteniendo otra vez la mirada en el muchacho. El diálogo de miradas y sonrisas continúa entre galleta y galleta. La señora cada vez más irritada, el muchacho cada vez más divertido. Finalmente, la señora se da cuenta de que en el paquete queda sólo la última galletita. "No podrá ser tan caradura", piensa, y se queda como congelada mirando alternativamente al joven y a las galletitas. Con calma, el muchacho alarga la mano, toma la última galletita y, con mucha suavidad, la corta exactamente por la mitad. Con su sonrisa más amorosa le ofrece media a la señora. ¡Gracias!, dice la mujer tomando con rudeza la media galletita. De nada, contesta el joven sonriendo angelical mientras come su mitad. El tren llega. Furiosa, la señora se levanta con sus cosas y sube al tren. Al arrancar, desde el vagón ve al muchacho todavía sentado en el banco del andén y piensa: Insolente. Siente la boca reseca de ira. Abre la cartera para sacar la lata de gaseosa y se sorprende al encontrar, cerrado, su paquete de galletitas... ¡Intacto! Los humanos somos seres necesitados. Desde pequeños necesitamos de la presencia de otro para poder sobrevivir. Sin la ayuda del otro, habría sido muy difícil nuestro desarrollo. Hay necesidades que, por déficit o superávit nos han anclado en ellas. La añoranza de la pérdida de la satisfacción primaria que producía la satisfacción de necesidad permite que nazca el deseo. El deseo tiene la fuerza de la insatisfacción. La insatisfacción revela nuestra angustia por sentirnos incapaces de darnos a nosotros mismos, lo que de niño recibíamos de otro. Es imposible que, en la edad adulta otro cubra nuestras necesidades; sobre todo, porque ya no somos seres indefensos, tenemos las capacidades suficientes para amarnos, cuidarnos, protegernos, saber tomar decisiones, etc. El adulto se reconoce porque sabe darse a sí mismo, lo que de niño recibía de los cuidadores. Cuando le preguntó a la mujer: ¿Qué es lo que quieres ver cambiar? Me contesta: que las sociedades funcionen. Después le preguntó: ¿Qué es lo que quieres cambiar? Contesta: que los socios permanezcan en las dificultades y no salgan corriendo cuando hay dificultades. Finalmente, le digo: ¿Qué pasa si fracasas? Contesta, nada porque mi esposo es quien me sostiene y vela por todas las cosas de la casa, él es mi apoyo incondicional. Caí en la cuenta de que, esta mujer esperaba que los socios le dieran todo, como lo hace su esposo, que no esperaran resultados y, que permanecieran siempre dispuestos. Esta mujer no se compromete con su trabajo, no intenta sacarlo adelante, no le importa si es exitosa o fracasa porque, de igual forma, nada le va a hacer falta para su sobrevivencia. Después me doy cuenta que, el esposo le dice, una y otra vez, que deje de ser recostada y una niña, que él no es su padre. Muchas personas quieren salir adelante y, también quieren que el éxito se dé sin mover un solo dedo; por arte de magia. La pasividad es una de las formas más comunes de desaprovechar la vida. Muchos no toman la iniciativa para hacerse cargo de su vida, pero están listos para llenar de reproches a sus padres, a su pareja, porque las cosas no resultan como ellos las proyectaron. En las relaciones de pareja, se encuentran personas que, se recuestan sobre su pareja con la promesa de que el día que lleguen al éxito serán ellos los que lleven todas las obligaciones. Algunos llevan quince años bajo esta promesa y el éxito no asoma aun por ningún lado. En el Evangelio de Mateo (20, 6-7) encontramos la parábola de un hacendado que sale a la plaza, antes de que acabe la jornada de trabajo, y encuentra que hay hombres que, durante todo el día, nadie los ha contratado. Al verlos, les dice: “¿Por qué han estado aquí todo el día sin hacer nada?” Desaprovechamos la vida cuando nos quedamos esperando que otros nos asignen una tarea. Muchos esperan que, vengan otros y les digan lo que tienen qué hacer, no toman la iniciativa. Las personas sin iniciativa revelan no sólo la poca confianza que se tienen a sí mismos, sino también el miedo que tienen de crecer, de comprometerse a asumir la vida con todas sus consecuencias. Existe un grave peligro para el alma: quedarse en la añoranza y en la tristeza de la satisfacción primaria perdida. Cuando esto sucede, las personas quedan atrapadas en el mundo de los deseos, de sus insatisfacciones, de sus temores y ansiedades. La consciencia sobre nosotros mismos, como seres que han dejado atrás el estado de indefensión propio de la niñez, es de gran ayuda para salir de la pasividad y, dirigirnos hacia la responsabilidad con nosotros mismos. La parábola del hacendado, lejos de justificar la pasividad, trae una buena noticia: en cualquier momento de la vida, incluso cuando ya no tenemos esperanza, la misericordia del Señor puede sacarnos de la pasividad y dejar de desaprovechar la vida porque encontramos una tarea, una misión, un propósito para continuar viviendo de un modo diferente. Escribe Anselm Grün: “Lo fundamental es que nos mantengamos abiertos al impulso interior que nos incita a vivir. En lugar de estar tristes por no haber vivido hasta ahora, tenemos que seguir la llamada interior. Sólo entonces, la vida se realizará”. Es bueno saber que, el Dios que nos reveló Jesús sabe de compasión, de llamados, de misiones. Dios nos confronta, pero no nos hunde porque su interés en nuestra realización, no nuestra destrucción. Entra, Señor, y derrumba mis murallas, que en mi ciudadela sitiada entren mis hermanos, mis amigos, mis enemigos. Que entren todos, Señor de la vida, que coman de mis silos, que beban de mis aljibes, que pasten en mis campos. Que se hagan cargo, mi Dios, de mi gobierno. Que pueda darles todo, que icen tu bandera en mis almenas, hagan leña mis lanzas y las conviertan en podaderas. Que entren, Señor, en mi viña, que es tu viña. Que corten racimos, y mojen tu pan en mi aceite. Y saciados de todo tu amor, por mi amor, vuelvan a ti para servirte. Entra, Señor, y rompe mis murallas (Antonio Ordóñez, sj)Francisco Carmona
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