La psicología enseña que vive sanamente quien aprende a fluir con la vida. En cambio, quien se resiste no sólo enferma, sino que se estanca y su vida pierde sentido. Fluimos cuando nos entregamos a la vida. Lo anterior, exige que aprendamos a ser generosos con la vida y, también que aceptemos las cosas como suceden, en lugar de renegar porque nuestras expectativas no se cumplen. Dice Anselm Grun: “Fluir significa no aferrarse a uno mismo, entregarse a algo, lanzarse, comprometerse”. A diario, encuentro personas que desean llevar una vida diferente, hablan de cambio y transformación, pero no están dispuestos a dejar a un lado las condiciones de vida y los patrones de conducta que los mantienen estancados. Estas personas, cada vez que tienen la oportunidad, proyectan sobre los demás su propia sombra y oscuridad. Un hombre visitó a un genuino maestro espiritual. Me he acercado a ti porque, después de siete años de ser discípulo de un supuesto maestro, me he dado cuenta de que no era un hombre espiritual. El verdadero maestro respondió. Me recuerdas al hombre al que le preguntaron por qué había dejado su casa tras vivir allí siete años. El respondió que acababa de descubrir que no tenía cuarto de baño
En el evangelio hay tres relatos que incluyen a hombres que, al parecer tienen una gran riqueza material. El primero, es un joven que desea seguir a Jesús. Cuando Jesús le recuerda que la verdadera riqueza de la vida no está en el tener sino en saber disfrutar de la vida, en hacer a un lado el afán de valoración, de reconocimiento, de aprobación para entregarse a amar y servir, se aleja triste. Quiere una vida diferente sin renunciar a nada a cambio. El segundo, es llamado el rico epulón. La vida de este hombre transcurre en darse buena vida celebrando banquetes y fiestas cada día. Este hombre cuando muere, se da cuenta que, aquellas fiestas, banquetes y amigos ganados en el derroche han servido muy poco cuando se trata de enfrentar la realidad misma de la existencia. Somos aquello que cultivamos. Si cultivamos vaciedad; igual será nuestra vida al final. El tercer hombre es Zaqueo. Las riquezas le sirven para compensar la pequeñez física de su cuerpo. Es rechazado por toda la gente. Sin embargo, en su corazón hay un deseo profundo de conocer a Jesús. Quien desea conocerse a sí mismo, también desea conocer a Jesús. Quien desea conocer a Jesús, desea conocerse auténticamente a sí mismo. Pues bien, este hombre, apenas escucha a Jesús, decide abrirle las puertas no sólo de su corazón, sino también las de su casa. Organiza una cena para Jesús. Como resultado de la acogida que Zaqueo brinda a Jesús, nace en su corazón el deseo de compartir lo que tiene con aquellos a los que ha robado y con los pobres. Zaqueo descubrió que hay algo más importante que la codicia. Fluir en la vida también es cuestión de autoaceptación, de asentimiento a nuestra realidad y a la vida misma. Cuando nos hieren, lastiman u ofenden estamos más dispuestos a hablar que, a callar. Albergamos en el corazón un deseo intenso de nunca dejar las cosas así, el Ego nos invita a hacernos escuchar y a decirle al otro cuanto son cuarenta y, otras miles de cosas más. El deseo de hablar, de buscar pelea, de creer que solucionamos las cosas insultando y reclamando proviene del Ego y, es una forma sutil de ir perdiendo la vida y de irnos perdiendo a nosotros mismos en el conflicto que nunca termina. Al respecto, escribe Almudena Colorado: “A veces hay que guardar silencio para dejar que las cosas hablen por sí mismas, para trabajarnos la confianza y dar espacio a que Dios hable y lleve adelante su plan. El silencio es la oportunidad de echarnos a un lado, salirnos de escena y dejar que sea el Padre quien actúe en nuestras vidas. Hacer silencio es un acto de humildad y servidumbre (no de «siervo», sino de «estar en servicio»). Hay veces que sí, que el silencio es la mejor ofrenda a Dios y la mejor muestra de que nos ponemos en sus manos”. Cuando aprendemos a callar también estamos dispuestos a fluir. No necesariamente la pasión es nuestra vocación. La vocación es el resultado de nuestro encuentro con el destino y de la disposición a escuchar la voz interior que nos revela quienes somos realmente ante la vida y, ante Dios. Mientras que la pasión está asociada a la vitalidad con la que hacemos las cosas y la seriedad y profundidad con la que asumimos nuestros compromisos, la vocación nos revela nuestra verdadera identidad; es decir que, la vocación nos define y esta relacionada con nuestra misión en la vida, con el lugar que estamos llamado a tomar en la existencia para que nuestra vida no sólo se auténtica, sino también valiosa y llena de sentido y significado. Podríamos decir, tomando las palabras de Evangelio que, la vocación es esa lámpara que arde y alumbra a todos. Sin entrega a la vocación, la vida no fluye, se estanca. El alma entra en reposo cuando en lugar de vivir preocupados por cambiar lo que no se puede, decidimos entregarnos generosamente a la vida; es decir, cuando cultivamos pensamientos creativos, definimos qué es lo esencial en nuestra vida, transformamos los hábitos nocivos en todos los ámbitos y, de manera especial, mantenemos el corazón libre de todo aquello que le roba la paz y no le deja ser. Lo anterior, también nos exige dejar la autoexigencia y el afán por sentirnos mejores y, del afán de estar por encima de los demás. Cuando nos entregamos a la vida, a la realización de nuestra vocación, el Ego se debilita y la vida avanza. No nos sentimos vitales porque hagamos muchas cosas, sino porque aquello que hacemos está en sintonía con nuestra vocación y despierta nuestra pasión. Olvidarnos de nosotros mismos es la expresión más clara de nuestro malestar e inconformidad espiritual. Sabemos que la realización del destino, de la propia vida, exige fluir y dar fruto. Ambos procesos, nos enseña la espiritualidad, exigen la entrega. Sin ésta, nada se realiza plenamente. Nadie experimenta una entrega real si anda preocupado por la valoración, el reconocimiento, el aplauso, etc. En el evangelio de Lucas encontramos la parábola del amo indiferente y el siervo inútil. Esta parábola pone el acento en la disponibilidad para el servicio. Al respecto, escribe el Papa Francisco: “Jesús quiere decir que así es un hombre de fe en su relación con Dios: se rinde completamente a su voluntad, sin cálculos ni pretensiones. Siervos inútiles; es decir, sin reclamar agradecimientos, sin pretensiones. Somos siervos inútiles es una expresión de humildad y disponibilidad que hace mucho bien y recuerda la actitud adecuada para trabajar en la realización del destino: el servicio humilde, cuyo ejemplo nos dio Jesús, lavando los pies a los discípulos”. La vida sana implica entonces, el reconocimiento de que si queremos fluir en la vida tenemos que salir de nosotros mismos, algo que logramos cuando ponemos lo que somos al servicio humilde de quien “necesita que sus pies sean lavados y su corazón reconciliado”. A veces hay que esperar, porque las palabras tardan y la vida suspende su fluir. A veces hay que callar, porque las lágrimas hablan y no hay más que decir. A veces hay que anhelar porque la realidad no basta y el presente no trae respuestas. A veces hay que creer, contra la evidencia y la rendición. A veces hay que buscar, justo en medio de la niebla, donde parece más ausente la luz. A veces hay que rezar aunque la única plegaria posible sea una interrogación. A veces hay que tener paciencia y sentarse junto a las losas, que no han de durar eternamente (José María Rodríguez Olaizola, sj)Francisco Carmona
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