El trauma emocional está en la base de todas las disfunciones de la vida humana. Nos disociamos para no enfrentar el dolor que nos provocan determinadas experiencias. Muchos creemos que, las experiencias dolorosas las podemos sepultar en algún lugar de la psique y que allí permanecerán por siempre. No es así. En un momento determinado, regresarán a la consciencia y reclamarán su lugar en nuestra historia. Ese resurgimiento, nos mostrará que, todo intento de alejar de la consciencia algo doloroso, lo único que logra es, crear un desorden emocional y, si nos descuidamos, convertir en destino aquello que intentamos reprimir. Por más que lo deseemos, ninguno logra tomar la suficiente distancia de su cuerpo, de sus emociones y de sus recuerdos. Ellos siempre están ahí. Señala Mario Carlos Salvador: “Cuando no hemos podido integrar las experiencias, especialmente dolorosas, nuestro cerebro-cuerpo las recuerda en su idioma original de sensaciones, emociones, imágenes y reactuaciones desproporcionadas o poco adecuadas. En este lenguaje permanece siempre activo y vivo, contar la historia que nunca pudo contar a alguien que la quisiera escuchar y acoger con una mirada compasiva y presente”. Pues bien, las personas con un trauma no integrado, nos enseña Pierre Janet, “se vuelven fóbicas en su forma de mirar su mundo interno, no queriendo recordar, sentir o hacer cualquier cosa que pueda disparar los recuerdos del dolor vivido, y que sólo pudieron manejar escapándose de alguna manera de él”
Ninguno de nosotros logra escapar del recuerdo de aquello que fue doloroso en un momento determinado de la vida. Mientras más intentamos alejarnos del dolor, más rígidos, inflexibles, dogmáticos y reactivos nos volvemos. Acoger el dolor, reconocer su existencia y el daño que nos ha causado, es el primer paso hacia la reconciliación con él y con la vida. Integrar lo que está separado es un trabajo que realizan las constelaciones familiares y la vida espiritual. La verdadera distancia del dolor ocurre cuando reconocemos que él está presente en nuestra vida. Lo anterior, se logra tomando consciencia de nosotros mismos, de lo que estamos invitados a realizar en esta vida como misión y propósito. Una pareja de jóvenes estaban muy enamorados y se iban a casar. Unos meses antes de la boda, la novia tuvo un accidente y quedó con el rostro totalmente desfigurado. No puedo casarme contigo, le comunicó en una carta a su novio. Quedé marcada y muy fea para siempre, búscate a otra joven hermosa como tú te mereces, yo no soy digna de ti. A los pocos días la muchacha recibió esta respuesta de su novio: El verdadero indigno soy yo, tengo que comunicarte que he enfermado de la vista y el médico me dijo que voy a quedar ciego... Si aún así, estás dispuesta a aceptarme, yo sigo deseando casarme contigo. Y se casaron, y cuando lo hicieron, el novio estaba ya totalmente ciego. Vivieron 20 años de amor, felicidad y comprensión, ella fue su lazarillo, se convirtió en sus ojos, en su luz, el amor los fue guiando por ese túnel de tinieblas. Un día ella enfermó gravemente y cuando agonizaba, se lamentaba por dejarlo solo entre esas tinieblas. El día que ella murió, él abrió sus ojos ante el desconcierto de todos. No estaba ciego, dijo. Fingí serlo para que mi mujer no se afligiera al pensar que la veía con el rostro desfigurado. Ahora mi amor descansa en ella. Cuando hay una herida afectiva, emocional o psíquica muy profunda, la psique se reorganiza para protegerse del dolor y poder continuar la existencia de una forma más o menos tranquila. Así, es como aparecen algunos mecanismos psíquicos funcionales. Algunos de estos mecanismos son reactivos, impulsivos o inhibidores. Ellos está ahí, para brindarnos protección aunque, a veces, nos quiten bienestar. La disociación es una forma de hacer que, el dolor sea más llevadero. El problema radica en la incapacidad de relacionarnos con ella e iniciar el camino de reconexión que nos permita sentirnos, de nuevo, a gusto con nosotros mismos. Para alcanzar de nuevo la conexión con nosotros mismos, es necesario que, dispongamos el corazón para brindarnos un trato amable, acogedor y compasivo a hacia nosotros mismos y, hacia a los eventos que han marcado nuestra existencia. Cada uno de nosotros nace con una tendencia natural a integrar las experiencias de una manera completa, coherente y con un sentido estable de quienes somos: Esa capacidad de integración nos ayuda a diferenciar entre pasado, presente y futuro. También entre adentro y afuera y, especialmente, entre lo que es nuestro y lo que pertenece a otros. Cuando tenemos un entorno seguro, estable y confiable crecemos, no sólo con un sentimiento sobre nuestra propia valía, sino también con la capacidad de ir integrando, poco a poco, lo que hace parte de nuestro potencial. Esta capacidad, se puede ver perturbada, por eventos profundamente dolorosos que, pueden poner en duda el sentido estable de nuestra identidad. El entorno seguro hace posible que, como parte de nuestro proceso de crecimiento y maduración psíquica, vayamos conquistando un sentido estable del sentido del Yo, de nuestra identidad. Saber definir quienes somos tiene mucha importancia en el proceso interno de nuestro bienestar emocional, espiritual y psíquico. Escribe Suzette Bonn: “Yo soy yo, soy yo mismo como niño, como adolescente, como adulto, como padre, como trabajador. Yo soy yo mismo en situaciones difíciles, abrumadores, exitosas o felices. Todo lo que vivo me pertenece, nada es ajeno”. Poder reconocernos, a pesar de las circunstancias, revela el estado de cohesión interna en el que nos encontramos. La disociación es la principal fuente del malestar emocional y de los conflictos que tenemos para hacernos responsables de nuestra vida y poder fluir con libertad hacia nuestro destino. La disociación pone al descubierto nuestra incapacidad para conectar lo que sucede con el camino que estamos recorriendo y con las fuerzas que, de una u otra manera, nos acompañan; fuerzas que, en ocasiones son proactivas y, en otras, desafían nuestro sentido de la realidad y la percepción que tenemos sobre nosotros mismos y sobre la vida. La capacidad de integrarnos se pone en riesgo cuando no somos capaces de integrar el dolor a nuestra vida o cuando para proteger una imagen de nosotros mismos intentamos negar u ocultar el dolor que provocaron los acontecimientos que hemos vivido. Uno quisiera tener todo en sus manos y al final no tiene nada. Cuando se anima y descubre que no tiene nada, recién ahí puede disfrutar de todo. Descubre la luz y la vida de la entrega, el descanso en el abandono, ese lanzarse y siempre ser sostenido. Manos que sostienen y protegen sin ser las propias. Manos que acarician y nutren del otro lado del abismo y del silencio. Quisiera tener todo en sus manos; el miedo lo frena y no se suelta. Teme la caída y hace de la soledad una máscara oscura. Nacer de nuevo es la propuesta de la Voz en aquellas mismas manos. Donde el abismo se torna rostro de Amor. Mirada tierna, sonrisa de Reino y manos que abrazan lágrimas. Así descansar en la misma entrega y no hacer nada más (Marcos Alemán, sj) Francisco Javier Carmona
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