El desierto es el lugar de la vida. Allí se inicia la auténtica relación con Dios. Esa relación nos descubre nuestra verdadera identidad y, también nuestra vocación, el llamado que Dios nos hace para transformar el corazón y transformar el mundo que nos rodea. En el desierto, Dios se revela como es y nosotros podemos mostrarnos como somos. Allí, podemos dialogar con Dios y con nosotros mismos en total transparencia. Lo anterior, implica la disposición para escuchar nuestros demonios, la sombra, la oscuridad y todo aquello que cubre nuestro ser impidiéndole manifestarse, revelarse. En el desierto, también descubrimos las fuerzas que acechan la vida, que la amenazan, entre ellas, encontramos a las pulsiones.
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La experiencia más profunda que un ser humano puede tener de Dios es aquella, donde Dios revela, como Aquel que siempre nos acompaña. Ese Dios sólo se encuentra en el Desierto, es decir, en los espacios que hacen posible el encuentro interior con nosotros mismos. En el libro “El principito”, el hombre que se ha esforzado por alcanzar las alturas, lograr el éxito, no tiene más remedio que aterrizar forzosamente en el desierto. Su avión, la percepción que tiene de sí mismo y de lo que está llamado a ser en la vida, de su destino, comienza a fallar, a resquebrajarse. Cuando está intentando reparar el motor del avión, los ideales que hicieron posible que levantara vuelo por primera vez, aparece, de la nada, un pequeño príncipe que, en realidad es, su niño interior con el cual se ve obligado a dialogar.
David Hawkins señala que, nuestro progreso espiritual depende de la frecuencia emocional en la que vibremos. Según este psiquiatra, la mayor fuente de enfermedad se encuentra en las personas cuya vibración emocional es baja. Las personas que albergan en su corazón negatividad, resentimiento, odio, frustración vibran bajo y, en consecuencia, son propensas a enfermar, algunas veces de gravedad. Al respecto, dice: “Las personas enferman porque no tienen amor, sólo tienen dolor y frustración”. Vibrar significa conmoverse, albergar en el corazón, algo. Aquello en lo que me quedo atrapado es la fuente de nuestra vibración. El afán de sentirse por encima de los demás, creer que se actúa con justicia y amor, sentirse poseedor de la verdad, son, entre otras, prisiones en las que el alma vive y, lastimosamente, por la dureza del corazón, se permanece en ellas.
Si algo deja claro la encarnación de Dios en Jesús de Nazareth es que, para acompañar la realidad del alma es necesario hacerse frágil, estar en medio de los que se quiere acompañar; de lo contrario, es fácil caer en una actitud de superioridad. Jesús se puede hacer pastor porque conoce la fragilidad y debilidad humana y porque está dispuesto, sin ningún reparo, a acompañar a quien se encuentra extraviado no sólo a recuperar el camino, sino también, a curar las heridas que se han producido en el intento de apartarse de aquello que conduce a la vida verdadera. Cuando el alma entra en la oscuridad vive con una especie de duda permanente que no se disipa fácilmente y, cuando menos lo pensamos, nos abarca y distancia de nosotros mismos.
Después del suceso en Jerusalén, dos discípulos deciden regresar a su casa que está en Emaús. Van solos con su dolor. No logran comprender qué sucedió. Mientras van de camino, un desconocido se acerca y les pregunta: ¿De qué van conversando? Después de escucharlos, el desconocido toma las Escrituras y explica todo lo que hace referencia al Mesías. Cuando llegan a su destino, el desconocido hace ademán de seguir adelante, lo invitan a cenar con ellos y le piden que bendiga el pan. Cuando el desconocido hace lo que Jesús hizo en la última cena, ellos descubren que, Jesús está vivo, que su corazón aún arde de amor por Él, experimentan, de nuevo, que la alegría hace parte de su vida. Regresan a Jerusalén y comparten con el resto de los discípulos lo que sucedió.
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Una producción de Francisco Carmona para acompañar a quienes están en busca de su destino.
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